La autora de la siguiente historia debuta en nuestra página haciendo un breve diario de los días en cuarentena con su familia, con un ingrediente especial: al parecer hay alguien más que vive en su casa -que, digamos, no es un ser de este mundo- que ya está también un poco harto de que todos estén siempre en casa. Eso le da pie para traer a cuenta un recuerdo de infancia estremecedor. ¿Se puede tener más en una breve crónica?

 

Ana Laura Tanaka

 

–Mamá: a las 3:00 a.m. se encendió la luz del baño de mi recamara y la acabo de apagar.

Son las seis y pasaditas y Mateo está entre asustado y curioso. Es el tercer suceso que le pasa. Antes de la cuarentena no le había ocurrido ningún hecho de ese tipo. Tenemos ya diez años en esta casa y nada de sustos ni fantasmas.

–Te voy a llenar un atomizador con agua bendita para que rocíes cuando lo creas necesario.

Asiente y se da la vuelta, listo para marcharse. Antes de que salga de mi habitación le alcanzo a preguntar:

–¿Sentiste miedo?

–Poquito

–¿Por qué no me despertaste?

–Estaban dormidos

–No importa, amor, si tienes miedo o si lo necesitas, despiértame.

–Ok mamá. Gracias.

Aprovecha y me recuerda que es viernes y hoy vamos a ver la película de Black Mirror, ya que la pequeña Aria se va con su papá y sus otros hermanos a la “noche de machines y una”.

El primer susto pasó hace una semana aproximadamente. Mateo bajó a la cocina por una lechita de chocolate para Aria y subió despavorido.

“¡Estoy asustado!”, me dijo agitado de subir corriendo las escaleras.

Resulta que estaba en la alacena cuando escuchó que golpeaban como con el dedo una cajita de metal que está junto al café. Luego prendieron y apagaron la luz varias veces. Lo acompañé a la cocina, revisamos la alacena, pero ya nada sucedió.

–A lo mejor es tu Tato, le digo.

–Ojalá, me responde.

Nunca he sido miedosa a los fantasmas, quizá me curé de espantos cuando mi bisabuela me visitó para despedirse antes de morir. Tenía yo 7 años y vivía en Tijuana, Baja California. Ella junto con el resto de mi familia paterna y materna, radicaba en Guadalajara. Esa noche yo no podía dormir, daba vueltas y vueltas en la cama. Probé todas las posiciones posibles y alrededor de las 3:00 a.m. vi descender una mujer joven, pero con el rebozo de mi “Vichita”, como le llamábamos todos. Al estar más cercana a mí se fue envejeciendo y entonces ya estuve segura de que era ella. Me sonrió y se elevó, diciéndome adiós con la mano mientras ascendía hasta desaparecer. No sentí miedo. Fue una bonita y extraña sensación. Recuerdo la hora porque yo sí me fui a la cama de mis papás: desperté a mi mamá para contarle, pero ella me dijo: “Son las tres de la mañana ¿qué haces despierta?”. Le conté lo que había sucedido y me dijo: “ya duérmete, que mañana viajas muy temprano”. En unas horas estaría tomando un avión hacia Guadalajara, Jalisco. Mi primer viaje solita. Me pasaría las vacaciones de verano con la familia.

Cuando llegamos al aeropuerto no me dejaban abordar al avión porque mi papá no estaba presente y aunque mi mamá llevaba la carta poder o el papel que se requería para que yo pudiera viajar, en el mostrador las señoritas se negaban a extenderme mi pase de abordar. En un momento mi mamá dudó si lo que había sucedido en la madrugada era una señal para que yo no viajara. Pero por fin se resolvió: una vecina, amiga de mi mamá, viajaba también a Guadalajara y aceptó ser mi tutora. Cuando aterricé, en vez de recogerme el hermano de mi mamá me esperaba uno de los hermanos de mi papá. Me dio la noticia y nos fuimos directo al entierro. Mi bisabuela había muerto a las 3:00 am.

¿Será que el espíritu, si es eso lo que se está manifestando, ya se aburrió de tenernos aquí metidos en la casa todo el día? No estaba acostumbrado a nuestra presencia y quizá encuentra divertido asustar un poco.

El segundo suceso le ocurrió a Mateo junto con Mati y Max, de 10 y 9 años. No fue en nuestra casa. Los domingos nos vamos al departamento de Tao a pasar el día. Normalmente hacemos carne asada o cocinamos alguna otra cosa. Si no tenemos ganas de cocinar vamos a algún restaurante. Visitamos los parques de alrededor y la pasamos muy bien. Tao y yo tenemos 6 años juntos en una relación libremente comprometida, que nos funciona de maravilla y a la que llamamos “la cosa nostra”. Nuestra familia consta de dos niños de él: Max y Mati, dos adolescentes míos: Samantha y Mateo y una pequeña nuestra: Aria. Esta es la salida que todavía conservamos dentro de la cuarentena: de una casa a la otra.

Estamos en la cocina y llegan corriendo a decirnos que les están encendiendo y apagando la luz.

–Mateo: ¡te trajiste el fantasma! Le digo bromeando.

–Max y Mati preguntan por qué. Les cuento del primer susto. Mateo se encoge de hombros y los tres regresan a la habitación a seguir jugando Fornite.

¿Será que los fantasmas se suman a las familias y van con ellas de un lado a otro? He escuchado esas historias. Ojalá que si sí es un fantasma sea de los que son buena onda, porque de que los hay malvados, los hay. También he escuchado esas otras historias y ahí ya es otro rollo.

Hacemos palomitas y por fin acudimos a la cita tantas veces postergada para ver la película Black Mirror, esa donde tú vas decidiendo el final. Hace más de un año que Mateo me está pidiendo que la veamos y yo que no puedo, que otro día, que más tarde y así… ¡por fin! Esa es la magia de la cuarentena. Estamos aprovechando para hacer todo aquello que teníamos ganas, que nos gusta, que estaba en la lista de cosas por completar y que en el ajetreo del día a día íbamos postergando.

Una vez que todo esto pase –porque pasará– quiero que permanezcan estos nuevos hábitos que se van instituyendo en la familia: noches de rompecabezas, películas, juegos de mesa o largas charlas después de la cena, ¡ah!, pero sin sustos ni fantasmas.