El autor de la presente crónica estuvo el viernes en la frustrada manifestación, en los alrededores de la Fiscalía del Estado. Es el testimonio de un medallista paralímpico e historiador, que aunque no pasó lo que muchos jóvenes, desde su silla de ruedas nunca dejó de sentir miedo ante lo que observaba.

 

 Orígenes Humberto Romero Porras

 

Muchas horas después, frente a ese pelotón de fusilamiento que es el agua de jamaica, me cuestioné lo sucedido en la calle 14.

El movimiento comenzó con diez minutos de retraso. El sol ardiente y la incertidumbre sofocaban el aire. Había más prensa que gente, creí que la convocatoria fracasaba. Los periodistas aguardaban a la multitud. Eran once los antimotines apostados frente a nosotros, cuidando el paso de la calle.

—Ayer agarró mi celular uno, yo tenía abierto mi WhatsApp, y estaba revisando mis mensajes.

—Se tiene que divulgar eso, porque sí le pega a Alfaro.

Circulaba una tanqueta negra de la policía estatal, tal vez eran dos. “Por si se pone violenta la cosa, jajaja…”, decía un manifestante a su colega. Una chica anunció por el altavoz: “¡han detenido compañeros!”.

De una pick-up Ford bajaron dos hombres con vestimenta casual, a uno le brillaba la placa en el pantalón de mezclilla. A un gasero se le ponchó una llanta delantera en plena manifestación, le perdí la pista, pero lo apunto porque así aterricé en la realidad.

 

Primer momento de terror

Pancartas y silencio. Dieciséis policías con escudos y cascos, y silencio. Se rompió un cordón amarillo y me pasé, quedé frente a cuatro de los elementos.

Una mujer se acerca en son de paz:

—Venimos aquí a platicar con ustedes, no vamos a volver a hacer algún desmán, queremos saber qué va a pasar con nuestros muchachos.

Vi, de frente, un grupo de “civiles” con chalecos antibalas. Brincaron dos de la camioneta, el primero traía un bate metálico de color negro con un estampado en rojo y amarillo, el segundo llevaba un palo de madera. Se llevaron a alguien. Una mujer desesperada gritó: “¡policía!”, acudiendo no sé a qué santo. La tanqueta de la unidad estatal escoltó al comando en la primera de las dos rondas en las que los vi pasar.

Me moví, como todos, aterrado a la acera de enfrente. Dos jóvenes me ofrecieron un aventón “al centro”, pero me negué. El afán investigativo me ganó.

“¿Sabes qué? Diles que no vengan”, había dicho uno. Las calles 14, 13, 10, 16 estaban ocupadas por la policía.

Nos reagrupamos todos, el afán de esperanza nos unió. Una joven, que tal vez se subió al auto blanco que estaba atravesado, tomó la iniciativa:

—Banda que está queriendo llegar los están levantando, ustedes también son pueblo, nosotros no somos infiltrados y nos reciben a palos.

Resultó increíble: dialogaban con los policías para dejar pasar al resto de los manifestantes.

“Van a ir por el papá de Isaí Luna”, decía alguien con sed de justicia. Ya veía casi treinta policías.

De repente otro anuncio: “Noé y Andoni no se encuentran”. En el restaurante de al lado, un bebito juega su hermanito mayor, el mundo atrás de la ventana era distinto.

—¡Presos políticos: libertad! ¡Libertad, libertad a los presos por luchar!

 

En este momento cincuenta personas exigieron la liberación de presos, que deje de haber un gobierno fascista y justicia para Giovanni.

 

Segundo momento de terror

“Pásate por acá hermano”, me dijo un policía. Me dio miedo.

En la esquina se quedó la camioneta de los tipos vestidos de civil, armados con palos y un bate. Sentí coraje y regresé.

—¿Vas a pasar? — me dijo.

—No— respondí.

—Nada más nos está cucando— dijo otro.

—¿Te puedo revisar la mochila? — pregunta el último- Ya ves cómo es la raza.

—Pero soy discapacitado

—Sí, pero por precaución.

—Oiga, ¿puedo preguntar por qué traen palos?

—Porque los madrazos también nos duelen

—Yo no vengo armado

Sentí miedo de los ministeriales otra vez. Un empleado del 7-Eleven llegó a vendernos aguas. Él sí se pudo acercar a la policía. El capitalismo fue representado perfectamente en un apóstol cubierto de verde como el dólar.

—“¡No se callen!”, pide una chica a los policías. “Si a ustedes los obligan a trabajar para el narco”.

Nos movimos a la avenida Ocho de julio porque ya estábamos rodeados.

“¡Que se armen los vergazos!”, dijeron cuatro chicos en bicicleta; dos de ellos no llevaban camisa. Se fueron rodando por Calle 14. Volvieron los supuestos golpeadores, que en realidad eran adolescentes. Los juzgué mal y la culpa me la tomé horas después con agua de Jamaica.

“Los policías no son trabajadores, son el brazo armado de los explotadores”, cantaba el contingente. Yo me asusté al distinguir sospechosos cables en la cangurera de un sujeto; en momentos como esos uno le teme a su propia sombra.

Los reporteros anunciaban que cien personas integraban la manifestación, plantada en Calle 3 y avenida Ocho de julio. Un hombre de avanzada edad, de espalda encorvada y aguacates en bolsa, lideró desde atrás un grito de libertad. “Los medios atrás”, pedían las jóvenes.

“Vámonos a la verga” -dijo el de Tráfico ZMG. “Es mi chamba”.

—Sí, entiendo— responde su interlocutor.

—Ya nos amenazaron unos.

“Vamos a Casa Jalisco”, dijo un sujeto de mediana edad y bicicleta, que pretendía rodear la Fiscalía del Estado. Seguimos la marcha por el pavimento de la avenida hasta llegar a la estación Urdaneta del tren. La organización sugirió que nos parásemos en la vía y bloquear el resto de la calle con bicicletas.

Ante la oposición de usuarios de tren, algunos manifestantes recitaron: “A ti que estás mirando, a ti también te están chingando”. Casi lloré cuando vi a un niño acompañando a su padre: “Alfaro le roba dinero al pobre”, decía la pancarta que sostenía el pequeñito. A unos metros de ahí, dos jóvenes hicieron cuatro grafitis a la barda y el vidrio de la estación Urdaneta: dos decían “fuck the pólice”, las otras dos eran un símbolo anarquista y “fuck the system”.

Después de diez o quince minutos de obstruir las vías del tren ligero encaminamos el rumbo hacia el cruce de Colón con Lázaro Cárdenas. Un grupo de reventadores fue expulsado. Comenzó la peregrinación, los automovilistas nos miraban desde el otro lado de la avenida con gran desconcierto. El sol fue inclemente conmigo.

“¡Emergencia, llevan a un enfermo, déjenlos pasar!”, alertó un muchacho. Era una camioneta de modelo viejo, llevaba en el asiento del copiloto a un anciano de piel blanca, cuya cabeza caída al costado denotaba su sufrimiento. Me sentí contento por ese gesto de los compañeros.

Llegamos a nuestro destino, cerca estaba un Burger King al que intenté ingresar a cargar mi celular; los empleados habían cerrado las puertas con dos sillones. Nos estaban mirando. Presenciaron el cierre del paso de las dos avenidas. Las bocinas de los autos aturdían. Entonces vino la toma de decisiones y el choque entre dos generaciones.

Un hombre de unos cuarenta años pidió dejar libre la circulación y seguir el camino; una jovencita respondió que era su derecho estar en ese lugar. Otra chica secundó al señor, pero al final se acordó permanecer en el sitio, debido al carácter gregario de la movilización. Un muchacho solidario me prestó su pila externa para cargar mi celular; así pude leer los mensajes que me enviaba la gente que me había visto en televisión.

Uno de esos mensajes fue la mano salvadora que me recogió en el cruce de Lázaro Cárdenas y Colón, cuando ya pasaban de las nueve de la noche y me sentía inseguro de continuar con los manifestantes. Al llegar a casa bebí el agua de jamaica desesperado, como para digerir lo que había ocurrido.