Es común que por estos días el miedo nos haga sentir que quizá el coronavirus nos ha alcanzado. ¿Cómo saberlo? Hay quien prefiere esperar lo más posible que arriesgarse a ir a un hospital. Y hay quien va, como el protagonista de esta historia, que detalladamente registra su experiencia y nos la comparte.

 

Jorge Macías Borrayo

 

Día tres. Me levanté con dolor de cabeza, algo no digno de lamentarse, pero sí como para tomar una aspirina; me miré al espejo y tenía los ojos rojos, la última vez que los había tenido así fue porque me intoxiqué con un medicamento, entonces noté que, aunque me había despertado a las 11 de la mañana, para las 2 pm ya no era normal tener ardor y menos esa mirada de asesino de película. Pensé que debería de llamar al número que me dieron. Sonó mi celular, era mi madre.

 

− Hijo, ¿cómo estás? ¿Como te sientes? ¿Has tenido otro síntoma?

− No mamá, no te preocupes.

 

Me dio miedo decirle que no estaba seguro si había tenido fiebre, pero que la noche anterior tuve pesadillas, tal como me pasaba cuando la tenía; no la quería alarmar, en el peor de los casos si tengo la enfermedad ya estoy siguiendo las indicaciones: quedarme en casa. A mí me gusta estar solo, por algo vivo así desde hace años. No pasa nada estaré bien.

 

− ¿Tú cómo estás?

− Bien, tengo un poco de tos, pero nada más.

− Bueno, si tienes cualquier otro síntoma, me avisas; ¿no has tenido fiebre?, ¿dificultad para respirar?, ¿te sientes cansada?

− No, hijo, todo bien. ¿Cuándo vienes?

− No sé mamá, necesito que pasen los días, nada más para descartar que no sea lo otro.

− No hijo, ni lo mande Dios.

− Lo malo sería que los puedo contagiar a ti y a mi papá.

 

Después de colgar marqué al número de epidemiología. La primera vez que hice el test, en la pregunta de sí estuve desorientado, me acordé que la noche anterior no recordaba que ícono de mi laptop servía para entrar a internet, y puse que sí, que estuve desorientado; la contestadora dijo: “busque ayuda médica, necesitamos su nombre completo y dirección para ayudarnos con el registro”. Colgué, me dio miedo. Entonces pensé más detenidamente: a mi seguido se me olvidan las cosas, no puedo pensar que únicamente por olvidar el ícono del Internet esté desorientado.

Volví a marcar, esta vez contesté igual, solo sin decir sí a la desorientación: no me pidió más datos. Colgué y me preparé un té: canela, jengibre, limón y para endulzar, miel.

 

***

 

Día seis. Ojos limpios, sin dolor de cabeza ni más síntomas. Pedí volver al trabajo, me dijeron que llevara cubre bocas. Ya en el trabajo, con el aire acondicionado dándome en la espalda, comenzó a dolerme la garganta: pensé que se me pasaría si chupaba un dulce, pero no fue así. Trabajo en un call center de noche, así que tras 15 o 20 llamadas, ya no quería que sonara el maldito teléfono, me dolía hasta el mover la lengua; esa noche no hice chistes en el comedor, como pude terminé el turno. Cuando salí eran las 7 am, entonces un amigo me llevó a la Cruz Verde, llegué y para mi suerte no había nadie, en la entrada tenían un estante con gel para las manos y un montón de cubre bocas. Cuando estaba por entrar me detuvieron dos enfermeras con vestimenta de quirófano.

 

− ¡Hasta ahí, párese atrás de la línea! ¿qué le pasa?

 

Miré el piso, había una raya amarilla. Me moví mi cubre bocas porque pensé que no me iban a escuchar, las tenía como a 3 o 4 metros de distancia.

 

− Tengo dolor de garganta y en días pasados tuve síntomas de gripe, con fiebre un día.

− ¿No tiene seguro médico?

−Sí, pero mi clínica me queda muy lejos, vengo saliendo de trabajar y aquí me queda de pasada a mi casa.

− Pues mire, si gusta puede esperar, pero serán de menos dos horas porque acaba de llegar un parto.

− ¿Sabe de algún lugar cerca para que me den la atención?

− Aquí enfrente está un consultorio particular y dos cuadras hacia arriba una farmacia similar.

 

Salí de ahí, miré hacia enfrente: el particular ya tenía fila y un guardia de seguridad la organizaba. Caminé a las similares, una, dos calles, farmacia cerrada. Me paré y leí el letrero: horario de 8 a 2 y 4 a 8, de pronto llegó una mujer con unas llaves en la mano, se agachó para abrir el candado y le pregunté:

 

− ¿A qué hora llega el médico?

− Hasta las 9.

 

Me di la vuelta y volví a la Cruz Verde. De nuevo me puse gel en las manos y ahora sí me detuve en la línea amarilla.

 

− Señorita: ya fui a los lugares que me dijo, pero en uno no han abierto y en el otro ya hay fila.

 

Las enfermeras se miraron y me dijeron: “siéntese allá afuera y esperé”. Había un toldo verde, unas bancas de aluminio de 3 y otras de 4 lugares, en las de tres −en medio− tenían un letrero: “favor de no ocupar este asiento” y en las de cuatro, lo tenían los de en medio. En la fila de atrás estaba una señora hablando por teléfono.

 

− Felicidades ya eres papá, ni cinco minutos tardó en salir; bueno, ya que salgas del trabajo lo vas a conocer.

 

Mientras me alegraba porque probablemente me iban a atender antes de las dos horas previstas, llegó una ancianita que caminaba con dificultad, le hicieron lo mismo las enfermeras, y le dijeron igual: “espere allá afuera”. La ancianita se sentó unas bancas atrás de mí, también sola. Diez minutos después salió otra enfermera y le dijo: “en un ratito la atienden, ya casi sale la del parto”. La van a pasar primero que yo −pensé− y dije: bueno, es lo justo. Minutos después otra voz femenina dijo:

 

− ¿Quién sigue?

 

Volteé hacia atrás y como ya no estaba la ancianita, levanté la mano. Me hicieron señas de que me acercara y me señalaron el gel antibacterial, luego que pasara hasta el fondo. Entré a una especie de clínica fantasma, no había nadie, solo bancas como las de afuera y al fondo una mujer a la cual solo podía verle los ojos. Me acerqué y me indicó que me sentara. Iba a poner mi mochila en el piso, pero me dijo casi gritando:

 

− ¡No, en el piso no! ¿Qué síntomas tiene?

 

Procedí a contarle todo lo ocurrido días atrás. Cuando terminé mi relato me lanzó un montón de preguntas.

 

− ¿Tiene dificultad para respirar?, ¿fiebre?, ¿tos seca? ¿dolor de cabeza?

− No.

− Le voy a tomar la presión, quítese la chamarra.

 

Me tomó la presión, la temperatura, me midió y peso, me pidió mi nombre, edad, dirección… ¿Fuma? ¿Cuántos al día? ¿Bebe? ¿Cuándo fue la última vez? ¿Drogas?

Mientras esto ocurría, vi a la señora del aseo aparecer limpiando una puerta y luego de otro lado limpiando la otra.

Cuando terminaron las preguntas me dijo: “en un momento lo atienden, siéntese”.

Me senté en la hilera de bancas que me había señalado, puse mi mochila al lado y entraron entonces dos enfermeras dialogando:

 

− Ahí está la niña de ayer. Dice que ya tiene temperatura.

− ¡Ah, ya sé cual! Que pase, pero que se siente en aquella banca.

 

Señaló una banca que estaba como a 5 metros de mí. Entonces entró una chica muy flaquita vestida de pantalón y sudadera morados, con un gorro puesto, cubre bocas blanco, caminando lenta y torpemente, como zombi de película de George A. Romero y como si no hubiera entendido la indicación, se dirigía hacia mí; yo la miraba y pensaba: aléjate de mí. Estaba a punto de cambiarme de banca, cuando escuché una voz proveniente de una ventanilla, la cual no había notado hasta ese momento.

 

− ¿Señor Jorge?

 

Me levanté y me acerqué; firmé un papel con mis datos mientras a través del reflejo veía a la niña sentarse al lado de mi mochila. La enfermera que la iba a evaluar le dijo: “no hija, ven, siéntate aquí”. Ya sentadas ellas de frente yo volví a mi lugar. Pude escuchar lo que la niña contaba.

 

− Fui al funeral del novio de mi amiga.

− ¿De qué murió?

− Lo atropellaron.

 

Tras unos segundos dijo:

 

− Pero fue en Zapopan.

− Bueno, pero no te preocupes vas a estar bien, no tengas miedo.

− No tengo miedo.

 

Se abrió la puerta del consultorio y me llamaron. Me sentaron en una silla, a dos metros de distancia del escritorio de la doctora; ésta comenzó a preguntarme todo lo que ya me habían preguntado antes, después se acercó con la lámpara y el palito ese con que te revisan la garganta: miró adentro, se regresó a su lugar y dijo: “sí necesita antibiótico”. Le sonó el celular, contestó, y vi cómo a pesar de su cubre bocas, cofia y guantes, el celular se le restregaba en los cachetes. Colgó y se puso gel antibacterial, me dio una receta y me dijo: “Estos lugares son un foco de infección, por eso es importante que si no tiene todos los síntomas no venga”.

Sintiéndome apenado, le dije:

 

− Si lo sé, es que, necesito dormir y con este dolor no iba a poder… pensé que había consulta médica.

 

− Bueno si siente otro síntoma en estos días no dude en volver.

 

Día 8. Mi mamá en el teléfono me dice: “¿cuándo vienes?” y yo no sé qué decirle.