Mi primera reacción fue quitarme las “coquetas” que traía adornando mis orejas y agarrar mi cabello con un chongo, pues en los programas de MTV era lo primero que las mujeres hacían antes de una pelea

 

Paulina Torres

Foto: Matheus Farias on Unsplash

 

Sábado por la tarde, estaba en mis últimos detalles del make up, ese día era la fiesta de XV años de la única sobrina de una de mis mejores amigas.

 

—Y ¿cómo te vas a regresar?, preguntó mi mamá

—Me dijo María que me podía quedar a dormir en su casa

—Ay… pero es que allá está feo Paulina. ¿Si te da confianza andar en esos rumbos en la madrugada?

—Má, casi toda la cuadra es familia de María y han vivido muchos años allí, si ellas no tienen miedo yo tampoco tendría por qué.

—Bueno, dijo mi mamá, después de soltar un gran suspiro.

 

Entre carreras, brincos y dos tres gotitas de perfume, me dirigí al taxi que ya me estaba esperando.

 

Bye, má, nos vemos mañana

—Cuídate, no hagas confianza…

 

Y aunque no creo que mi mamá —por el simple hecho de ser eso: mi mamá— siempre tiene la razón, ya que a veces los prejuicios le ganen y la ciegan, sí acepto que muy seguido sus “corazonadas” suelen ser certeras; pareciera que aquel sexto sentido del que nos hablan desde pequeños cobra fuerza, y aunque sí, confiaba plenamente en mi amiga María, y en su mamá, en el fondo también sabía que me dirigía a una zona conocida por ser barrio. Y cuando digo barrio, es barrio: un lugar donde, entre muchas cosas, se distingue por usos y costumbres muy arraigadas de pandillas y bueno… mi experiencia en dicho tema era sólo “teórica”, y aunque me empeñé en negarlo, la desconfianza de mi madre sí logró tambalear un poco mi sentimiento de seguridad; sin embargo, cuando llegué al lugar y sentí el cariño con el que soy recibida en esa familia, todas aquellas inquietudes desaparecieron. Pensé: si mi mamá supiera lo mucho que me quieren no sentiría miedo.

 

Nos fuimos a la ceremonia religiosa, ahí pude a ver una pequeña parte de los invitados, porque como todo buen mexicano católico, pues nomás van a la fiesta. En fin. Justo en ese primer acercamiento pude observar que varios de los integrantes de la “otra familia” de la cumpleañera (o sea la que no era familia de mi amiga) portaban prendas que están ligadas con los estereotipos de las pandillas. Después, en medio de una charla con María, ella me confirmó que sí formaban parte de una; me asusté un poco, pero no quise mostrarlo. La serenidad y la naturaleza con la que ella me lo compartía me hacía volver a sentirme tranquila.

 

Se hizo la hora de ir al evento: en el camino me di cuenta de que nos dirigíamos a una zona con rasgos de mayor marginalidad que donde había sido la misa. En el camino, a doña Ana se le ocurrió soltarme un dato informativo que hubiera preferido no recibir:

 

—¡Nombre!, aquí ni la policía entra…

—¿A poco?, le respondí, tratando, nuevamente, de esconder mi inquietud.

 

Llegamos al lugar, a simple vista era una fiesta de XV años más: colores vibrantes decoraban todo, incluso parecía que la quinceañera había elegido el color de su amplio vestido con base en el salón de eventos. El ritual fue el mismo que el de los otros veinte eventos de XV años a los que he sido invitada, hubo lo típico: que la foto, que el baile con el papá, que el baile con el abuelo, que el baile con el padrino, que el baile sorpresa, que su aplauso, que su abrazo… todo iba normal, cada vez me relajaba más y olvidaba que estaba dentro de un barrio en el cual el gobierno se ha olvidado de aplicar la ley.

 

Eran cerca de la 1:30 de la mañana y, según mis cuentas, con base en las horas que suelen rentar los lugares la fiesta, estaba a punto de terminar. Fue entonces que me percaté que varias de las personas con las que íbamos empezaron a tener actitudes de tensión; no le tomé mucha importancia, hasta que miré a María y tenía esa mirada que le conocía muy bien: cuando algo le molesta o inquieta, de repente algo le pasa a sus ojos: se vuelven más oscuros y es imposible ignorarlos y al mismo tiempo empieza a carraspear y echarse el cabello para atrás, mientras que adopta una postura más recta, como queriendo hacerse ver fuerte. Me acerco entonces para preguntarle qué pasa.

 

—Le andan echando pleito a Naye, la esposa de mi primo

—¿Quién?

—La cuñada de mi hermana (o sea: las otras tías de la quinceañera)

—¡A chingá!, ¿por?

—Nomás, así son esas viejas

 

Ya no quise saber más y entonces volví a ser consciente de que estaba en medio de SU barrio, del de esas mujeres que querían pelear con alguien sin ninguna razón aparente, en el barrio donde nadie me conoce y a ellas sí. La preocupación regresó, de manera gradual, pero se sentía; quería calmarme y entonces comencé a buscar entre la gente a doña Ana, pensé: si ella está tranquila es porque esto no es grave. La encontré: estaba con su hija, la mamá de la quinceañera, parecía que algo le decía sobre aquel incidente de las cuñadas y la prima, y entonces me di cuenta de que, aunque no conocía bien los gestos de la señora como los que le conocía a María, era evidente que algo no estaba bien.

 

No me quedó de otra más que decirme a mí misma: pos ya vine, que pase lo que tenga que pasar… María se acercó para decirme que ya nos íbamos; en menos de un minuto yo tenía todas mis pertenencias y estaba lista para partir. La señora Ana hizo que los papás de la quinceañera se pusieran en la puerta de salida, pues según mi amiga aquellas personas (las cuñadas) estaban listas para “atacar”. Mi miedo aumentó, parecía que el pleito era en serio y lo más preocupante y absurdo es que no había una razón que cupiera en mi lógica para tal comportamiento.

 

Logramos salir del lugar, nos subimos cerca de ocho personas a la cajuela de una camioneta, arrancamos y creí que ya la habíamos librado, íbamos en una especie de caravana dos camionetas con más de diez individuos y tres motos, con dos personas cada una. Me sentía protegida, otra vez. Estábamos en camino, pero después de una cuadra nos volvimos a topar con “las cuñadas”. Las personas que iban conmigo dijeron: “no las miren”. Eso hicimos, pero un par, de las que iban en moto, no.

 

—Pinche Juan, exclamó una de las personas con las que compartía cajuela.

—No mames, no mames, para qué se paraba, dijo otro.

 

Volteé para ver qué estaba pasando, pero a los pocos segundos mi atención la ganó doña Ana, que salió de la cabina de una de las camionetas para ir a “calmar las aguas”, regresé mi mirada a María y pasaron unos segundos cuando gritó:

 

“¡Mi mamá, no mames, mi mamá!”, mientras se paraba y brincaba a todo lo que estuviera en su camino para dirigirse al tumulto.

 

Cuando seguí a mi amiga con la mirada ya había cerca de quince personas en medio del pleito, una de “las cuñadas” había empujado a la señora Ana y mi amiga había llegado a defenderla. María cayó de un jalón de pelo que le dieron, mientras que la tierra cubría aquella escena, de la que por primera vez me tocaba ser testigo en la vida real.

 

Mi primera reacción fue quitarme las “coquetas” que traía adornando mis orejas y agarrar mi cabello con un chongo, pues en los programas de MTV era lo primero que las mujeres hacían antes de una pelea física; pasó por mi cabeza bajarme y ayudarles, después recordé que mi única pelea real había sido cuando tenía ocho años y de la cual no salí victoriosa. Pensé que más que ayudar podía llegar a entorpecer todo aquello. Justo estaba en aquella disyuntiva cuando de repente la bola de personas y tierra se empezó a esparcir: alcancé a ver cómo varios de los que iban con nosotros corrían hacia las camionetas y motos.

 

Comencé a mirar a las calles de alrededor y de un momento a otro empezaron a salir personas que ni siquiera habían estado en la fiesta, la mayoría hombres, muchos de ellos traían objetos en las manos, parecían palos, piedras, botellas… todos corrían hacía nosotros, uno casi nos alcanza, pero el hombre que manejaba aceleró justo a tiempo y afortunadamente ninguna falla técnica nos empañó aquella huida, manejaron a madres unos cinco minutos, aumentando los peligros, ya que además de tener probabilidades de ser golpeados por la gente del otro barrio, también estaba la posibilidad de morir de un choque o caída de la cajuela en plena carretera, todos volteaban para atrás de vez en vez.

 

Afortunadamente salimos ilesos; después de unos minutos logré identificar la cuadra de la casa de María, todos los carros y motos se detuvieron en una esquina que sí era de su barrio, nos bajamos. Yo traté de no hacer ningún comentario, pero la cara de pánico era difícil de ocultar, y entonces escuché que una persona soltó una gran carcajada, incluso se dobló un poco y puso una de sus manos en el hombro de uno de sus amigos, mientras decía:

 

—Ay cabrón, estuvo cerca…

 

No sé si las risas eran de nervios o de verdad, lo que sí noté es que, aunque varias personas todavía se veían preocupadas, no lo estaban tanto como yo. La casa de María quedaba a dos cuadras de donde nos habíamos bajado, íbamos en camino, cuando doña Ana dijo con un tono de pena:

 

—¡Ay, mi Pau!, ¿te asustaste verdad?

 

Y aunque pensé en decir que no, mi lengua fue más rápida y soltó un:

 

—Sí, la verdad sí, nunca me había tocado algo así… pero no se preocupe señora, salimos ilesos es lo bueno…

 

Ya dentro de casa mi miedo seguía latente: se conocían, “las cuñadas” sabían dónde vivía mi amiga, pensé que tal vez vendrían a terminar el pleito que parecía tenían muchas ganas de concluir. Le externé a mi amiga aquél vago pensamiento.

 

—Nahh… ya no vienen, ahí la van a dejar. Así es esa gente, siempre se pelean con todos, el otro día mi hermana nos contó que se agarraron a chingadazos con una mujer que se le quedó viendo en la calle, están mal, pero es que se confían porque en su barrio nadie les hace nada, allí los protegen. No va a pasar nada, tú tranquila, ya duérmete.

 

Y lo hice: poco a poco concilié el sueño. Sin embargo, hasta la fecha sigo recordando aquel día como si hubiera sido ayer.