El autor de la presente historia nos comparte un recuerdo vivido en carne propia en la década de los setenta, aquí en Guadalajara. Lo que vivimos el viernes pasado nos hace recordar justo los tiempos más negros de la policía: cuando sin motivo alguno eras “levantado” por el simple hecho de ser joven.

Este recuerdo intenta, en parte, conjurar esas épocas que por ningún motivo deben volver a repetirse.

 

Miguel Mariscal

 

El día que caí en los separos de la policía fue una noche de sábado. Antes, a los detenidos se los llevaban allá por la Calzada Independencia, cerca de la fuente Olímpica: ahí estaba “la procu”. Pensarán que fue por robo a mano armada, por asesinato o por algún otro delito: pues no, ninguna de esas razones. La causa fue por estar esa noche con mi amigo Daniel, en la esquina de la casa, con mi grabadora escuchando música. En esa época la música disco estaba de moda, yo apenas rebasaba los 15 años y mi amigo los 17.

 

Había en la década de los setenta mucha inquietud juvenil. Fue una época marcada por la violencia estudiantil que también se veía reflejada en algunos barrios de Guadalajara. Los alborotos estudiantiles, tanto de la FEG como de la FER, los desmadres de la Liga 23 de Septiembre, los suyos propios de la banda de Los Vikingos, en San Andrés, etcétera. La cicatriz de los acontecimientos quedaba todavía abierta o se estaba cerrando, no sé cuál de las dos. O las dos. Pero lo que sí sé es que, a finales de la década, las razias en los barrios todavía era una actividad cotidiana por parte de la policía secreta de Guadalajara, o de la policía judicial.

 

Pues nos tocó perder. Quitados de la pena nos sentamos en la esquina de una tortillería a escuchar nuestra grabadora. En ese entonces las comunes eran marca Sanyo, Sony, o Panasonic. De pronto, un carro blanco sin placas se nos emparejó, los tripulantes hicieron una señal (intuíamos que había otros automóviles detrás de ellos, aunque no los veíamos), cuando de pronto se nos vinieron a tropel: en un segundo ya teníamos en derredor unos quince agentes encima de nosotros.

 

“¡Arriba hijos de su puta madre, pinches vagos!”.

 

Con esa cortesía, característica de ellos, nos aventaron a una camioneta como trapos viejos, cayendo encima de otros que ya habían levantado cuadras atrás.

 

Nos metieron en una camioneta conocida como la “Bimbo”, ya que eran muy parecidas a esas en las que hace su entrega dicho pan. Sólo podíamos observar por una rendijita. Afortunadamente pude ver que mi hermano se enteró de lo sucedido.

 

De los males el menor. Como pude me enderecé, busqué a Daniel y me puse a su lado, alguien de los detenidos me reconoció: tú eres hijo de Alfredo –me dijo– yo, con cierta desconfianza, asentí. Era Jaime, le apodaban el “Diablo”, a él lo agarraron unas cuadras antes que a nosotros; bueno, pensé que por lo menos no estaba solo y como dicen: mal de muchos, consuelo de tontos. La caravana a su paso hacia la Procuraduría iba recogiendo cristianos, nomás veían un grupo reunido en las calles y para arriba sin ton ni son.

 

Al llegar nos bajaron. Recuerdo que un policía comentó que yo estaba muy chico —la verdad lo estaba—, pero otro uniformado dijo:

 

“¡Ni madres, pásalo!”.

 

Yo seguía sin despegarme de mis amigos. Nos subieron a un corralón, para tomarnos nuestros datos, nos ordenaron subir rápido y con los brazos en alto. No sé por qué yo los bajé: la imprudencia me costó un patadón en las nalgas por desobedecer. Hicieron dos filas: una para los que ya contaban con ficha y otra para los que no. Como no estoy fichado quizá me dejen salir ahorita, pensé… Nada, para adentro a la celda.

 

Era inaudito que no te dieran opción de comunicarte, que no tuvieras mínimo acceso a una llamada por teléfono. Todo era violencia, las mentadas de madres era lo de menos. Me tocó ver a un joven que trataba de explicarles que no le dieron chance de cerrar su coche y de respuesta recibió tremenda bofetada. A mí me robaron una cadenita de oro que me habían regalado. Todas nuestras pertenencias las depositamos en una mesa, todo sin excepción. No éramos delincuentes, nuestra única culpa fue estar en la calle.

 

Revueltos con una veintena de detenidos, unos que llegaron conmigo y otros que ya estaban ahí, en una celda quizá de tres por tres metros, de un concreto frío y gris, con una luz pesada, con olores nauseabundos que irritaban al más aguantador; con el griterío de los guardados que, entre mentadas, bromas y peleas hacían su distracción y con los nefastos oficiales que cada hora pasaban a nombrar lista con la intención de no dejarnos dormir; así se pasaron las horas. Como diría el mayor novelista de habla hispana: “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”.

 

A la mañana siguiente me llamaron junto con mi amigo. Mi padre había llegado por nosotros, una vez pagada la multa de nuestro delito. El mismo esbirro que nos pateó y mentó la madre fue el que nos entregó,  no sin antes darnos unos paternales consejos, actuando como el mejor protector del mundo. Me quedé como Jorge Martínez de Hoyos en la película Cien gritos de terror. Al final (como él) volteé hacia atrás y no supe la diferencia entre las pesadillas y la realidad.

 

Lo que vivimos hace unos días en nuestra ciudad me recordó justo aquellas épocas. ¿Alguien ve la diferencia?