La historia de Jorge Arturo es la de muchos en esta cuarentena: tenía planes, pero el coronavirus los vino a modificar. Luego hubo algo de entusiasmo en “aprovechar” de la mejor manera el encierro, pero más tardó en amanecer, que en llegar de nuevo ese hastío, que todos hemos experimentado ya en carne propia. De una u otra manera, todos somos Jorge Arturo.

 

Jorge Arturo Tovar

 

Ocho meses antes de que la cuarentena comenzara en México, cuando el coronavirus era una cosa aún desconocida, yo estaba comenzando a planear mi primer viaje al extranjero: un intercambio académico a Japón. Una semana antes de partir, la universidad japonesa me escribió para decirme que gracias por participar, se cancela todo.

Yo, que había renunciado a mi trabajo un mes antes y que no metí clases en la universidad, pues se suponía que tomaría los cursos en Tokio, me quedé sin compromisos, sin responsabilidades y sin planes. Unos días después, comenzó la cuarentena.

Me metí a las redes sociales: mientras que algunos sufrían por las clases en línea, otros pasaban por una condición económica precaria y otros más se infectaban; mi mayor pena era que mi viaje a Japón se había cancelado. En fin, no voy a negar que sí lo sufrí. Con todo y la culpa del que sabe que, de una forma u otra, es privilegiado.

He pasado todos estos días en casa, solo saliendo a lo indispensable (pero ¿qué es lo indispensable?), como ir al banco en alguna ocasión, o a la psicóloga (¿ir a la psicóloga también es privilegio? ¿Es indispensable?). Pero quitando esos únicos compromisos, me he quedado sin cosas qué hacer, más que las obligaciones autoimpuestas (que no han sido pocas): leer, escribir, hacer ejercicio. ¡Ah!: y usar el dinero destinado al viaje para los gastos de la casa.

Al principio la motivación de todo el tiempo libre -que probablemente no volveré a tener nunca- me hizo escribir páginas y páginas de obras de teatro, entrar en todas las convocatorias disponibles y salir seleccionado en alguna. Subía y bajaba las escaleras de mi casa corriendo mientras los gatos me observaban extrañados, en un intento enfadoso por hacer cardio. Seguí estudiando japonés nomás para no perder el hábito, aunque el propósito, al menos a corto plazo, ya lo había perdido.

Y luego la motivación se fue.

Adquirí un nuevo hábito, que, en sí, ya venía desarrollando desde hace algunos meses, pero que no había cobrado fuerza hasta muy entrada la cuarentena: jugar videojuegos.

Creo que no había jugado tantos videojuegos desde hace unos diez años.

O quizá no debería hablar en plural, pues solo juego uno: League of Legends.

No entraré en detalles, pero quien ya lo haya jugado sabrá lo adictivo que se vuelve. Más cuando el tiempo de ocio es demasiado.

Es así como se me han ido horas y horas invertidas en ese juego, muchas de las cuales tuve que tomar de mi horario de sueño. En pocos días pasé de tener un horario normal a dormir a las cinco o incluso seis de la mañana. A las once de la noche comenzaba a jugar, asegurándome que sería solo una hora o dos, para terminar asustado escuchando a los pájaros trinar en la ventana, anunciando el amanecer.

Y la culpa siempre presente: ¿Por qué no aprovecho mejor el tiempo? Jugar es un desperdicio.

Ahora trato de corregir mi horario de sueño. El trino de los pájaros es el parámetro.

Sé que no lo voy a resolver acostándome a las once o diez y cerrando los ojos. Así que trato de hacerlo restando una hora por día. En lugar de acostarme a las cinco, me acuesto a las cuatro, al día siguiente a las tres, y así consecutivamente.

No siempre lo consigo.

No mido el tiempo que tardo en dormir una vez que me acuesto, pero me doy cuenta de que llevo horas cuando vuelvo a escuchar trinar a los pájaros. Entonces sé que son las seis o al menos las cinco y que otra vez me despertaré muy tarde. Si miro por la ventana una media hora más cuando mucho, puedo ver cómo amanece. Pienso: “chale”, y ahora sí me duermo.

Mi madre, que se levanta muy temprano para comenzar su día incluso en cuarentena, se ha dado cuenta de mi falta de sueño. Me ha preguntado “¿Estás preparándote para cuando vayas a Japón o qué?”, con un tono muy serio, como si de verdad creyera que eso hago, por más sarcástica que suene la pregunta.

De vez en cuando me pregunta si lo volveré a intentar, si planeo, de nuevo, ir a Tokio a estudiar. Ya veremos, respondo, con muchas ganas de decir que sí, pero sin querer hacerme ilusiones.

Seguiré compitiendo contra los pájaros.

Llegará el momento (tiene que llegar) en que los escuche después de haber dormido, cuando tenga que tomar el camión para ir a la universidad nuevamente, en algún futuro indeterminado.

Por ahora solo quiero dormir antes de que canten.