Imágenes: D.R. Viviana Pantoja D.R. Richard Hamilton
Con el pretexto del Día de las Madres, quisimos publicar el siguiente texto de NoHilda, que es todo un homenaje a esa figura de la que sobra decir calificativos. Además de ser una gran crónica y, como lo dice en su título, de proponerse que pareciera un manifiesto, se trata de un reconocimiento, a través de la puntual y cuidada prosa de la autora, a todas esas certezas, incertidumbres y descubrimientos que se experimentan cuando se cumple el papel de madre.
NoHilda
“Yo siempre pienso en el peor de los casos. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara. Lo llamo “distancia de rescate”, así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre me arriesgo más de lo que debería.”
Samanta Schweblin
Tardó más en sonar mi despertador que yo en apagarlo. Eran las 7:30 de la mañana y tú aún no despertabas, así que aproveché el silencio y cerré los ojos de nuevo, no esperaba volver a dormir, pero quería fingir que lo estaba. A esas horas tempranas los pensamientos ya se habían despojado de las imágenes de los sueños para protagonizar la actividad mental con sus cuchicheos vacíos. El silencio se había terminado. Suspiré antes de levantarme. Cuando al fin me senté, mi dedo gordo tanteó el piso telegrafiando a mis sandalias quienes aparecieron ávidas de hacer su función. Caminé tratando de que mi torpeza no arruinara aquella paz, ya he tropezado demasiadas veces como para caminar sin cuidado. Encendí la cafetera, y mientras me mentía a mí misma diciéndome que esperaba el café, habité la inacción, la mirada al vacío, el cuerpo despojado. Y en ese despojo, llegaste. Como si el cordón umbilical fuera ahora fantasmal, me sentiste. Como siempre me sientes. Aunque no haga ruido. De tu cuarto salió primero el “buenos días” y lo seguiste sin mirar nada directamente, sin mirarme. Fuiste al baño y apostaría a que no miraste tampoco al espejo, porque saliste de ahí con el cabello igual de desordenado que el mío. Hui a mi cama y me volví a tapar esperando que hicieras lo mismo y te durmieras, con mucha fe de aquél dicho donde los hijos siguen el ejemplo de lo padres, aunque nunca funcione. Irrumpiste en esa fe imaginaria y te dejaste caer a mi lado, el colchón crujió quejándose un poco y me contaste un sueño con tus compañeras de la escuela, no lo dijiste, pero sé que las extrañas, que quieres platicar con ellas, que quisieras ver el nuevo diseño de manicure de tu maestra y que te gustaría comprar un mollete en el recreo. (1.-) Las madres sabemos cosas que los hijos dicen con los ojos.
Nos quedamos acostadas alrededor de diez minutos que, a diferencia de antes, cuando ibas a la escuela, no lo haríamos nunca. Nuestros silencios hablaron entre sí, se elevaron por sobre nosotras y se enredaron en lazos que aún no podemos descifrar; ese lugar entre el despertar y el desayuno está lleno de tumbas, de actividades muertas que quisimos hacer un día antes. Cuando tenías dos años te gustaba jugar con unos bloques de construcción, tenían un folleto de instrucciones donde había que armar una choza de jungla. Al principio, yo armaba todo y tú sólo me pasabas los bloques; luego, algunos meses después, yo armaba la base y tú construías el resto; tiempo más tarde, armabas y desarmabas a tu antojo ese diseño y muchos más. Ahora no necesito hacerte el chocomilk, solo acercar las cosas que no alcanzas. Te levantaste como sin peso y me dejaste con mis pesados recuerdos, desde la cama escuché cómo musicalizabas la cocina preparando casi un jazz líquido con leche y chocolate. Un sentimiento, que no sé bien decir si es esperanza o miedo, se arropó en silencio junto conmigo al pensarte en tu futuro armando y desarmando tu destino a tu ritmo. (2.-) Las madres guardamos el miedo en el pecho para que los hijos actúen sin él.
Te acompañé a la cocina y le puse agua fría al café para tomarlo como estos días me han obligado a hacerlo: a tragos grandes. Leí desde mi celular los avances de la pandemia. Tragué más saliva que café e inmediatamente te volteé a ver temiendo que leyeras también mis pensamientos o mi angustia. No los leíste. Descalza, desde el sillón estabas viendo Mickey y sus amigos en televisión abierta, tan libre y despreocupada como cualquier niño en fin de semana. La piel de los niños es tan firme que difícilmente entra la preocupación; en cambio, la piel adulta guarda toda clase de inquietudes entre, bajo y sobre sus no pocos e irreverentes pliegues. Decidí dejarte así unos momentos, prolongar lo más que estaba en mi control ese estado lánguido y escaso de la existencia. Tu hermano escuchó la televisión y cual vagabundo encobijado y maloliente nos rodeó escarbando en las sobras algo que llevarse a la boca para después regresar a su cama, que poco le falta para tener periódico en la cima de sábanas y cobijas. Parecía no importarte su presencia, ni la mía. Reíste con las tonterías de Goofy… Hasta los comerciales. Ahí, en ese descanso de caricaturas, comienzan tus cuestiones, tus pedidos, tus quejas, tus reclamos, tus caras, tus mejores ejemplos de lo que a veces yo soy como madre. (3.-) Las madres odiamos los comerciales.
A veces no te entiendo. Como cuando te quiero comprar algún libro para tu edad y tú pides uno sin dibujos o cuando te presto mis marcadores y prefieres mis plumas, a veces pareces más grande, más enfocada y más madura que yo. Otras veces te entiendo como si fueras mi amiga, una que nunca tuve. Cuando después de desayunar y lavar tu plato sacaste la sábana de flores rosas y la colocaste bajo la escalera para hacer una casita dentro de esta casa, cuando la llenaste de cobijas y de peluches y desde fuera yo vi un caos, pero al meternos la luz que venía de arriba hizo que las flores resplandecieran vida en nuestros ojos, siento que, insuperablemente nos comunicamos con —y en— la presencia, ahí nos entendemos. Tu casa tenía muros luminosos, muebles acolchados y habitantes cordiales a pesar de que están rotos o que les falte un ojo. (4.-) A veces las madres guardamos los ojos de los peluches para ver el pasado a través de ellos.
Ya para mediodía nos pusimos a limpiar. Nunca has sido muy ordenada y yo que pienso que sólo puedo exigirte lo que yo soy, aprobé con la sonrisa, también poco ordenada, cuando me preguntaste si tu cuarto ya estaba limpio. El vagabundo volvió y habló con su celular, tú me preguntaste que, si cuando tuvieras su edad, tendrías también uno y te condicioné el pedido a cambio de buena conducta. Una felicidad revitalizó tu cuerpo como si ya te hubiera entregado el aparato. Te fuiste a tu cuarto de nuevo y te pusiste a hacer la tarea sobre tu cama pulcramente tendida. Como tu maestra ha pedido fotos de los niños haciendo los trabajos, tú en todo momento estás al acecho de mi instinto paparazzi, mirando de reojo a ver si te estoy enfocando con la cámara. La prisa nos ha abandonado y puedes preguntarles a tus peluches las respuestas de las multiplicaciones sin que yo te esté llamando la atención. Desde el marco de la puerta de tu cuarto, como las piedras silentes de la calle, te observé sin moverme, tratando de evitar que el cordón fantasmal se tensara y te dieras cuenta de que yo estaba ahí. En tu pequeño cuerpo cabe cada vez menos tu ser, cada día la casa parece encogerse ante ti. Me da una nostalgia de fósil cuando ese ser que eres tú se va dispersando hasta los lugares no-tuyos: la sala con tus tijeras, mi escritorio con tu plastilina y mis letras con tu imagen. Conservando mi identidad de piedra recordé cómo en nuestra casa anterior marcamos tu crecimiento, esas marcas horizontales de tu estatura en centímetros parecían las capas superpuestas de tierra colorida que se estudian en geología. No te pude comparar con una roca como yo, imaginé un ciruelo en crecimiento nutriéndose de esas capas de tierra. (5.-) Por mucho que crezcan los hijos, para las madres, siempre serán ciruelos en crecimiento.
Hice de comer ensalada de pollo. Me dijiste que ya me habías dicho muchas veces que esa no te gustaba y me miraste de forma tan larga que creí que el tiempo se había detenido. Luego, te volteaste. Tus uñas mal pintadas de negro hacían juego con tu blusa; “girl power” se leía sobre la rosa blanca que estaba al centro. La primavera nos rodeaba. Te comiste la ensalada apartando la lechuga más verde, esa que te encanta comer sola o en los sándwiches. Durante el resto de la tarde estuviste quebrando tostadas para comerlas en triángulos que geométricamente se amoldaban a tus manos. “¿Me prestas tu celular?” No sé cuántas veces he escuchado salir esa pregunta de tu boca, con el mismo tono tierno y amenazante. Sé que si no te lo presto preguntarás “¿qué horas son?” cada diez minutos, como los has hecho desde que empezó todo esto. El último día que fuiste a la escuela no lo disfrutamos como nos hubiera gustado, no sabíamos que no habría más. No sabemos tampoco cuándo será el último de estos días y tampoco lo disfrutaremos. Con tu petición cumplida, te recostaste en la sala a ver los tik-toks, pero después de un rato dejaste el celular lejos de ti y de mí, como a propósito. Me puse a leer queriendo alejarme de la idea de «lo último de todas las cosas», pero el fin de cada capítulo me llevaba ahí de nuevo. (6.-) Las madres nos angustiamos porque no sabemos cuándo es el último día de infancia de los hijos.
Salimos a los campos de fútbol que están en frente, a esa hora fuimos los únicos dispuestos a desgastar los tenis. Atravesaste el aire en tu bicicleta y marcaste sus llantas a mi alrededor haciendo un tejido circular en la tierra, sudaste de tanto pedalear y callar. “¡Ma!, ¡ya sé andar en la bici de Alan!” No te aguantaste. Me sentí orgullosa de que lograras algo que te habías propuesto, pero no te lo dije porque no quería bajar tu velocidad con mis palabras y sólo sonreí. Cuando el vagabundo, tú y yo, jugamos al “gato” con una de las gomas del manubrio de tu bici me sentí feliz. No me di cuenta hasta la noche que estaba a punto de dormir; pensé en que algún día, cuando acumules más años, te podré ejemplificar por qué Antoine de Sant-Exupéry dice que la felicidad es invisible a los ojos, de cómo nos acompaña sin que podamos verla hasta que se va. Esa noche tuve insomnio. (7.-) Las madres nos apartamos y sonreímos cuando, a pesar de las adversidades, los hijos logran sus metas.
El final del día nos juntó para la cena y entre cada bocado los planes del día siguiente se fueron compartiendo. Ustedes los niños son muy adaptables, nosotros los adultos crujimos cada que nos doblan poquito. Después de que dijiste “buenas noches” y apagaste la luz, pensé en los recuerdos que te mantendrían en la cama unos minutos cuando tuvieras mi edad, el cómo me recordarías y el cómo percibes esta situación dentro de la casa, lejos de la histeria colectiva, de los miedos adultos y de la inseguridad económica; no imagino, aunque quiera, cómo es tu perspectiva o cómo serán tus memorias. Luego pienso en las cosas que yo pasé con mis padres y que no asimilé como ellos. Mientras me pongo la pijama, pienso en el papel de madre que dejo tirado en el piso junto con mi pantalón de mezclilla y mi blusa negra. Me permito ser vulnerable unos momentos y me recuesto sabiendo que la noche será más larga que otras. Se humedece mi almohada con gotitas tibias que se escurren con la velocidad de un caracol. (9.-) Las madres no lloramos frente a los hijos en la pandemia porque no queremos que ellos nos vean tocándonos el rostro al secar las lágrimas.
Quería escribir de otras cosas, quería poner otras palabras, pero no salieron. Salieron estas palabras lentas y tibias que parecen lágrimas (10.-) Las madres necesitamos hablar de los que nos hace madres.