Imagen de Viviana Pantoja.

“Me voy muy lejos a un futuro probable, me abstraigo a una vida paralela o remuevo las cenizas de lo acontecido. El presente es mi mayor enemigo, ese quien, si no existiera el tiempo, mis pensamientos lo agarrarían entre todos”.

 

NoHilda

 

En mi cuarto, unos minutos antes de salir, me vi los tenis: traía los rotos; la lógica para usar mis zapatos depende de mi economía, en este momento no tengo tantos pares, y como mis ingresos no son tan buenos gracias al Covid, no podré comprarme unos nuevos muy pronto, así que me quedé con los rotos. “Pareceré pordiosera”, pensé al momento de bajar las escaleras. Tengo una teoría: si las acciones son más rápidas que el pensamiento, la influencia de este disminuye, por lo tanto, si actúo más rápido de lo que pienso, mis pensamientos irracionales se verán afectados notoriamente.

 

Mis hijos me esperaban afuera, bajé las escaleras de manera que ponía en riesgo el buen estado de mis huesos y cerré la puerta casi con la estela que dejé, ya era demasiado tarde para un arrepentimiento; el arrepentimiento siempre llega tarde. No me cambié los tenis y me arriesgué a ser juzgada como la peor vestida de Tonalá, al fin que en la papelería no habría policía de la moda. Al menos eso creía.

 

En la calle en que vivimos no hay pavimento, ni en las que están a su alrededor. Ir a la papelería es lo más cerca que tenemos de una salida para despejar la mente. Mis hijos se fueron en bici, lo que en ese momento me parecía buena idea para que hicieran ejercicio e ir más rápido. Llevaba mi mochila de siempre: tiene tres compartimentos, dos de ellos con cierre; el otro solo tiene un cuadrado de velcro que ya no pega, ahí guardo mi celular. Todos llevábamos los cubrebocas al cuello, listos para subirlos hasta la nariz en cuanto entráramos “a la civilización”. Mis hijos, como siempre, ligeros, aparentemente sin miedos y mis pasos, como últimamente, más cansados de tanto huir de los pensamientos, quizá por eso se me rompan más fácilmente los tenis.

 

Antes de llegar a nuestro destino de bolígrafos y marcatextos, hay un parque que imanta a niños, pelotas, frescura y gritos. Cruzamos rápido, casi sin ver, para poder disfrutar plenamente de todo aquello cuando viniéramos de regreso. Hay que cruzar una avenida y eso, con dos hijos en bicicleta, es como cruzar una jungla: hay que cuidarse de lo que uno provoca y de lo que provoquen los animales; ya no parecía tan buena idea andar con bicicletas. Detrás de mí hubo un choque: mi espalda y mis pensamientos se impactaron al imaginar las probabilidades de accidentarnos, un aturdimiento me llegó de golpe a la cabeza al enfrentarme a esa imagen de huesos rotos o sangre humectando el pavimento.  Un Camaro rojo estaba estacionado justo delante de mi reciente aturdimiento, yo iba con la mirada baja y el conductor salió estirándose sin fijarse más que en su comodidad. Rozó mi cabello con sus brazos, él traía sandalias. ¿Quién lleva sandalias a esta hora?, dijeron aquellos pensamientos que querían prohibirme salir con mis tenis rotos. Sandalio, que así lo nombraré, también tenía un hijo: un niño de aproximadamente tres años con un peluche de Minion mal hecho, que mientras esperaba a su papá se entretenía viendo una caja de sandías asoleadas y abrazaba su peluche como extrañando a alguien.

 

Tomé a mi hija por el manubrio, esquivé al niño cuidando de no golpearlo y seguimos caminando. “Por favor, use cubrebocas” dice el letrero con caligrafía perfecta justo a la entrada de la papelería, me aseguré de traerlo puesto atendiendo a este nuevo tic urbano. La papelería ubicada en medio de una serie de locales de comida (el negocio que está a la izquierda es una paletería y a la derecha de un restaurante de sushi, ambos solo para llevar) parece resaltar ahí como un colorido fruto en medio de un árbol, su ramo no alimenta al estómago, pero sí a la creatividad. Hay de todo: marcadores Stabilo, engrapadoras Mae, sobres de plástico con broche, impresiones a bajo precio, lecciones de vida, y por supuesto, todo me lo llevé. Cuando entré, el dueño atendía a dos hombres que no sé bien decir si tenían sobrepeso o los músculos mal acomodados, ambos usaban gorras que seguramente disimulaban una calvicie prematura y argumentaban que todos los archivos estaban en una usb que no se dejaba abrir, así que me atendió el hijo de los dueños: un joven delgado y distraído. Para las impresiones hay que mandar los archivos vía Whatsapp al número de la dueña, yo lo había hecho desde la mañana, así que, en teoría, no tendría problemas. Pero muchas de mis teorías no siempre aciertan y tuve que prestar mi celular al joven para que lo vinculara a la impresora. Mientras, yo estaba como niña en juguetería admirando la variedad de tipos de plumas azules, las agendas, las flautas y las lupas de todos los tamaños; de fondo, la discusión por los documentos en la usb seguía sin cambios. El muchacho me regresó mi celular y automáticamente, sin mirar, lo puse en la bolsa frontal de mi mochila. Eran varias impresiones las que había mandado. Había otra empleada que, con galletas en mano, atendía a las personas que llegaban después de mí, se levantaba el cubrebocas para desaparecer una galleta o sacar los labios estirados para tomar agua de horchata, o a riesgo de equivocarme, leche para remojar el bocado.

 

Llegó otra señora: quería impresiones y al parecer ella había mandado un mensaje antes que yo, así que la muchacha decidió no atenderla y el muchacho se hizo cargo. Solo tienen dos impresoras. El joven atendió a la otra señora mientras yo estaba parada, invisible, como un ente que nadie nota; bueno, casi nadie.  Los musculosos de gorra se cambiaron de impresora y en ese momento ya estaban a mi izquierda, la señora de las impresiones tempranas a la derecha, cerca de las agendas, las lupas y las flautas; el calor estaba por todos lados.

 

Unos sudorosos minutos después la señora pagó y se fue. Llegó un hombre buscando lupas. “Claro, están ahí arriba”, contestaron mis pensamientos al mismo tiempo que la empleada con la boca llena de galletas. “Dame una mediana” dijo el hombre, ignorando la discusión de los musculosos. La chica le cobró 17 pesos y sentí un jalón en mi mochila. Volteé inmediatamente y el hombre traía mi celular en la mano. “Perdón, pensé que era el mío” y se metió la mano a su bolsa del pantalón queriendo explicar su fallida maniobra. A veces corro de mis pensamientos y, claro, ellos tardan en alcanzarme. En ese momento solo funcionaron mis ojos: hombre, manos, celular fuera de mi mochila. Mi boca sabía que tenía que decir algo y dijo lo más inapropiado en ese momento: “Está bien, gracias”. Hombre, manos, cubreboca, lupa, sandalias. “¿Algo más?”, me dijo el hijo de los dueños y yo le pedí que me mostrara las engrapadoras. ¡Era Sandalio!, por fin me alcanzaron mis pensamientos. Volteé hacia atrás: al parecer él sí me había notado y sin necesidad de su lupa había visto con detalle mis pertenencias. Revisé con detenimiento los ojos y los cubrebocas de todos los presentes que esperaban ser atendidos, pero ninguno era Sandalio, sus veloces pies habían volado sobre la ligera goma de sus chanclas. “¿Con grapas o sin grapas?”, me presionó el joven también acalorado tras su cubrebocas.

 

No sé reaccionar sin violencia. O hacía un escándalo ahí dentro o mejor pedía una engrapadora con grapas. “La de 65 pesos y el paquete de grapas”. Guardé mi celular en otro compartimiento y cambié mi mochila a mi lado izquierdo. Al parecer la usb era equivocada y uno de los musculosos había ido por otra. Solo quedaba uno de ellos, el que se hizo hacia atrás y con su cinturón jaloneó —por segunda vez— mi mochila. Inmediatamente la tomé entre las manos y él, por el movimiento provocado, me revisó de arriba a abajo como si no fuéramos igual de altos.

 

—Perdón es que el hombre que estaba a un lado me quiso robar el celular y ya estoy asustada— dijo mi boca, de nuevo, queriendo protagonizar.

—¿Quién? ¿El que estaba aquí? ¿No es ese? —, preguntó levantando las cejas hacia un lado, pero sin mover la cabeza. Me di cuenta de que él no llevaba cubrebocas; entendí perfectamente sus gestos sin necesidad de mirarlo fijamente.

—No, ya se fue. Traía sandalias— En esos momentos de verdad deseaba ser muda, seguramente en cualquier segundo diría otra tontería.

—¡Eh! ¡Juancho!: un 399 ahorita con la señora. ¿No está ahí afuera? —, se volvió hacia mí en tono de reclamo.

—No, ya me asomé. Ya se fue.

—Nos hubiera dicho y ahorita lo agarrábamos, aunque no le hubiera quitado su celular, pero para que no vaya a robar a más gente. ¡Juancho!, Vocéalo a la 722 para que estén alertas por esta zona. ¿Cómo era?

—Traía un cubrebocas azul cielo, como el mío… y playera a rayas.

—Ahorita avisamos, los ratas andan nomás viendo. Pero nos hubiera dicho y aquí entre todos lo agarramos.

—Es que me quedé en shock— dijo rápidamente mi boca, aunque quería decir que el hombre se llevó una lupa mediana y que afuera lo esperaba su hijo, que yo venía huyendo de mis pensamientos, que esa avenida es muy peligrosa, que hacía mucho calor, que yo había llegado primero antes que la otra señora, que extraño ir por los lugares conocidos de mi antigua casa, que ya quería llegar al parque, que mis hijos también me estaban esperando afuera porque no dejan entrar a más de una persona y que me sentía culpable por todo lo que había pasado y lo que podría pasar hasta ese momento.

—Así pasa, pero es mejor decir las cosas para actuar rápido y agarrarlo en flagrancia.

Ajá. Sí. Buen sermón del policía obeso sin cubrebocas, pensé.

 

Aunque no hay muchos árboles en el parque, su ausencia se equilibra con arbustos y plantas. Un vecino agujereó una botella de plástico de Sidral Aga, le conectó una manguera y usa aquello de aspersor para regar el pasto. Gracias a eso el verde predomina también por lo bajo. Dos niñas se columpiaban mientras sus carcajadas se mezclaban con los chirridos de las cadenas oxidadas, una madre con ropa de gimnasio pateaba de forma horrible el balón hacia su hijo pequeño, un señor se agachaba como en cámara lenta para soltarle la correa a su schnauzer, que parecía igual de viejo que él. “Es que, ma, me hubieras dicho”, dijo mi hijo frustrado ante la mirada de impresión de mi hija. El viento parecía llevarse su enojo —“Traes la navaja en la mochila y de nada te sirve si no reaccionas” — y luego devolverlo. Yo sonreía delante de él para no llorar. “Además tenías a los policías a un lado”, dijo viendo a los columpios. Yo me sobé el cuello e hice unas bromas para aparentar fortaleza hasta que nos llegó la brisa del aspersor de Sidral y se nos refrescaron los ánimos. Mis hijos tomaron sus bicicletas y dijeron que irían a dar una vuelta, creyendo ingenuamente que yo no sabía que irían en busca de quien trajera sandalias. Saltaron a la vista, como las hebras del pasto, mil formas para haber reaccionado en ese pasado tan cercano, pero en el presente, algo parece ocultarlas. Sentada ahí como una flor, con toda mi vulnerabilidad expuesta, pensé en los puntos ciegos y que quizá el mío sea el presente, la flagrancia. Nunca sé qué hacer en el presente. Me voy muy lejos a un futuro probable, me abstraigo a una vida paralela o remuevo las cenizas de lo acontecido. El presente es mi mayor enemigo, ese quien, si no existiera el tiempo, mis pensamientos lo agarrarían entre todos.

 

A mi lado había una corona de cristo, esa planta que, de casa en casa, en nuestro antiguo rumbo, solíamos contar de camino a la papelería grande. Recordé brevemente esos días, pero asocié con más fuerza su simbolismo. Me llegó a la mente la imagen de Jesús crucificado, que sin saber por quién estaba rodeado, tenía a sus costados dos ladrones: uno bueno y uno malo. Me reí internamente, creo. Miré hacia mis pies observando el hoyo de mis tenis, no quería seguir pensando en eso, pues sé que sobrepensar en lo que puede pasar es precisamente lo que me llevó a huir de mis pensamientos, y luego, a abrumarme por todo lo que dejé acumulado. Saqué del sobre de plástico mis hojas impresas y me puse a leer. A esas alturas del día, de la pandemia o de mi vida, seguir pensando agrandaría el punto ciego del presente, tan grande como el hoyo de mis tenis.