“No existe la menor duda de que esta pandemia ha trastocado diversos aspectos de la cotidianidad, de manera paulatina va modificando nuestro propio entorno y la forma en que nos relacionamos, sin embargo, hay asuntos que permanecen inmutables, sin la mínima posibilidad de alteración, se muestran lineales como rutina”
Efraín Amador
Los sonidos que habitan la ciudad están ligados a nuestra existencia: los vamos hilvanando en una colección que nos acompaña de continuo, ya estamos acostumbrados al encuentro con el perifoneo, cuyos sonidos -a pesar de las nuevas tecnologías- siguen vagabundeando por la ciudad con la desfachatez del gato callejero. Nadie queda fuera del campo auditivo preciso para privarse del anuncio de los tamales oaxaqueños calientitos; por igual, el pan se anuncia desde los altavoces, se sigue publicitando por ese medio la llegada de un circo y la manera de deshacernos de un colchón viejo.
Yo tengo un sonido que me catapulta directito a los años de la infancia, es una música cuyo origen me fue desconocido hasta que accidentalmente me enteré de que se trataban de dos melodías de los años cincuenta, escritas por Bent Fabric, jazzista de nacionalidad danesa. El nombre de estas composiciones musicales son Alley Cat y Chiken Feet, estos títulos ocuparon la lista de éxitos musicales de los años sesenta de distintos países, es posible que todos estos datos no sean significativos, sin embargo, si menciono que esta es la música del carrito de las nieves, de inmediato sabremos reconocerlas.
A partir de la crisis del Covid-19 comienzan a surgir sonidos que no formaban parte del mapa sonoro de la ciudad: los periódicos locales documentaron que el día de ayer una avioneta voló sobre el municipio de Zapopan lanzando en picada la canción de Ay Jalisco, no te rajes, lo que fue entendido como una invitación a resistir el embate de la enfermedad; también hicieron su aparición vehículos de Protección Civil, patrullas y vehículos de los bomberos recorriendo el centro histórico de continuo, lanzando consignas en las que exhortaban a los paseantes que encontraban a su paso para que se devolvieran sus casas. Pero el más extraordinario de todos los que hemos escuchado de manera reciente se originó en San Pedro Tlaquepaque, a unas cuadras del Parían, en el momento en el que un potente sonido se fugaba desde una camioneta, invitando a los escasos transeúntes a que se acercaran para recibir la cura contra el coronavirus; la furgoneta donde se anunciaba esta esperada medicina estaba rotulada con el listado de las enfermedades que curaba la pócima que allí se vendía: diabetes, hipertensión, VIH, cáncer de mama, enfisema pulmonar y aseguraba que en setenta y dos horas, él había erradicado el dengue en el estado de Jalisco. Del vehículo descendió el bienhechor de la humanidad: un septuagenario de estatura baja, mientras un grupo de malagradecidos policías se acercaban para detenerlo, imputándole cargos por quebrantar el orden público. De manera posterior se informaría que no tenía permiso para ofrecer ningún tipo de servicios, además de carecer de una acreditación como médico.
No existe la menor duda de que esta pandemia ha trastocado diversos aspectos de la cotidianidad, de manera paulatina va modificando nuestro propio entorno y la forma en que nos relacionamos, sin embargo, hay asuntos que permanecen inmutables, sin la mínima posibilidad de alteración, se muestran lineales como rutina. De manera ingenua pensé que los desaparecidos, los asesinatos y la violencia menguarían durante este periodo de resguardo, por el contrario: permanecen; el mes de marzo -con todo y cuarentena- fue declarado como uno de los meses con mayor índice delictivo, a pesar de todo, los noticieros continúan teniendo una extensa sección para la nota roja, en especial me llama la atención el asesinato de María Elena Ferral, una periodista veracruzana que ya había recibido amenazas de un político, quien ha ocupado distintos cargos en el gobierno veracruzano.
Fui consiente del clima de inseguridad que seguimos manteniendo, justo por un incidente que me tocó vivir hace un par de días: mientras desayunábamos, un celular timbraba con insistencia, Francisco contestó, se le fue quebrando la voz mientas avanzaba la conversación telefónica, hizo muchas preguntas a su interlocutor, luego me relató que se trataba de la mamá de uno de sus mejores amigos: la mujer estaba desesperada, tenía más de un día sin tener noticias de su hijo. Esta sería la primera vez que de manera cercana experimento la impotencia de saber que el desaparecido es alguien cercano, en esta ocasión no se trataba de subir una fotografía a tu Facebook de una persona a la que nunca has visto, ese instante se tornó distinto: se trataba de alguien próximo, ahora el desaparecido tiene un nombre que te es cotidiano. De inmediato se tendrían que hacer varias llamadas, primero con una activista de derechos humanos, ella indicó que el caso lo llevaría gente de la Fiscalía, a los minutos vuelve a timbrar el teléfono, ahora se trata de una persona que trabaja en el área de personas desaparecidas. Piden datos, Francisco va proporcionando la información del amigo que no aparece, el cuestionario es largo y el tiempo juega a ser estático, le pidieron presentarse en ese momento para llenar unos formularios y para entregar una fotografía reciente de la persona desaparecida. La señora que no encuentra a su hijo sale de su casa para imprimir una fotografía del muchacho a un ciber cercano, de allí se trasladaría a la dependencia; quedamos de vernos en las oficinas de la Fiscalía Especial de Personas Desaparecidas, que se encuentran sobre la Calzada Independencia, por el rumbo del Hospital Civil Nuevo, no es zona segura para los carros, ni sabemos cuánto tiempo tendremos que estar allí, entonces optamos por un Didi, dejamos el desayuno inconcluso, preparamos una mochila con algunos objetos que podríamos necesitar y abordamos el carro, conduce una chica como de unos veinte años, luce más bien como una joven que se va de antro, sin importarle que sus largas uñas se averíen con el volante, da comienzo el trayecto, con ello inicia nuestra primera escapada: rompemos el aislamiento, ahora las medidas de seguridad frente al virus son secundarias. Francisco me cuenta más detalles de este asunto: de acuerdo con la madre del desaparecido, la última vez que lo vieron había comentado que tal vez se iría a correr a la barranca, después ya nadie lo vio, aunque una vecina le advirtió que lo había visto con una muchacha y a lo mejor andaba con ella. Pero nadie sabía de qué chica se trataba, no había forma de encontrar a alguien que lo hubiera visto en las últimas horas, durante el trayecto se vuelven a comunicar con Francisco para que los ayude a identificar las redes sociales de su amigo, mientras esto ocurre, me percato de lo congestionado de la avenida y de toda la gente que se puede ver, probablemente haciendo las actividades de un día normal, como si no estuviéramos en medio de una emergencia sanitaria. Seguimos en nuestro trayecto, desde la radio aparece el noticiero que dan cada hora en algunas estaciones, ni siquiera recuerdo el tipo de música que se escuchaba desde que nos subimos al carro, pero en ese momento puse atención, señalan que en nuestro estado se han registrado seis casos de agresiones a personal médico, siendo estas víctimas de empujones y de cubetadas de agua clorada. Justo ayer leí que en un poblado de Morelos los habitantes se pusieron de acuerdo para impedir que el hospital local recibiera enfermos de coronavirus, de no hacer caso a sus demandas amenazaron con quemar el sanatorio. Recuerdo que justo cuando aparecieron los primeros casos, un columnista de Milenio señalaba en su colaboración que había en la población mexicana un espíritu de fraternidad y de solidaridad con los enfermos de Covid-19, no obstante, conforme trascurren las semanas emerge nuestro verdadero rostro, incluso la violencia doméstica sigue a la alza, víctima y verdugo encerrados en la misma celda como en una historia de terror.
Llevábamos ya como veinte minutos de camino, la madre del desaparecido se vuelve a comunicar para decirnos que su hijo acaba de comunicarse con ella, los de la Fiscalía terminan su protocolo de búsqueda comunicándose de forma directa con la persona reportada como desaparecida, le pedimos a la conductora modifique la ruta: damos vuelta para regresar a casa. Hasta el día de hoy no sabemos cuál fue el motivo de su prolongada ausencia, su mamá dice que de seguro estuvo todo ese tiempo encerrado en un motel con la vieja con la que lo vieron. El hijo solo ha mencionado que no llevaba su cargador y que se agotó la batería del celular; lo único que sabemos, porque él mismo lo relató, fue que cuando se comunicaron con él desde la Fiscalía no pudo parar de reír al imaginarse a su madre y a sus amigos buscándolo por todos lados.
A veces la risa se enreda entre los labios, emerge aun cuando la situación no sea la más propicia, solo será cuestión de encontrar el extremo del acontecimiento para que se asome de manera descarada o con cierto recato. Con un motivo o sin él, la risa puede caminar al lado de cualquier suceso, sin importar lo incoherente de su presencia. Se confunden el ruido del mundo resquebrajándose con la indolencia, porque al final, de todo flota, en la comedia humana.