En medio de la situación extraordinaria que vivimos, quizá muy poco nos detenemos a pensar en las necesidades que tienen los demás; cada quién tiene sus propios ritmos, estándares, costumbres y eso: ne-ce-si-da-des. La autora de esta crónica (que debuta en esta página), por ejemplo, no puede dejar de ejercitarse corriendo, trotando, y ha tenido que hacerlo como se va pudiendo. Y así la ha pasado.
Marcela Sánchez Orth (MaSO)
Temprano, en domingo, salimos a correr, después de una semana sin gym y tratando de hacer ejercicio en casa, nos hemos dado permiso. Ya se me había olvidado lo rico que es que el sol te pegue en la espalda.
El despertador suena y nos levanta sin prisas, porque no hay que llegar a tiempo a ninguna carrera, solo alistarse. Playeras, mayas y shorts, calcetas y tenis, viseras, hidratación, celular y reloj, todos los implementos, un tentempié para ir a correr: medio plátano con una medida de cereales y leche, procesador, apenas tres tragos, es solo para no ir con el estómago vacío; última visita al baño.
Salimos al estacionamiento del coto y calentamos un poco, yo realmente no tengo ganas, pero le sigo la corriente a mi marido; cabeza, hombros brazos, cintura, piernas, con tanta flojera que espero sirva realmente… ya quiero trotar
Tan pronto salimos surge el comentario travieso a la desobediencia de la cuarentena y digo que qué bueno que salimos temprano, así no nos verán; reímos. Las calles empedradas de camellones amplios y grandes árboles de Ciudad Granja están desiertas, realmente no es tan temprano, ocho de la mañana, solo se ve una pareja mayor con el clásico envase para llevar a casa la pancita y en una bolsa de plástico imagino los implementos necesarios: cebollita, epazote, chilitos, tortillas. Ellos también nos miran con curiosidad.
“Mira mi amor: ellos también están de desordenados”, comenta mi marido. Y una cuadra más tarde, nos cruzamos con una camioneta-patrulla, se me salta el corazón, creo que nos van a pedir regresar, pero los oficiales solo nos ven, nosotros a ellos reprimiendo un saludo y cada quien continúa su camino, ¡fiu!, no nos regresaron, podemos soltar el miedo y seguimos hasta la esquina donde empezamos el trote en dirección al Parque Metropolitano.
Todo está planeado: no entraremos en el parque porque ya hemos oído que una camioneta los persigue, o, mejor dicho: los sigue con invitación sonora –altavoz– a dejar el parque. Llegaremos trotando hasta las inmediaciones del Metropolitano por la parte de atrás de la UP, en la calle de San Lorenzo y correremos toda esa calle hasta llegar a la alberca, subir y bajar, para retomar la calle y transitar las bocacalles de Paseo Lluvia de Oro y Avenida San Juan, que dan paso a los nuevos cotos que se han formado. Son cuadras de buena distancia y además tienen pendiente, lo que ofrece un reto en el trote. Y al final nuevamente en la UP.
Así iniciamos nuestro recorrido, me encanta tomar la calle junto al Metropolitano por lo hermosamente sombreada que está, con esos árboles altos y frondosos que hacen el recorrido muy agradable. No somos los únicos “traviesos”: hay varias parejas, jóvenes, personas paseando al trote o con sus perros, en bici… casi todos nos saludamos con un respetuoso “buenos días”, sonreímos porque somos cómplices del mismo atrevimiento.
Yo no corro rápido y con una semana sin hacerlo y habiendo hecho ejercicio solo tres días, considero que es mejor trotar a ritmo, voy junto a mi marido y en las subidas doy el bofe, me falta aire, paro, descanso tantito; mi marido me va cuidado: “¿vas bien?”, pregunta cuando ya no me siente cerca. Veo mi sombra proyectada y siento el calor del sol, suavecito, en mi espalda. Vamos, Marce, ¡corre!, le digo a la sombra que me encanta y sonrío.
Antes de llegar al punto de inicio percibimos que el número de desobedientes ha subido, son 8:45 y hay con quien ya en el recorrido nos hemos topado una o dos veces y se da de forma natural el echarnos porras: “¡ánimo, con fuerza!”, nos decimos y sonreímos en nuestra mutua complicidad, animando el esfuerzo de aprovechar el momento: estamos sanos.
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Ocho días después, ya con el horario de verano, salimos con la misma complicidad de correr un momento. Tal vez por ser más temprano se ve menos gente al principio del trote, ahora están más quietas las calles, el fresco renueva y refresca las tardes de mucho calor en casa.
El sol me da en la espalda y mi sombra crece más larga, más delgada, manteniendo un ritmo, un movimiento que se refleja en el ir y venir de mi cola de caballo. ¡Corre Marce, corre!, no debes declinar, hoy no hay que bajar tiempos, solo mantenerse activos y aguantar las subidas, ese es el único reto.
A 45 minutos de haber empezado vemos cómo las parejas llegan a la ruta: de dos en dos, solos, con mascota o madres con sus hijos y bicis, son más que hace ocho días, tal vez el encierro, el permiso para salir un rato, sabiendo que por ser temprano la autoridad del Metropolitano en domingo aun duerme.
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Viernes Santo
Mi marido no tiene que ir a trabajar y nos animamos a correr entre semana. Sí, es Viernes Santo, las calles están verdaderamente solas, pero en la calle de San Lorenzo los corredores y las personas no han dejado de tener una cita para hacer ejercicio. Hoy cambiamos un poco la ruta, van a ser menos kilómetros, la sombra de los árboles y el clima son aún más frescos que las semanas anteriores, el viento se siente frío. Los saludos de miradas alegres se intercambian con los corredores que van en contrasentido, repito: estamos sanos.
Al iniciar la ruta veo en el borde del Metropolitano un corredor que parece gacela: shorts cortos y amplios, playera sin mangas, paso ligero, se nota la fortaleza de sus piernas y las horas de entrenamiento en el color de su piel morena. Nosotros iniciamos el trote, despacio, tratando de dar ritmo a la respiración y al paso.
Un clima maravillosos y minutos después, a mi parecer muy pocos, veo nuevamente a “la gacela”. ¡Caramba!, ya dio una vuelta completa al Metropolitano!, pienso con sorpresa y mentalmente trato de hacer los cálculos: él corrió una vuelta de 5km mientras nosotros llevamos como 3. Sin querer perder el momento, me apresuro a comentarle a mi marido: Mira, ¡ya termino una… y ¡paz!, que me tropiezo.
Todo sucedió como en cámara lenta: el pie izquierdo se me atora en el tope y caigo con la rodilla, la inercia no me deja ahí, me arrastra, y logro colocar las dos manos en el piso, sin lograr frenarme mi rodilla derecha toca el suelo y es donde veo claramente la cercanía del pavimento en mi rostro: giro la cabeza y soltando el cuerpo me dejo caer de lado para protegerme y quedar completamente en el suelo.
Me duele todo: el orgullo, la pena, las rodillas, las muñecas, el codo. Mi marido trata inmediatamente de ayudarme a levantar y yo decido permanecer un momento sentada en el suelo. Qué golpazo, ya no siento el sol, ni el aire fresco, solo quiero saber cuáles fueron los daños: reviso mis rodillas levantando la malla, la rodilla izquierda esta toda raspada, como cuando era niña, en la otra solo siento un punto de golpe en el mero centro. A ver si no luego esta me da más lata, pienso.
Mi mano derecha ya empieza a revelar el moretón en la parte baja de la palma y la izquierda esta raspada; mi cara está completa. Decido levantarme y continuar con el trote, en el camino no sé si llorar o reír, prefiero callar y trotar y al hacerlo reviso paso a paso mi cuerpo: mis tobillos bien, mis rodillas –sin pensar en el moretón– bien, mi cadera bien; así, poco a poco recobro el ritmo del trote, el aliento; no ha pasado a mayores.
Como flash llega a mi mente la impresión de haber tenido que ir al hospital: No, ¡qué horror! En cualquier otra circunstancia habría sino un lugar de ayuda, ahora siento que es un lugar de desasosiego, de contagio. ¡Solo voy a estorbar! Casi al terminar me empieza a doler el hombro, paro y reviso levantando la manga corta de la playera, está tan raspado como mi rodilla; nada de mi ropa se rasgó o rompió, solo mi piel, mi orgullo. ¡Qué imprudente! Es la frase que brinca en mi mente.
De regreso a casa reflexiono sobre las medidas de la cuarentena y e incluso el peligro que existe en ir a correr. Medito sobre aumentar escaleras en el entrenamiento de casa, estoy arrastrando los pies al correr y debo fortalecer las piernas, justifico mi distracción. Debo dejar para otros momentos la delicia de sentir el sol en mi espalda, de todas maneras las carreras a las que estaba inscrita ya han cancelado o han dado nuevas fechas.
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Quince días después ha pasado ya el dolor en los moretones, pero es imposible no pensar en correr, llevo 15 años ya corriendo, así temprano y a ritmo; el hecho de salir me da la sensación de fortaleza, de juventud, de libertad que no quiero perder. He tenido dos semanas de entrenamiento en casa constante y muy ordenado. Ya estoy lista para volver a salir.
Temprano el domingo, nuevamente cómplice de mi marido: la misma ruta, con el ánimo de vencer las pendientes y el gusto de sentir la fatiga en la respiración y en las piernas. Estoy alegre y esta vez mi marido no me espera ni me carrerea como de costumbre.
Ya llegando a San Lorenzo la afluencia de corredores es muy poca, se siente desierta la calle. Iniciamos el trote y me siento un poco incómoda, me falto ir al baño por última vez, le comento a mi marido. Él me ofrece las llaves (porque siempre salgo sin ellas a correr) y yo como buena mujer empoderada, fuerte y consiente de lo que quiere, me niego a regresar y camino un rato para mitigar la molestia.
Después de un rato reflexiono sobre las llaves y pienso que fue una mala idea no aceptarlas, mi marido ya va como 300 metros adelante y por muchos gritos que diera no creo que me escuche, corre muy concentrado. Ya no me importa la sombra, el fresco, el sol, las pendientes, quiero sentirme un poco mejor para poder trotar.
Pienso –mente superior domina mente inferior– y con ello pongo mi esfuerzo en contener. Después de unos pasos ya me siento mejor y recupero el trote, más lento que de costumbre pero nada despreciable.
Un kilómetro después alcanzo a mi marido, ya que él tomó una boca calle y corremos juntos un momento. Él ya no me pregunta y me da las llaves: “por si las necesitas, y no corras toda la ruta, no te esfuerces, adelántate a la casa”. El trote continúa por 2 kilómetros más, donde nos separamos.
Yo ya no me siente muy bien, pero continúo trotando hasta llegar a Circunvalación Oriente para poder tomar Calzada Cipreses y dirigirme a casa. Nunca había notado lo largas que son las cuadras en Ciudad Granja, solo faltan tres cuadras para llegar y los 300 metros que en otros momentos no parecen nada, ahora se me hacen interminables, ya no puedo trotar más, camino.
La banqueta de Cipreses está llena de vegetación por ambos lados, simulado un túnel que ahora me parece profundo y largo, largo como película de ciencia ficción. Aún tengo el control y continúo caminando, la segunda cuadra está llena de escalones que suben y bajan y por un momento pienso en bajar de la banqueta. ¿Que será peor, el empedrado o soportar el escalón?
La última cuadra mi caminar parece de maratonista de marcha, ya saqué las llaves y voy como puedo. Llegando a casa boto todo conforme me acerco a mi destino: cinturón con cantimplora, llaves, visera. Mi hijo se sorprende de verme regresar pronto, a lo que solo puedo contestar: baño, baño.
Llegué como buen roba base de béisbol, ¿quién dijo que ir a correr no tiene emoción constante? Ya bañada no encuentro a mi hijo (que también va a correr) y un ratito después llega mi marido. No puede haber mejor coordinación: mi marido y mi hijo, sin empoderamiento, sin pretensiones, solo estar atentos a los mensajes al salir a correr.
Las incursiones a correr seguirán: con tapabocas, geles, mangas largas y demás precauciones, y espero en la siguiente pueda hacerlo con el sol en mi espalda para decir: vamos, Marce, ¡corre!