La autora de la siguiente crónica construye un relato que enlaza hábilmente frase tras frase, de los años que —siendo aún una niña— se encontraba en un hospital y, con ello, no solamente nos cuenta una historia, sino construye una memoria, en el presente, de ese pasado que fue, con imágenes ampliamente disfrutables.

 

Priscila Macías

Foto de Daan Stevens mediante Unsplash

 

Me hago bolita y observo por la ventana del piso 2 a las concertistas de mis nuevas mañanas: las palomas, que con su eterno zigzag atorado en el cuello llevan basuritas y migas de pan a sus nidos, en donde las esperan ansiosos por un bocadito.

Mi estómago comenzó su propia orquesta del hambre, pero el aroma de las charolas color nuez, lo calló. Y es que hay aromas que como hormigas cargando hojas nos mueven el recuerdo: el huevo revuelto en salsa verde con trocitos de chayote sin sal, siempre frío, acompañado de una rebanada de pan blanco que desde hace tres días ya no han traído para mí.

Con la sonrisa vacilante y los lentes deslizándose hacia la punta de su nariz, el doctor se acercó para animarme con dos “toc-toc” en la mesita de noche y una palmadita en mi hombro pálido y escurrido entre la infinita manga de las batas verdes color seguro-social.

Con17 kilos a cuestas me incorporé de su mano a la orilla de la cama. “Estarás otro ratito sin comer”, aseveró mientras se colocaba en un gesto unido con el dedo índice y el entrecejo, sus cuadrados y resbaladizos lentes. Entre miradas cómplices de quien oculta las cifras del resultado, la enfermera de coletas y moños rosas asintió a las indicaciones y se acercó para invitarme a descansar, otra vez.

Les di la espalda también a mis vecinos de cama que, entre catéteres y sondas, renegaban por el sinsabor de deber comer huevo en salsa verde, frío, sin sal y con chayote.

Hurgué la bolsa que había dejado mi madre, saqué el peine, desenredé los hilos ébanos de mi cabello y como si magia hiciera, me tejí dos pares de trenzas, uno en la cabeza y el otro en mis tripas para callar su protesta, pues a los 9 años de edad, no permitiría que mi cuerpo diera más motivos para seguir entre conciertos salvajes y murales de Minnie Mouse en algún rincón del hospital.

Ya era medio día y desde el inicio del pasillo sonaban aquellos huaraches presurosos acompañados del ruido que hace la bolsa de plástico al abrir y cerrar: “Mija, ya llegué”. Era mi abuela, quien me comía a besos la frente mientras barría con las arrugas de sus labios los hilos de cabello azabache que me rodeaban la frente.

 

—Te traje unos taquitos y un regalito — dijo en tono de orgullo.

—Es que… aún no debo comer— le respondí con ojos de cordero parpadeantes.

—¡Ah! sí… ya me fijé bien, se me olvidaron los tacos. Cuando regreses a la casa te los comes, mientras abre tu regalo.

 

Arranqué el nudo, rompí el plástico, retorcí la mano y saqué una libreta en forma de nube color rosa-barbie. Mis ojos redondos como platos urgían a mi dedo desenroscar de la espiral la pluma azul clarito, pues un dechado de ansiedades envolvía mis abecedarios, tal vez era la nostalgia de no ir a la escuela.

 

—Te traje eso para que no se te olviden las letras, no quiero que después seas como yo, que no conoce la O ni por lo redondo.

 

Al despedirse, yo ya había escrito lo suficiente y ella seguía encomendándome a la orden celestial, como si el privilegio lo tuviéramos quienes nos faltan los riñones.

Cae el sol y con él se me destrenzan las tripas. El rato en ayuno ya son tres días y uno más, el hambre me reclamaba clemencia y la garganta chorritos de agua. Saqué mi nube de letras y comencé a darle forma a mis antojos: unas tostadas de ceviche, el puestito blanco de la calle por casa de mi abuela, algunos diálogos que describían el menú; los lonches prohibidos porque llevaban frijoles; los tacos de barbacoa y el emplatado perfecto de papas con chile y limón.

Con la hiel rota por los antojos y el sudor entre los dedos, dibujaba cada bocado, lo masticaba entre tinta azul y aroma a torundas con alcohol, desafiaba en cada hoja los rotundos “no, porque estás enferma”.

Los días se fueron y con ellos el rojo de mis mejillas, se acabó “El Diario de Daniela” y me perdí el final, se posaron las ojeras y yo ya era 15 kilos sosteniendo la sonrisa en cada nuevo platillo que le contaba a mi libreta.

 

—Priscila, ¿qué escribes? —, curiosea el doctor de lentes opacos.

—No, nada. Respondí entorpecida.

—Déjame ver, hace días que no sacas la cabeza de ahí—, insiste esperando algún resquicio de piedad.

Elevé los ojos como huevos cocidos y le compartí mi libreta cerrada. Desorbitado sólo observó las tres primeras planas, no quiso ver más; ya sabía yo que la del talento en el dibujo era Blanca, mi hermana; yo sólo nací al parecer de una bocina, porque nunca me paraba el habla, decían en casa.

Suspira y resopla como un toro, se encorva y atora el sudor de su frente con el puño de su bata blanca:

—Hoy vas a cenar—, declara mi doctor derrotado.

—¿Huevo en salsa verde sin sal? —, pregunto con la nariz asqueada.

—No, yo te traeré una nieve de limón, pero no le digas a nadie.