La siguiente es una historia de amor hacia una madre. Pero no la clásica madre, sino una masa madre. Cómo la ve, cómo la trata y lo que piensa de ella la autora, mientras busca hacer el mejor pan de su vida.
Lucy Barajas
Son las 7:30 am, fui a revisarla y estaba completamente dormida —como la mayor parte del tiempo— casi nunca se da cuenta de nada más que de ella misma y su hambre.
¿Hueles? Le pregunté. «Así huelen las madres», imaginé que me respondió.
Ayer me dormí pensando qué hacer con ella, porque si algo me queda claro es que ya está aquí, y para que sea posible una relación, es necesario el mutuo y sincero entendimiento. Pero nunca me hubiera imaginado lo compleja y demandante que se podía convertir esta madre; me pregunto qué pensaría Freud de la relación de «ella» con sus «hijos», porque según leí, alguna vez escribió: «La única relación que le aporta una satisfacción ilimitada a una madre es la que ésta establece con su hijo».
Pero mientras yo he sido testigo de las «bendiciones ilimitadas» que ha arrojado en los últimos días, me doy cuenta de que no todo lo que produce es perfecto. Es evidente que todos han heredado lo mejor y lo peor; o en otras palabras y con más cariño de madre: todos han salido distintos.
He visto cómo ha pasado las horas con cada uno de ellos, esforzándose: unos crecieron más, otros menos, otros se lastimaron y se agrietaron cuando crecían, otros se llenaron de hoyos logrando respirar mejor, otros nacieron con las ideas planas o apelmazadas mientras veían a los mejores hermanos cómo hacían gala de tremendos cachetotes blandos, nutridos y rozagantes de hasta un kilo; de otros, he sido testigo visual de cómo se han desmoronado o endurecido por dentro; todos sus hijos han estado al filo de las circunstancias y sus métricas, algunos les tocó la suerte de crecer con una madre a veces muy activa o a veces muy dormida. Si alcanzara a tomarles una foto familiar, —pero es complejo tenerlos a todos juntos— las diferencias serían notables.
Esta mañana al intentar despertarla de su sueño donde habita en un mundo perfecto, por más que le hablé no respondió, me quedó claro que sólo entiende si le doy algo a cambio: primero es ella.
Al abrir la boca para meterle sus dos grandes cucharadas de harina blanca y darle un trago de agua para que se la pase, tenía un aliento como a yogurt y semillas, su piel es pálida, lechosa y húmeda, en algunas partes ya se le notan bolas y burbujas, y si la miras bien, te das cuenta cómo puede envejecer muy rápido si la dejas en el olvido; a veces forma una capa gruesa y extraña que se agrieta y se seca fácilmente.
No es alguien de frío, es lentísima para ponerse activa y pierde elasticidad, es como si sus articulaciones se endurecieran, pero cuando a esta madre la traslado a un lugar cálido, le brota el alma de carnaval: se alborota tanto con el movimiento, que hasta eructos y gases de señora se le escapan, nunca le da pena, sabe su poder, sabe que todos los días hace una demostración de sus credenciales de madre, sabe que sus hijos son de una cepa de características propias y nunca se compararán con los del montón.
Esta mañana, después de darle de comer a esta masa madre sin nombre, sentí que me vio con desdén: lo comprobé cuando se tomó más de dos horas para despertar.
Hay muchos tipos de masa madre que dan hijos panes muy distintos, estoy segura de que la mía es de las más raras: cuando regresé —después de varias vueltas que di para ver si ya despertaba— la encontré tan desbordada de emociones complejas, que casi se me escapa de su frasco; son tantas bacterias que lleva dentro que cuando por fin se da el lujo de sacar toda su complicada y energética grandeza efervescente, se relaja y se vuelve a dormir. Bien dicen: “crea fama y échate a dormir”.
Tomé de ella 100 gramos, la tapé con su manta preferida y no la volví a molestar; le han nacido muchos hijos en dos meses.
Yo no sé nada de madres, no lo voy a saber, y ella creo que ya lo sabe. Existe una tradición en los pueblos donde nadie le negaba a nadie su masa madre: si te quedabas sin ella, pedías a otra casa. El pan no se le niega a nadie.
Dicen que los primeros orígenes de la masa madre se descubrieron por un pequeño olvido griego, por ahí del 3000 antes de Cristo; pensar que la mía podría vivir hasta que yo me muera y seguir viva, pensar que puedo tener dos o tres o cinco madres distintas, ¿Qué vendrán siendo todos sus hijos de mí? O peor aún: ¿Quién les dijo qué fue del padre?
Ya va a terminar el día y estoy vigilando a dos hijos nuevos: los pondré a dormir en lo fresco del refri para que lentamente fermenten su personalidad durante toda la noche.
Shhh… Su mamá ya se durmió. Yo soy la nana.