Esta crónica rescata un recuerdo, un episodio en la vida de la abuela del autor, sucedida el siglo pasado en las faldas del Volcán de Colima y reúne -aparte del episodio concreto que relata- muchos elementos que le vuelven entrañable. Es todo un viaje, vívido, real, mágico.
Efraín Amador
Lucía, mi abuela, tenía escasos cinco años la primera vez que caminó hasta las faldas del volcán de Colima. Decía que debió ocurrir hacia el mes de octubre, porque el árbol de arrayán que estaba en el patio de su casa ya comenzaba a tener frutos maduros. Recordaba que era de madrugada y aún tenía los ojos abiertos, casi no había dormido pensando cómo sería el volcán, cuando su mamá se acercó hasta el petate que compartía con el resto de sus hermanas y le dijo con una voz casi imperceptible que era hora de levantarse, le ayudó a vestirse y le hizo una trenza. Estaba a punto de salir, cuando su madre le puso una especie de abrigo que ella misma le había confeccionado, con la tela rescatada de los paños retirados que servían de tapiz en los muros de la hacienda. Al salir hacia el patio sintió un viento fresco sobre la cara, vio a su hermana Brígida sobre el metate moliendo el nixtamal, se reincorporó para lavarse las manos en el nejayote, mientras le ordenaba que buscara el canasto grande, el que habían comprado en el mercado de Tonila. Cuando nadie la veía, se despojó de los zapatos de tela, así evitaría que se maltrataran y los llevaría limpios a la doctrina, los escondió detrás del tronco que estaba acostado a un lado de la puerta de entrada de su casa, que usaban como banca para reunirse todas las tardes a contar historias de aparecidos, hasta que llegaba la noche.
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Recorrieron las seis calles que formaban el pueblo para iniciar el camino hasta el volcán, el motivo de la larga caminata que a buen paso les llevaría más de cuatro horas se debía a Catalina, tu abuela, que les había pedido que fueran hasta allá para recolectar salvia para hacer sus medicinas.
Tu abuela sabía curar con plantas, con masajes y con rezos, conocía del uso del caldo de armadillo, comprendía los efectos de una flor de toloache bajo la almohada, podía rezar la oración para curar a los niños grandes que se orinaban en la cama, sabía muchas cosas, había ayudado casi a todo el pueblo con sus medicinas, menos a la mujer que vivía debajo del puente, a ella nunca la pudo aliviar: la tristeza la enfermó. Dicen que recién casada la mujer del puente fue con su marido a Tecomán, estaban tan contentos en la playa que permanecieron hasta la noche, ella se salió porque empezó a tener frío, contemplaba la destreza de su esposo para nadar con la corriente que formaban las olas, de pronto vio algo similar a una sábana blanca envolviéndolo para llevarlo mar adentro, nunca encontraron su cuerpo. Ella estuvo extraviada por semanas, hasta que la encontraron vagando por la laguna de Carrizalillos y la llevaron de nuevo a San Marcos, la abuela la sobó, le daba infusiones con distintas hierbas, pero la mujer nunca pudo recobrar la cordura, porque no es fácil curar el dolor de corazón, te confesó un día la abuela.
Sentiste las diminutas gotas de rocío helado como si fueran ahuates incrustándose en tus pies, por eso decidiste dejar de caminar entre la hierba, optaste por la tierra en forma de surco a mitad del camino, que se acumulaba al paso de las carretas. Cuando escucharon el sonido lejano de las campanas dando la primera llamada a misa de las seis, el sendero se convirtió en la línea que partía en dos un cañaveral, de inmediato te imaginaste transitando un camino con una valla infinita formada por campamochas gigantes que hacían reverencias a su paso; el sembradío de cañas terminaba justo en el inicio de la pendiente, desde allí San Marcos te pareció como las casitas que ponían en el nacimiento.
Hacia el oriente aparecía como desdibujada una casa más grande pero perdida en la nada, la señalaste con tu dedo. Tu hermana te explicó que era la estación del tren que estaba en Villegas, a tus cinco años no habías visto aun el tren, pero sabías que estaba cerca porque a veces escuchabas el sonido de su silbato a la mitad de la noche, sonaba apesadumbrado, como el aullido de los coyotes. Con los años te enterarías de que tu abuelo se quedó a vivir en el pueblo después de haber trabajado en la instalación de las vías que hicieron posible que el tren llegara a Tuxpan y luego hasta Manzanillo. Allá en la estación de Villegas, en el año de 1908, tu abuelo vio pasar en una locomotora a Porfirio Díaz cuando inauguró la ruta ferroviaria Guadalajara-Manzanillo.
Detuviste la marcha por unos instantes para observar el chacuaco que ahora era solo un diminuto cigarro que alguien había arrojado al piso, siempre decías que cuando crecieras te gustaría trabajar allí, para comerte un costal de piloncillo. Te reprendió tu hermana aduciendo que cuanto más tardaras en caminar más tendrían que soportar las horas fuertes del sol. Reanudaron el camino, sin embargo, todas las observaciones que hacías de los lugares por donde iban pasando te permitieron conocer tan bien el camino que, dos años después, cuando estalló la guerra cristera y el pueblo era asolado por federales y cristeros, varias veces guiaste a tus hermanos menores hasta las barrancas del volcán para mantenerse a salvo.
Llegaron hasta las faldas del volcán, Brígida miró hacia el sol y dijo que ya iban a ser las diez; bebieron agua de un arroyo y del canasto que había cargado tu hermana, sacó unos tacos envueltos en una servilleta de tela que aún estaban tibios, comieron de prisa, para cumplir el encargo de la abuela: llenar el canasto con salvia. Nunca habías visto árboles tan altos, a pesar de la nitidez de la luz solar, la gran cantidad de pinos que en lo alto entreveraban sus ramas impedía ver el cielo. Escuchaste una gran cantidad de silbidos entrecortados, corriste tras de tu hermana, la tomaste de nuevo de la mano, ella te tranquilizó explicándote que de seguro se trataba de una bandada de pericos. Brígida te condujo hasta el borde de una cañada que parecía estar alfombrada por florescencias amarillas. Te pidió cortar las ramitas que tuvieran flor y que las fueras acomodando en un ramo para tenerlo en casa; tal vez te encargó esa tarea para mantenerte ocupada allí donde la barranca aun no era tan pronunciada, mientras ella descendía para buscar la salvia. La vegetación ocultó por completo a tu hermana, pero escuchabas su voz que te comentaba que las plantas que estabas cortando se llamaban árnica y servían para curar heridas. Cuando ya habías logrado recolectar un gran ramo te fuiste a sentar bajo un árbol de tronco muy grueso, seguías escuchando la voz de tu hermana a la que ya no le ponías atención.
Con una vara dibujaste en la tierra el contorno de las enormes raíces expuestas, luego notaste que la vara se hundía al pasar por un punto, te acercaste para descubrir un hueco debajo de una de las raíces, te pareció similar a las madrigueras de los cacomixtles, hurgaste primero con la vara y al introducir las manos descubriste un objeto: era un pequeño chiquihuite que contenía algo que no pudiste identificar, pero que luego señalaste como pequeños panes, galletas suaves o frutas insípidas, comiste una sin identificar su sabor, no te gustó su consistencia. Enseguida te recostaste y de inmediato comenzaste a escuchar el sonido de una música estruendosa, acompañada de una infinidad de murmullos que parecían brotar de la tierra; te incorporaste para ver el origen de la misteriosa melodía, de inmediato una gran multitud de niños diminutos aparecieron entre los arbustos hasta rodearte, cuando estuvieron cerca de ti notaste que tenían la cara arrugada y que cada uno portaba un instrumento musical, cubrían su pequeño cuerpo con una prenda de diversos colores parecida a los gabanes, giraban a tu alrededor y luego desaparecían, para después mostrarse en puntos dispersos a la vez que dialogaba entre ellos utilizando otro idioma.
Cuando regresó tu hermana con el canasto repleto de ramitas de salvia te encontró girando alrededor del árbol, tuvo necesidad de jalarte para que emprendieran el regreso. En el trayecto no mencionaste ninguna palabra y con frecuencia detenías tus pasos para llevar la mirada hacia el volcán.
Al llegar a tu casa vomitaste, no quisiste comer ni tomar agua, sin responder a ninguno de los cuestionamientos de tu madre caíste en un profundo sueño.
La siguiente mañana, cuando la abuela acudió para recoger la salvia, tu mamá le contó que estabas enferma, hasta ese momento pudiste articular palabras para contarles que habías jugado con muchos niños allá en el volcán, la abuela explicó que no eran niños, sino los duendes del volcán.
“Pienso que a esta niña ya le robaron el alma”, dijo la abuela mientras guardaba algunas cosas en su morral, te pintaron de negro la cara con el hollín del fogón para que los duendes a tu regreso no te reconocieran, de inmediato emprendieron de nuevo un viaje hasta el pie del árbol donde habías encontrado el chiquigüite; cuando llegaron hasta allá, tu abuela grito: “¡Lucía, regresa!, ¡Lucía, regresa!, ¡Lucía, regresa!”.
Cada vez que gritaba tu nombre azotaba el suelo con una vara de membrillo, después te pidió que les dejaras unas gorditas de horno en el mismo lugar donde habías encontrado el chiquihuite; por último, pasó por todo tu cuerpo una rama de Santa María que luego tiraron donde el camino formaba una cruz con la vereda que llevaba hacia la barranca de San Antonio.
Días después, cuando te comiste sola un plato repleto de arrayanes con chile y sal, supieron que estabas curada: ya habías recuperado tu alma.