La autora del presente relato nos habla de dos entrañables barrios, esenciales para muchos tapatíos de corazón: Santa Tere y La Capilla de Jesús. Y lo hace, más que nada, a través de sus afectos culinarios, enlazados a sus recuerdos. Acompáñenla, por favor y saliven un poquito.

 

 

Rosy Muñoz

 

Hasta entonces no había conocido el verdadero amor. Era sábado, hacía un calor tremendo –como los que acostumbra Guadalajara–, cuando supe que Dios me amaba. Aquellas tostadas de cueritos eran y siguen siendo la sutileza más grande del placer más sublime que nos otorgaron: ¡comer! Don Ramón es parte de una tradición culinaria en el barrio de Santa Teresita.

Aunque no puedo negar que el tejuino de Don Marcelino, en La Capilla de Jesús, no le pide nada a ninguno que exista en otro sitio. De hecho, es el más antiguo en nuestra capital. Hace poco remodelaron el local, sin embargo, sigue conservando su modestia y es que el lugar lo hace su gente.

No quiero parecer acaparadora, lo que pasa es que viví justo en medio de los dos barrios. En mi niñez, disfruté más de La Capilla, asistía al coro y al catecismo. En domingo y ya más grande, iba a misa de 12 junto con mi prima Marisol, que vivió algún tiempo con nosotros y que me acompañaba con la condición de que le comprara un tejuino. Muchas fueron las tardes de sábado que salía a pasear a Chucho, mi compañero perro de vida, nos sentábamos en las escaleras que dan al Mercado “IV Centenario”, a que se comiera una nieve de vainilla, acción que dejé de hacer cuando leí que no le favorecía el helado al hígado de los perros.

Mientras que Santa Tere empezó a ser parte de mis días cuando tenía unos 14 años, allá por el año de 1994, cuando trabajaba en el tianguis los domingos por invitación de mi tía: vendíamos ropa para mujer. Aun cuando había que madrugar, lo disfruté enormemente. A cierta hora me mandaba al mercado para que almorzara, ahí había la cantidad de puestos que gusten, donde venden comida sabrosísima: tacos de barbacoa, menudo, flautas doradas, sopes, enchiladas, comida del día y un largo etcétera. Aunque también está el puesto de las “Güeras”, donde ofrecen licuados (curativos según ellas), fruta picada, jugos y el típico biónico que de sano no tiene nada, al menos que pidas la fruta y semillas sin la “cremita”, pero entonces ya no sería biónico.

Aun cuando ya se volvió una zona meramente comercial, no deja de perder su calidez. La gente de ahí es trabajadora y perseverante. Les platicaba de Don Ramón: inició su papá en la esquina de Pedro Buzeta y Juan Álvarez, había un billar ahí que hoy ya no está, lo sé no porque lo viví, sino que en el local hay fotografías en blanco y negro que dan cuenta de lo que les platico. Don Ramón siguió con la tradición y quizás mejoró las tostadas, tiene demasiada gente que hasta fila hacen. No son simples cueros, ¡no señor!, son cueritos picaditos en una tostada inmensa y que acompaña con una salsa de jitomate, cilantro picado, sal de grano, limón y chile serrano; también hay de oreja, pata o combinadas, si el presupuesto escasea hay tacos dorados que, con el mismo acompañamiento de las tostadas, te vas satisfecho y feliz. Vale la pena hacer un paréntesis y decirles que la vida se va mientras otros, comen. ¡Comamos pues!

En La Capilla su mercado es de los más antiguos, pero no tiene tanta variedad de puestos; como dato curioso, ahí trabajan los papás del clavadista: Iván García, “El Pollo”, justamente venden pollo fresco. Enfrente del templo que lleva por nombre: “El dulce nombre de Jesús”, hay una paletería que está desde que recuerdo, así como el señor de los churros. Pero, insisto: el premio ahí es para Don Marcelino y su tejuino. Ahora que hago memoria, justo en la esquina de Angulo y Cruz Verde, hay una tienda de abarrotes antigua: techos altos, anaqueles con barrotes –de ahí que venga lo de abarroteras– donde mostraban sus productos. Estar ahí es como si el tiempo no avanzara, hoy es reconocida por el bolillo calientito que ofrecen desde muy temprano.

Si hablamos de bolillo, en Santa Teresita, sobre la calle de Clemente Orozco casi esquina con Manuel Acuña, hay un negocio con pocos años (Del Río), pero con demasiado sabor. Ahí están los panaderos haciendo bolillo en vivo y ante tus ojos, del que gusten: fleiman, salado, bola dulce, lápiz, etcétera. Seguro más de alguno pensó en torta ahogada, que también hay un negocio de muchos años por el rumbo: Mr. Pacos.

Cuando estaba soltera me iba caminando al Aurrerá que estaba en Chapultepec y que desacertadamente quitaron. Subía por Manuel Acuña, después Herrera I. Cairo, porque tiene calles más anchas, recorría algunos locales a la pasada: panaderías, cosméticos, bolsos, chucherías en general. La calle Garibaldi tiene casas muy lindas y es de las más tranquilas, pero hoy de las que más asaltan… ¿En dónde no?

Para ser sincera, tengo que decirles que ya no vivo cerca de esos barrios. Pero mis papás sí. Cuando me fui a vivir con mi pareja rentamos primero por Jardines del Sur, después nos cambiamos de ciudad, regresamos y ahora estamos en Villas de San Juan. Honestamente jamás me he sentido identificada en esas colonias, son muy distintas, quizás sean más nuevas y eso me hace percibirlas sin identidad; cada vez que tengo oportunidad, voy para el rumbo de mis papás, se queda mi niña con ellos y yo, feliz me voy a Santa Tere a comprar lo que me hace falta en la cremería que está frente al templo, claro que también visito a mis santitos: tengo una corte celestial grande e inmensa que me respalda, si hay misa me espero al sermón, es mi parte favorita, sobre todo si es un padre que sabe relatar el evangelio, no repetirlo.

La última vez que fui a La Capilla fue días antes de que se pronunciara en el país la pandemia por el Covid19. Era la misa que mi mamá año con año pide para su aniversario de casada: cumplieron 47 años. El templo cambió su acomodo de las bancas, no me gustó tanto, añoré el tiempo que fue y los recuerdos que siguen intactos en ese lugar, de cuando iba al coro y mi fiesta de 15 años. Ahora era Miranda, mi hija de tres años, la que estaba fascinada corriendo dentro del templo. Al salir le compré un helado y nos sentamos en las bancas del atrio. El tiempo me dio tregua, no me recordó la rapidez de los años, sino que se detuvo por instantes.