Son ya más de treinta años los que tiene el tianguis de Ciudad Granja de surtir a toda la zona, cada semana. La autora, que ha atestiguado al menos los últimos quince años, nos narra uno de sus cotidianos recorridos; hoy, en tiempos de pandemia las cosas no han cambiado mucho.

 

Marcela Sánchez Orth (MaSO)

 

Son 53 pasos desde la puerta de mi casa para encontrarme en sus entrañas. Su presencia inicia a las cinco de la mañana, con el toque desentonado de fierros que caen y gritos de hombres que piden. Después viene la música: desde cumbia hasta corridos (en ocasiones hay marimba o banda), acompañada de los llamados a participar, a visitar: “pásele, pásele… es fresco, del día”.

Por las trocas estacionada frente a la casa reconozco si llegó el muchacho de los quesos, el de la fruta, la bisutería o el que vende al mayoreo los jabones, que hoy no vino. La calle Circunvalación poniente, ente Fresnos y Paraíso, ha tenido la visita de este tianguis ya por 30 años, de los cuales yo he estado en los últimos 15.

Un día con poco tiempo voy y vengo en 35 minutos, pero mis prisas no cambian su sabor: “¿Me pesa? Bueno a mí no, porque estoy peleada con la báscula”, comenta una clienta; “el Uber, el Uber ya llego su Uber”, grita entre la gente un muchacho de tez morena, delgado como el hambre y facciones ancestrales, que vende su servicio de cargador.

Salgo de casa bien armada: tóper para el queso, bolsas ecológicas para verdura y fruta, bolsas de asas para cargar y una lista que nunca cumplo en su totalidad, porque siempre se me cuela algún gusto o un color que conquista mi mirada.

“Buenos días, señora Marce”, me saluda Vero con familiaridad en un puesto de las frutas y una que otra verdura. Cómo han estado ahora las terapias Vero, le pregunto, ya que nunca falta la anécdota divertida de otras clientas o la queja de sus hijos. “Mal, ya ve, con esto que pasa no las dejan salir”, Reímos.

“Buenos días, Tomás”, saludo en el puesto de verduras a quien desde el año pasado invité a iniciar un negocio de venta de bolsas ecológicas para verduras y frutas.

—¿Cómo ha estado Señora?, me pregunta mientras atiende a alguien.

—Bien, aquí sin novedad.

—Ya no me han pedido bolsas.

—No te preocupes Tomás, yo te dije que era un negocio de oportunidad.

—¿Ya no va a hacer tapabocas?

—No, esos son mucho trabajo y hay que darlos muy baratos.

—Sí, además ya todo mundo hace.

—Con lo de las bolsas sigo, si se te ofrece, ya las vi en Chedraui: una bolsa a cincuenta pesos.

—Sí señora, usted las estaba dando baratas.

—Bueno, pues ya le voy a subir.

“Cuántos quesos este día, ¿le sumo la cajeta y la crema?”, me bromea Daniel al verme, y junto está su primo, que se nota a leguas que va al gimnasio. Hoy vengo por poquito, le digo, y surto mi pedido.

Sí es común que aquí el ojo me gane: tiene en su mesa ricos picones, pan de nata, bolitas de nuez, chorizo verde, cajeta –como la hacía mi mamá– y sopecitos. Junto están las charolas del pan, virote, bola dulce, bolillo, pero hoy no llevo, sólo saludo al del puesto.

Estos son los puestos que siempre visito en la esquina de Paraíso, si llevo prisa no regreso a casa recorriendo el pasillo del tianguis, sino que me salgo y cruzo a la otra banqueta para llegar sin distracciones. Pero hoy doy un segundo recorrido en sentido contrario a lo habitual.

Aquí se escuchan estallidos de choque de hielos y ríos de agua “tejuina”, con golpes de metal en el recipiente de nieve. “¿Qué le sirvo joven? ¿Usted cuántos? ¿Con todo o sencillo?” A un lado el machete da un silbido, golpe firme seguido de otro para poder dar paso al líquido transparente y la carne suave de un corazón abierto.

El paso de las personas ha dejado ya su huella, los puestos ya muestran sus fondos azules o de madera en las mesas, los productos ya escasean y las voces no han callado, la invitación continúa: “pase, lleve” y un atrevido dice “cómpreme”; algunos toldos me peinan el fleco o hacen que dé reverencias al pasar, vencidos por las horas o por el sol que no ha dejado de brillar.

Luz y sombra se entrelazan en este camino y un pequeñín se topa conmigo, con sus ojos grandes y su boli flácido sigue distraído a su mami. Me detengo, pregunto por un tapabocas de plata que regala luces al transeúnte. “Treinta pesos, vea sin compromiso”, hay camuflados, multicolores, de tigres y con sonrisas; la variedad es gloriosa.

Termino mi recorrido donde empecé y caigo en la tentación: “una cajeta, por favor”. Al regresar por la banqueta veo a una señora: sombrero con cinta rosada, carrito de lona color azul, pantalón pesquero y blusa blanca ligera, sumergirse entre los coches estacionados para desaparecer y entrar en el pasillo de voces y vida que yo voy dejando.