A la autora de esta crónica le ha tocado no parar (mas que unos cuantos y tímidos días), seguir casi con sus mismas rutinas y así ha ido intentando hacer un auténtico diario de lo que va encontrando, en este ambiente medio apocalíptico y en el que se debe perder todo, menos el humor con que se va viendo y encontrando las distintas realidades. He aquí algunas estampas de estos días, sus días, nuestros días.

 

Mago Rodríguez

 

Le entregó los once pesos del pasaje al chofer, veo los asientos y está claro que “Susana Distancia” aún no se levanta. Sólo hay cinco lugares vacíos dispersos y una única fila de dos, desocupada, me dirijo a ella y ocupó el lugar junto a la ventanilla. Enseguida un hombre me ve y dice: “Mejor con alguien conocido”. Se sienta al lado y le pregunto si a él tampoco le dieron la cuarentena. “No, trabajo en una carnicería, ni pensarlo”. Sonreímos y nos disponemos a tomar una siesta mientras que cada uno llega a su destino. Él es uno de los pasajeros recurrentes, nos topamos a la misma hora para tomar el camión; también está la señora que trabajaba en la Cervecería Morelos, que no avanza más allá de la segunda o tercera fila de asientos y que desconfía de todos los que viven en el fraccionamiento vecino al suyo, que es el mío. Subió el señor de bigotes que viste uniforme de guardia: él baja en El Palomar, siempre da los buenos días y deja que las mujeres suban primero. Falta uno: el de Plaza del Sol; ya me había contado que se iría de viaje a Cancún, vacaciones organizadas y pagadas desde un año atrás, su pendiente era que no lo dejarán subir al avión porque desde diciembre padece tos seca, solo por las mañanas.

 

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A la altura de Santa Anita, la ruta 186 Tlajomulco-Central Vieja va llena, no a nivel lata de sardina como es su insana costumbre, pero tampoco cabría aquí plácidamente la caricaturilla didáctica de la sana distancia. Por las mañanas, los que alcanzamos a ir sentados, aprovechamos un pestañeo más. El tráfico si está más desahogado, tanto es así que a mi parada en Chapultepec y Washington llegué a las 5:50. Me bajo y saco de mi mochila el gel desinfectante para echarme en las manos y poder cambiar de estación de radio, no está la programación habitual y necesito música de fondo para caminar hasta mi trabajo. La primera invitación a permanecer días en casa no llegó al sur de la zona metropolitana.

 

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Los regresos siempre son más ruidosos y aglomerados. Me siento y escucho del pasajero que va detrás un reclamo de abandono a su “mija”, a quien desde la semana pasada no puede ver; le reprocha se la pase “trepada en el guayabo” con su esposo, mientras a él le hace falta. Le pide busque una forma de salir unas horas, que diga que va con su mamá o hermana, porque le hace falta y la extraña mucho; cuelga con un «te quiero mija». Nadie habla de los daños colaterales que trae la autoreclusión. A la altura del Periférico los espacios que aún quedaban en el corredor son ocupados: a ojo de buen cubero esta unidad ya rebasó los 50 individuos, ¡Le fallamos a la “Susana”!

 

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Hay días como hoy que me duele la espalda, hasta creo que la imprenta es la única abierta en estos momentos y todas las urgencias en tinta y papel nos están cayendo a nosotros. Cuando voy camino a casa me marca “R”, ella trabaja desde casa y solo sale un rato a pasear a su “perrhijo”, un bóxer rescatado de las calles, a quien le pesan cada plato de comida por contar con nutrióloga de cabecera, padece de un problema cardíaco que controla con media pastilla de viagra al día y está castrado. «R» me cuenta lo tarde que llega a trabajar: el tráfico de su recámara al comedor/oficina se aletarga, por lo que ha tenido que hacer horas extras. Tal vez regresará el lunes, pero no es seguro, sus labores giran alrededor de escuelas de enseñanza básica. Me promete un pastel de chocolate cuando podamos vernos. Ya tuvo su primer momento de debilidad: la buscó el “ex”, que es capaz de violentar la cuarentena para verla, y ella lo llegó a considerar. Su salvación le vino por internet: un anuncio le ofreció un novedoso juguete que succiona y vibra, en la puerta de su casa y al alcance de su tarjeta. Los caminos de la vida son así de misteriosos. Le pido me pase la página de la tienda, yo no soy candidata de hacer home office, pero esa otra cuarentena la voy cargando desde meses atrás.

 

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Es viernes, mi plan es salir antes para evitar el camión abarrotado; nunca he sido buena planificando: alcance uno de los pocos asientos que quedaban desocupados. En Plaza del Sol el camión se satura, una señora con cuatro hijos se abre camino y llega hasta la parte de atrás, los niños no quieren tocar los tubos y van chocando entre los pasajeros. Son contados los que suben con cubrebocas y el olor a alcohol de vez en cuando se percibe. A pesar de ir lleno, el chofer no deja de hacer paradas para subir gente. Entre más avanza el camión hacía Tlajomulco, más se aleja la cuarentena y las “alarmas”. Nuevamente el comunicado a la sana distancia pierde su efecto conforme se aleja de Guadalajara. Espero y el Covid-19 también tenga en su ADN esa tirria por el sur.

 

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Imagina caminar por Washington, dar vuelta en Simón Bolívar para tomar avenida Niños Héroes hasta Unión y de ahí al cruce con avenida La Paz y no toparte con ningún otro caminante, nadie, absolutamente nadie: ni en paradas de bus, ni barriendo, ni nadie que vaya camino a algún otro lado.

Solo escuchas a ratos motores de autos y camiones, pero pocos. Tan pocos que logras oír el trinar de los pájaros y tus propios pasos. Entonces viene a tu mente el recuerdo de tu madre que dijo: “Tus pisadas siempre son fuertes, firmes y ruidosas; aunque no traigas zapatos”. El recuerdo te hace extrañarla, pero agradeces que ya no esté: su diabetes, hipertensión y edad la harían la perfecta carnada del virus. Primer día de la Alerta Sanitaria y no te sientes en el Apocalipsis.

 

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Camino por avenida Chapultepec a pasos acelerados con las manos empuñadas, me urge llegar a lavarme. La Clínica 89 tiene restringida la entrada, no queda más que llegar a mi oficina. Cuando bostezo siempre derramó dos lágrimas, ya llevo tres bostezos y no puedo limpiarlas. El camino que hacen en mi mejilla se siente fresco. Avanzo por la avenida Niños Héroes, una patrulla pasa y baja la velocidad: “¿Todo bien?”, preguntan. Sí, les respondo, y se alejan. Sigo bostezando y con las manos empuñadas, si las aflojo me descuidaré y tocaré mis ojos, no puedo ni debo. Del River, donde bajé minutos antes, un pasajero de gorra tinta, pantalón tipo pants azul, sudadera tinta, chaleco negro y botas de trabajo desgastadas, mastica chicle y de vez en cuando, en actitud retadora, escupe al suelo. Estaba sentado a dos filas de mí. Es inevitable sentir temor, impotencia y coraje. Se bajó en Periférico, se agarró del asa de mi asiento para encaminarse a la bajada, misma que tomé yo también para bajar. Por eso traigo las manos empuñadas.

Día dos de emergencia sanitaria, y ya deseo que se extinga la especie.

 

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Sonó mi despertador a las 4:00 am, como de costumbre; lo apagué, me enrollé en la sábana y abracé mi almohada. Hoy formaré parte de esos que se pueden quedar en casa.

A las 7:00 am me despierto y me enojo conmigo misma. Veo la alerta de Twitter que me informa el inicio de la «mañanera», trato de ponerle atención, pero la voz con eternos espacios entre palabras huecas hace que vuelva a arrullarme. El hambre me despierta a las 9:00 am. Día tres de la alerta sanitaria y ya me siento fifí.

 

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Me gusta caminar sobre hojas secas, los crujidos que se escuchan en cada pisada me hacen sentir grande, invencible y fuerte. Con la ausencia de quienes madrugan para barrer las calles me puedo dar ese gusto. Nadie mira la sonrisa infantil que esbozo, ni los pasitos que hago para disfrutar el ruidillo. Los otros, los que están en cuarentena, se están privando de estas pequeñas cosas. ¿O es mi palmadita mental de consuelo por saberme excluida de una alerta sanitaria que segmenta a la población?

Hoy solo me topé con esos transeúntes indispensables para el funcionamiento de un país en estado de alerta: guardias de seguridad privados resguardando concesionarias automotrices, personal de cadenas de franquicias que hay en cada esquina, señoras, en su mayoría de edad avanzada, que se encargan del aseo de casas y oficinas, huéspedes nómadas de camellones, calles y cualquier buen espacio para dormir. Día cuatro de alerta sanitaria y no parece que vaya a cambiar la humanidad.