La autora de la siguiente crónica nos comparte todo lo que ha vivido a partir de que se le ocurrió ir más allá en este regreso a clases: maestra de primaria de primer grado, adaptó su cochera como un pequeño espacio para poder recibir a sus alumnos, conocerlos y llevar a cabo un diagnóstico adecuado de cada una de sus situaciones. ¿Cómo se convirtió en noticia, llegó a oídos de la Secretaría de Educación y terminó participando en un programa de debate? Ella nos lo cuenta, en primera persona.
María del Refugio Reynozo Medina
“…Y entonces la cochera se vistió de aula’’, ese fue el post que subí a mi red social, acompañado de las imágenes de los tres escritorios pintados de azul, que comenzaron a darle forma a “La escuelita”, luego de saber que iniciaríamos clases sin aulas y sin alumnos presentes, a causa de la emergencia sanitaria por el Covid.
No sé cómo apareció el pizarrón verde en la pared, enfrente del escritorio; me lo había dejado mi amigo Pedro al marcharse, coloqué una línea del tiempo y un mapa de la República Mexicana, el cartel con mi nombre y los nombres de mis alumnos en pequeños rótulos multicolores.
Luego, en otra de las paredes, cuatro tendederos de libros y una mesa pegada al frente, también instalé un mueble con charolas de plástico coloridas, llenas de materiales varios.
“Que todo el amor que das encuentre un millón de formas de volver”, se lee en uno de los pequeños carteles que armé con materiales de reciclado.
“Si cambias tus pensamientos, cambias tus emociones, si cambias tus emociones cambias tu actitud, si cambias tu actitud cambia tu vida”, dice otro de los carteles que acompañan el paisaje de la cochera que quiere ser aula.
Aquella tarde escuché al teléfono la voz del maestro Javier, invitándome a compartir la experiencia acerca del trabajo a distancia y de cómo a falta de planteles, los maestros hemos decidido montar nuestra propia escuela en casa.
Cuando recibí la siguiente llamada por parte de Comunicación Social de la Secretaría de Educación, había del otro lado palabras muy cálidas y en la medida que fuimos conversando iba yo dibujando el rostro de aquella melodiosa voz que parecía conocerme. En cada detalle compartido se alegraba con mi alegría, se sorprendía con mi sorpresa y se emocionaba con mi emoción.
Jamás imaginé que aquellos modestos escritorios y el pequeño escenario armado con ellos pudieran salir de ahí para que muchos ojos los vieran. No había tiempo para rediseñar otro escenario, para simular nada: tenía que mostrar lo que había estado sucediendo desde antes de comenzar las clases.
Al día siguiente llegaron los cinco personajes con la vitalidad que caracteriza a esos amantes de las cámaras y videocámaras. Caminaron por el pasillo, colocaban su mirada en cada detalle, hacían preguntas y preparaban su equipo.
—Este difusor es la onda— me dijo el fotógrafo mientras aspiraba el aroma a lavanda que inundaba cada uno de los espacios.
Otro de ellos observaba el nido de las golondrinas plantado en el umbral que da al patio.
Me coloqué frente al escritorio y comenzamos a dialogar en torno a la manera en que se había ido construyendo el espacio y cómo a la distancia buscaba yo el más cálido acercamiento posible para realizar la tarea de las clases, en pleno aislamiento.
Mientras iba relatando los detalles de las experiencias, observaba el rostro del entrevistador que llevaba un cubre bocas oscuro, así como sus pupilas que brillaban cada que le describía la vida escolar en confinamiento.
Realicé una videollamada con los alumnos que pudieron estar, recordamos la última clase.
—Maestra, ¿cuándo me va a dar mis libros?
—Ya te los dio— le recordaba su madre que al lado del pequeño sostenía el celular. Los habían llevado a forrar,
—Mire maestra: mi mochila— me decía con el júbilo del primer día de clases; me mostró su mochila a través de la pantalla y habló de los personajes que estaban impresos en ella, con una emoción sin igual.
Aquella visita trajo consigo una invitación al foro del Canal Cuatro de Televisa. Volví a escuchar la cálida voz del primer día, ahora invitándome a la televisión.
Vacilé un instante.
—Solo hable así de bonito como me contó— me instaba la melódica voz.
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Televisa
Calcé mis botas, mi estimada falda negra de tafeta, aquella blusa color chedrón que había esperado en el armario por una ocasión especial y la pulsera de cuentas de colores con un par de aretes dorados.
Lo que más me preocupaba era qué cosa iba yo a hacer ahí: no tenía una real certeza de aquello y sí una gran emoción.
—Sólo va a platicar así de bonito como me contó— me había dicho al teléfono la voz de Comunicación Social de la Secretaría.
Jamás había entrado por el pasillo de Televisa, mientras caminaba por ahí, observaba las pinturas que decoran las paredes; iluminada por las luces, me sentí como en la pasarela de acceso a las aeronaves que hay dentro de los aeropuertos, lista para desembarcar no sabía a dónde.
En la sala de espera, junto con dos personas más, estaba la conductora Rocío López Ruelas con un sobrio vestido oscuro y sus hermosos ojos, también negros. Hay una extraña magia cuando se mira en vivo un rostro tantas veces observado en televisión: con esa bonita presencia y aquella seguridad cuando dejaba escuchar su poderosa voz.
—Ya viene el secretario— dijo alguien.
Yo ignoraba que estaría hablando al lado del Secretario de Educación en Jalisco, lo supe ahí a diez minutos de la grabación, también estaba el Director de Alfabetización Digital de la misma Secretaría y Carolina Toro, una maestra experta en políticas públicas. Ya no había tiempo para la perplejidad: respiré y solo recordé aquello que me dijo la voz detrás del teléfono.
—Usted hable así de bonito como me contó.
También pensé en el maestro Javier.
—Es ver cómo sí se puede— me había dicho en alguna conversación. Y es esa búsqueda lo que he aprendido con él: los cómo sí. Y ahora, cómo me gusta pensar en el “cómo sí”.
Era la primera vez que tenía de cerca al Secretario Juan Carlos Flores Miramontes y ello es como una magia también, la magia de trasladar ese rostro tantas veces visto en pantallas a la vida real. Me impresionó su sencillez y franqueza al hablar, envuelto en una grata presencia.
Fue en el estudio Carlos Cabello Wallace, una sala circular con dos niveles, rodeada por monitores y unos seis trabajadores frente a ellos; en torno a nosotros los camarógrafos que preparaban el cuadro.
Alcanzamos a ver cómo grababan unas noticias: observé la espectacular figura de una reportera y el rostro pálido de maquillaje del conductor. Nos colocaron los micrófonos y ocupamos el lugar en la mesa redonda con la cámara al centro.
“Usted hable así de bonito”. Recordé por última vez.
Y fue así como transcurrió, solo me concentré en hablar de lo bonito que es para mí hacer lo que hago; lo bonito de ver los rostros de mis alumnos en alguna sesión presencial, o en la pantalla del celular. Qué bonito que tuve la posibilidad de montar un espacio en casa para las clases.
Qué bonito que el secretario haya colocado en su perfil la foto donde estaba acompañada de él y otra vez los escritorios azules que encabezaban el escenario de mi pequeña escuelita que nunca sospeché vería la luz y que hoy esté ahí como una muestra de reconocimiento a la gran labor que —estoy segura— muchos de mis compañeros maestros hacen de manera silenciosa cada día.
Qué bonito esto que hoy me sucedió.