Con toda la jerga y la propiedad de una diligencia judicial, el autor de la siguiente historia nos abre de par en par su refrigerador, a fin de no solo hacer un registro de lo ahí encontrado, sino de encontrar algunas historias qué contar. Es cuanto.

 

Tastoán Castorena

Foto de nrd en Unsplash.

 

En la sala de mi casa, siendo las tantas horas de tal día de tal año, el suscrito hace constar que tiene a la vista un electrodoméstico con las siguientes características: cuadrado, gris, helado, con su pantallita que controla la temperatura y su despachador de hielos y de agua fría. También tiene su foco, ese generador de la eterna incógnita de los infantes: ¿cómo es que se apaga la luz cuando se cierra la puerta? La hielera en cuestión dista mucho de aquella primera nevera blanca con asa de madera que hubo en la familia, y aún más de aquella mole color verde pistache que tenían los abuelos en su casa: ruidosa, llena de escarcha y que por alguna razón todo el tiempo olía a jamaica.

Una vez que el aquí firmante se cerciora de que se trata del refrigerador a inspeccionar, se procede a abrir su puerta inferior a fin de analizar el contenido del mismo, obteniendo los siguientes resultados:

 

PARRILLA PLÁSTICA SUPERIOR.

Se aprecian diversos botes de plástico con alimentos en su interior. Botes de las más variadas formas (redondos, cuadrados, de frutas, de media luna), y con diversos orígenes; desde los fresas tupperware (cuya propietaria -que a la sazón es mi mamá- los custodia celosamente, y cuando sirven como recipientes para lonche exige a sus hijos su devolución en un plazo improrrogable que no puede exceder después de la llegada del trabajo o escuela), hasta los que tienen una segunda oportunidad después de originalmente haber almacenado yogurt o nieve.

El suscrito procede a abrir el primero de los tuppers. Contiene un bulto envuelto en papel metálico que en su cara exterior tiene los emblemas de “Gansito Marinela” y el dibujo de un ganso bebé en color blanco con la leyenda “recuérdame.” Sí, el ave que junto con sus colegas de alias “El Tigre Toño” y “Chester Cheetos”, en el futuro cercano y tras muchas décadas de ser la imagen de pastelillos y papitas, ya no podrán aparecer más en las envolturas de los alimentos por inducir a la chiquillada mexicana a consumir productos altos en grasas saturadas, azúcares, sodio y edulcorantes.

Se procede a inspeccionar el paquete en cuestión, teniendo que en su interior alberga jamón. Se desconoce si es de pierna, de pavo o serrano. Sólo está allí, rosado y cortado en delgadas rebanadas. Si no fuera por el coronavirus, probablemente formaría parte –dentro de un virote lleno de crema– de la comida de alguno de los habitantes de la casa para la escuela o la oficina. Por ahora sólo está allí, frío y cuadrado, a la espera de que alguien se le antoje un sándwich o una tostada de jamón.

Continuando con la inspección, se aprecia una lata de una bebida gaseosa que ostenta la marca “Dr. Pepper”, refresco con sabor a jarabe contra la tos. Tiene meses guardado en la nevera. Se desconoce la causa por la cual no ha sido ingerido. Sólo se tiene conocimiento de que Paul, mi hermano, lo trajo un día cuando volvía de la facultad de veterinaria. Más que por sed, quizás lo adquirió por el diseño de la lata que tiene dibujitos del Hombre Araña. Sin embargo no lo ha consumido. Ya llegará su momento.

En la parte izquierda, sobre la parrilla, se encuentran diversos botes pequeños con yogurt sólido o líquido. Los sólidos parecen tener semanas dentro de la nevera, pero por conservarse en refrigeración probablemente aún estén en buenas condiciones. Por su parte, el líquido es de los más extraños sabores como apio con piña y pasas con ciruela. Bastante ácido para un yogurt, pero bueno para la gastritis que llegan a padecer algunos de los miembros de la familia que cohabita con el refrigerador.

Se observa igualmente un bote redondo con tapadera naranja que alberga chiles jalapeños y ahogados en vinagre. Es muy probable que hayan sido extraídos de una lata de aluminio. Son buenos, pero no le llegan a aquellos en escabeche que prepara mi señora madre, cuya receta se la proporcionó una habitante de las cercanías del volcán de Colima. Y no sólo son chiles, sino que además les agrega zanahorias, cebollas, coliflor, ajos y champiñones. Una delicia explosiva y peligrosamente corrosiva para las paredes intestinales. De allí la razón por la que esta familia requiere de antiácidos y yogures de sabores exóticos: son amantes del picante.

Finalmente se aprecia una lata pequeñita y abierta que tiene en su interior chiles chipotles. Algunos de ellos sirvieron para elaborar aquella receta de la abuela de pierna en chipotle. Ese miércoles que llegué del tianguis con mi abuelo y probé por primera vez aquel platillo, instantáneamente le pregunté a Chelito cómo es que preparaba aquella delicia. Pronto aprendí a cocinarla. Sólo se requiere de pierna en bistec cortada en pequeños cuadritos. Se cuece con manteca de cerdo y luego se le agregan rodajas de cebolla y dos o tres chiles chipotles, según se quiera de picante. Hoy Mamá Chelo no está más físicamente, pero perdura en el recuerdo, en el aroma y el sabor de las recetas de cocina que nos heredó.

 

PARRILLA PLÁSTICA INTERMEDIA.

En este nivel, se observa un enorme bote redondo de plástico, color rosa, con capacidad aproximada para cinco litros, que en su interior contiene líquido transparente, azucarado y con sabor a limón. Es el recipiente que acompaña a la familia en todas sus comidas vespertinas. Por él han pasado decenas de sabores de agua, desde la común agua de jamaica hasta la medicinal manzanilla o la cuaresmal agua de pingüica. En innumerables ocasiones el bote se ha visto relegado por las indeseables botellas de gaseosa, pero siempre es más la presencia del bote de agua en la mesa, sobre todo ahora que el “veneno embotellado” ha sido tan impopular y defenestrado.

Siguiendo con la diligencia, se revisan los tuppers que moran sobre la transparente parrilla. Uno que debiera de tener yogur, tiene frijoles de la olla (los memes no se equivocan) Otros más tienen comida de días anteriores: uno con carne con chile, un segundo con chilaquiles y el último guarda unas chuletas de cerdo ahumadas. Chuletas. Uno de los platillos favoritos desde que era un chamaco el aquí actuante. “La Doña” (apelativo con el que me dirijo hacia mi progenitora), las preparaba con espagueti y queso derretido. Aquello era un manjar, sobre todo los miércoles o jueves llegando de la escuela, antes de que nos fuéramos a clases de violín o a grabar con otros niños al programa Saltapericos, en Radio Universidad. Posteriormente ya aprendí otros modos de guisar las chuletas. Mi receta favorita: en salsa de naranja con coca cola y espagueti rojo con pimiento. Hasta eso La Doña no es egoísta, cualquier receta que me guste o me llame la atención, me la comparte. Y en casa dicen que tenemos la misma sazón. Por algo será.

Para finalizar, se observan diversos productos lácteos provenientes del tianguis del miércoles, también conocido como Río de Janeiro. Se hacen consistir en quesos, crema, mantequilla y jocoque. Tienen su origen en Jamay, Jalisco. Los prepara y los vende un individuo que cuando se le hace tarde, acelera en la carretera La Barca-Guadalajara, provocando que sus trastos salgan volando por los aires y al llegar le dice a la clientela -con un exagerado lenguaje corporal y harto manoteo- que sus ollas y recipientes “se le desintegraron en el camino.” El sujeto en cuestión cuenta con la siguiente media filiación: de unos 50 años de edad, alto, muy moreno, bigote ralo, de voz chillante, estómago prominente y mandil blanco lleno de suero de queso. Nombre: Celso. Mi padre se refiere a él como “Piña”, en referencia a aquel famoso acordeonista regiomontano. Don Celso elabora los mejores quesos que hasta hoy he probado: para quesadilla, de morral, para botana, queso seco, panelas… También vende yogur, crema y jocoque (medicinal éste último, para la diarrea) Y del mismo modo comercia unos panecitos, como picones, que asegura traer de Michoacán, pero que probablemente adquiere en Poncitlán. A Celso lo ayudan dos hijas en su labor de tianguero; las muchachas más parlanchinas y risueñas que he conocido. Pueden platicar y vacilar largo rato con mi madre, no sin la mirada molesta y apurada de los demás compradores que esperan su turno para poder adquirir los sabrosos lácteos jamaytecos.

 

PARRILLA INFERIOR Y CAJÓN DE VERDURAS.

No existe diferencia entre los alimentos que habitan en la parrilla y en el cajón. Todo es verdura, salvo las bolsas de NutriLeche que ya tienen su lugar oficial entre los vegetales. La mayoría de ellos proviene de las lejanas y sureñas bodegas del Mercado de Abastos. La mamá de la casa prefiere trasladarse hasta las instalaciones de esa central comercial porque dice que en la colonia las verdulerías venden las mercancías a precios altos, de mala calidad y en forma precaria. En éste nivel inferior coexisten pacíficamente los jitomates con las zanahorias y los limones; los champiñones con las papas, y los tomates con las calabazas.

Cómo olvidar aquellas mañanas dominicales en que los progenitores nos levantaban temprano a mis hermanos y a mí para ir a hacer las compras al Abastos. Teníamos que madrugar porque si no, no encontrábamos estacionamiento. Y allá íbamos, todos desmañanados a ayudar a cargar las tradicionales canastas llenas de comestibles, obteniendo como recompensa alguna jugosa nectarina o una bolsa de galletas betunadas que se adquieren en la bodega de granos y especias denominada Maizoro.

En el cajón también se aprecian verduras del tianguis del miércoles. Probablemente a La Doña se le olvidó comprar algún ingrediente en el Mercado de Abastos y lo repone en el mercado ambulante de Puerto La Paz y Puerto Progreso. No obstante el origen del vegetal, su desenlace será el mismo: pasarán por el cuchillo, o el rayador, o el pelador; las menos afortunadas perecerán ante las aspas de la licuadora en compañía de desventurados condimentos. La condena final puede variar: ser alguna guarnición acompañante de un platillo, o bien sufrirán la metamorfosis a salsas, siendo machacadas en un molcajete, o vaciadas en tuppers, o hervidas en ollas de peltre.

 

PUERTA Y CONGELADOR

Al proceder a revisar la puerta del electrodoméstico de marras, el aquí firmante se percata de la presencia de varios botes con aderezos y salsas: cátsup, mostaza, aderezo césar, mil islas y de chipotle, conocidos éstos últimos como “chimichurri.” Nombre curioso. La primera vez que lo escuché mentar, ya en quinto de preparatoria, me desternillé de risa en la pizzería que se encontraba a un costado de Prepa 2. En casa siempre les dijimos a las cosas por su nombre, por eso el genérico “chimichurri” me pareció peculiar y por demás gracioso.

Continuando con la diligencia, se ven frascos de mermelada que no tienen mermelada, sino chile de aceite, ideal para las tostadas de carne, de jamón o de pata. Otra receta de la casa materna por demás picante y agresiva. De consistencia viscosa, la abuela lo usaba para acompañar el navideño pozole rojo que solía preparar. Aquello no se puede ingerir si no se tiene a la mano algo que pueda frenar el enchilamiento que provoca su consumo.

Por su parte, en el congelador superior del refrigerador, se encuentra carne hecha hielo, auténticas piedras que no se distinguen; lo mismo es un bistec que la carne molida. Habría que sacar a descongelar aquellos hielitos cárnicos a efecto de determinar de qué tipo de alimento se trata. Como aquella mañana en que mi hermano y yo salimos apurados a nuestros respectivos trabajos, olvidando sacar del frigorífico la carne. Por la tarde, cuando quisimos llegar a preparar la comida, sorpresa: no había carne. Procedimos entonces a descongelar en el microondas lo que creímos que sería carne para freír. Error. Se trataba de bistecs compactos de los cuales carecíamos de ingredientes para su preparación. Ese día mejor comimos pollo frito comprado mediante cálidas y cómodas aplicaciones telefónicas.

En el citado frigorífico también se encuentran las acostumbradas charolas y moldes para congelar agua y obtener hielitos. Hay cuadrados y unos largos, con forma de cilindro. Quién iba a imaginar que el hielo ocasionaría reyertas familiares porque se acaban y nadie tiene la decencia de poner a congelar más agua, sobre todo en los tiempos de calor. Por ello, también hay agua congelada en botes de yogur (para no variar) que genera grandes bloques de hielo que luego se vierten en el bote de cinco litros del cual la familia bebe durante la comida y su respectiva sobremesa.

Finalmente, en la cima externa de la nevera se aprecian distintas botellas de bebidas alcohólicas que están allí desde que el suscrito tiene memoria. En casa no se acostumbra beber, y probablemente fueron regalos de amistades o conocidos cercanos. Allí están, empolvándose a la espera de alguna graduación o fiesta en la que puedan ser ingeridas a manera de brindis, jamás de borrachera. Según recuerdo, en algún tiempo inclusive había botellas sin abrir de brandy Presidente, de la boda de mis padres, hace 25 años. Si aún viven esas reliquias, probablemente sea lo más añejado que he conocido.

Se anota para constancia que, durante la celebración de la actuación aquí practicada, un pitido constante y molesto estuvo sonando, avisando que la puerta del refri estuvo abierta en todo momento.

Siendo todo lo que se aprecia a simple vista y se hace constar, se da por terminada la presente diligencia, firmando para constancia quien aquí escribe, en presencia de testigos de asistencia (el guaje que cuelga de la ventana de un lado del electrodoméstico señalado y la máscara de tastoán sobre la mesa a un costado del mismo), previa lectura y ratificación de su contenido. DAMOS FE.