Una pequeña estampa urbana se le revela al autor mientras espera el camión: la de unos niños, como hay cientos y cientos, que andan por la ciudad en búsqueda de ganarse unos pesos. Y así nos narra la anécdota.

 

 Jorge Macías Borrayo

 

Estaba esperando el camión, cubriéndome a la sombra de una pared; hacía mucho calor, llevaba gorra, lentes oscuros y cubre bocas. Sentí que me ahogaba y me lo bajé un poco. Se acercaron dos niños, uno de cuatro y otro de seis años aproximadamente, ambos llevaban mochilas, una era de Winnie The Pooh y la otra no la vi. El más grande llevaba una hielera y el chico una cubeta blanca pequeña, ambos traían gorras, camisas de manga larga y su respectivo cubre bocas. Para efectos de esta historia llamaré al grande Marcos y al pequeño Jorgito. De pronto Marcos dice:

—¿Quiere un bolis?

—No, gracias

—¿Qué camión espera?

—El 50. ¿Y ustedes?

—También ese. ¿Va a trabajar?

—No, voy al centro.

—Nosotros vamos a la clínica 180.

—Ah. ¿Ahí trabajan?

Después de contestar que sí, Marcos se agacha y recoge un bote de aluminio, le sacude la tierra y lo mete a la mochila de Jorgito, quien me mira y sonríe. Noto que le falta un diente de enfrente, me observa de arriba abajo y me dice: “qué bonitos tenis”, se agacha y los agarra con las dos manos como si me los quisiera quitar.

—¿Me los regala?

—No, cómo crees y luego, ¿cómo me voy sin tenis?

Se ríe de nuevo diciendo: “¡ándele!”. Nos reímos los tres. Me asomo a la calle para ver si viene el camión, porque la sombra se está recorriendo y comienza a calar el sol. Jorgito saca una bolsa con duraznos y uvas, mete la mano, saca una uva y otra cae rodando por el empedrado. Yo le pregunto a Marcos:

—¿Ese es su lonche?

—No, lo cambié con el de las frutas, le di dos bolis y el me dio eso.

Jorgito extiende su mano con una uva, ofreciéndomela. Yo me niego a aceptarla, pero él insiste y le digo:

—¿Cómo crees?, eso es para ustedes.

—¡Ándele!, agárrela.

Tome la fruta, que para mi sorpresa era un higo y muy dulce. Mientras me lo como, Marcos me pregunta:

—¿Dónde vive? Yo vivo por donde está la terminal de la ruta 183.

—Ah, qué casualidad yo también, unas cuadras arriba.

—Yo vivo para el otro lado, para abajo.

Mientras platicamos me vienen muchas dudas: ¿Cuántos años tienen?, ¿serán hermanos?, asumiendo que estudian ¿si irán a volver a clases?, ¿los bolis los hizo su mamá? ¿tendrán papá?, ¿por qué chingados andan en la calle?, ¿no se perderán?

Pero luego pensé: ¡al diablo!, los dejaré que me platiquen lo que quieran: somos vecinos, somos iguales, ¿por qué los voy a tratar como objeto de estudio?

Jorgito brinca por todos lados, viene un camión y de pronto me da miedo que lo atropellen, pero pensé: claro que sabe cuidarse, tal vez hasta mejor que yo. No pasó nada, se hizo a un lado y dijo:

—Ese no es el camión.

Voltea a verme, sonríe, y de pronto se lanza, me abraza de la cintura y me dice:

—Apapi.

Justo se iba acercando una señora a nuestra sombra y me dio pena, pensé: esta señora va a decir que por qué los tengo trabajando si son unos niños. Y Jorgito lo vuelve a hacer:

—Apapi.

Entonces le miro los ojos aun con mis lentes oscuros.

—Yo no tengo hijos.

Me suelta y se pone serio; me quito los lentes buscando su cara y le digo:

—¿Tú crees?, aún no tengo hijos.

Pero él no me hace caso; entonces, para salir de la situación pregunté a Marcos que seguía atento a los camiones que se acercaban:

—¿Cuánto cuestan los bolis?

—A 9 pesos.

—Dame uno, sirve que se lo llevo a mi mamá.

Me d un bolis de leche y lo guardo en la mochila mientras pasan un par de camiones y la señora se sube a uno de ellos; yo saco mi termo con café y sirvo un poquito en la tapa, le doy un sorbo y Jorgito de nuevo sonriendo dice:

—¡Ahí viene el camión, acábate tu café, corre, corre!

Marcos confirma que sí es la ruta que esperamos, tomo rápido mi café, guardo el termo y levanto la mano para que se pare el camión, este se detiene, abre la puerta y Marcos dice levantando su hielera:

—Chofer: ¿nos das chance?

—No, morro.

Jorgito le sonríe y le dice:

—¡Ándele!

—Nel, para la otra.

Entonces los niños se quitan de la puerta mientras me acomodo el cubre bocas. Me subí, pagué y desde arriba miré a Jorgito, que me decía agitando su mano:

—¡Adiós, adiós!

Yo le respondo sonriendo, sacando la mano por la ventanilla y gritando.

—¡Adiós, adiós!

Mientras me sentaba pensé: es la primera vez que me dicen papá, sentí bonito: y yo negándolo. ¡Ay, qué pendejo soy!