Esta crónica, que fue escrita por su autor los primeros días de este encierro (que ya no sabemos con certeza hasta cuándo durará), nos retrata cómo se comenzaban a poner las cosas al principio; ya nos parecen lejanos los días primeros y más aún aquellos en los que podamos volver a la normalidad, si es que podemos.

  

Efraín Amador

 

En la fotografía aparece con arrugas pronunciadas en la frente, señal inequívoca de su pertenencia a la cofradía del enojo perpetuo; sobre su cabeza lleva una especie de bonete al que la liturgia católica denomina mitra y que simboliza una jerarquía, en su mano derecha porta un báculo de betas rojizas. Como la foto está cortada no se puede apreciar la punta de este objeto, de momento me recuerda a los caciques de los pueblos mesoamericanos, que eran representados en figurillas de barro con un palo en la mano como símbolo poder. Al pie de la de la imagen se puede leer: obispo de Cuernavaca, Ramón Castro y Castro. Este personaje se convirtió en tendencia en un par de horas luego de afirmar, en plena homilía, que el coronavirus era un castigo divino, a causa del movimiento feminista, por legislar a favor del aborto y por la existencia de la comunidad LGBT+ y cerró el sermón señalando: “Hoy, toda la humanidad, negros y blancos, ateos o con fe, pobres y ricos, todos estamos igualitos”.

De inmediato pienso en la ignorancia desde la que habla este obispo, debe vivir a años luz de la realidad, porque si bien es cierto que el virus puede atacar a cualquiera, como siempre ocurre, al fregado cuando no le llueve, le llovisna.

El Covid-19 no distingue códigos postales, no sabe de servicios médicos privados, no lee tablas de contenido calórico, no reacciona de acuerdo con membresías.

Respetuoso de los consejos de la Secretaría de Salud me he mantenido en casa, pero es domingo y las provisiones comienzan a escasear, así que es tiempo de surtir despensa, pero ahora hay que planear la lista con sumo cuidado. Limpiamos solo los vidrios del carro: una capa de polvo lo cubre todo, como si se tratara de un auto abandonado. Francisco recuerda un meme en el que alguien escribió sobre el vidrio sucio de un auto: si así eres de cochino en  la cama, llámame; reímos por un momento, buscamos la caja de cartón que es nuestro contenedor de verduras y frutas, pienso cómo este enclaustramiento ha modificado también  nuestra percepción de las rutinas diarias, antes me resultaba un auténtico suplicio hacer el súper, en cambio hoy estoy de buen  humor, como cuando voy de visita al underground,  que es la  manera en la que denomino a las cantinas de las que soy parroquiano; esta mañana salir a comprar víveres se convierte en una aventura gratificante, ya era tiempo de romper el arresto domiciliario.

De acuerdo con las fotografías de las redes sociales, encontraríamos avenidas vacías. Pero no es el caso: el trafico sigue siendo casi igual, a nuestro paso vemos limpiavidrios en los semáforos, algunos corredores dominicales que hacen del camellón su pista de tartán, adelante encontramos un tianguis donde parece que nadie tiene noticias de que siguen incrementándose el número de muertos en todo el orbe, la gente se arremolina alrededor de los puestos formando diques humanos.

Por la tarde leo en el Facebook de una conductora de Radio Universidad un relato en el que cuenta que salió a pasear a su perro de madrugada, con la intención de no encontrar a nadie, sin embargo, se llevó la sorpresa de su vida cuando descubrió -horas antes del amanecer- que la  colonia Polanco era un verdadero convite, de reguetón  y cumbia, con gente haciendo carnes asadas  y hordas caminando con su respectivas chelas, tal y como celebran la Navidad  por esos lares, como si la posibilidad de enfermar fuera solo una pesadilla que se difumina con la fiesta.

Casi a la altura del parque Agua Azul hacemos la primera parada para comprar verduras y frutas en un tianguis, tenemos apenas unos meses comprando en mercados y tianguis, con la idea de fomentar el consumo local. En el puesto en que realizamos todas nuestras compras solo hay un cliente, lleva un cubre bocas, hace bromas sobre el coronavirus, luego el dependiente lanza un fuerte estornudo.

 -Se me hace que ya te llegó, señala el cliente.

-No: es que soy alérgico a los pendejos, contesta el dependiente.

Solo el puesto donde venden limpiadores y detergentes líquidos esta abarrotado, siguen llegando clientes con recipientes dispuestos a llevarse hasta la última gota de estos productos altamente valorados durante esta alerta sanitaria.

La segunda parada la hacemos en un supermercado que esta frente al Teatro Diana, hoy se puede elegir cualquier espacio para estacionarse. Luego, guiados por un carrito, iniciamos un periplo trazado entre las estanterías, casi de inmediato nos percatamos de que solo hay huecos en anaqueles específicos. Francisco me explica una teoría de psicología social, que leyó en las redes: las compras compulsivas se gestan como una consecuencia de los espacios vacíos que ven los compradores en los anaqueles, esto genera en el imaginario de los clientes un panorama de escasez y para no sentir que pueden sufrirlo, compran por toneladas. Nos llama la atención el tipo de productos que aparentan faltar: pastas, galletas refrescos, jugos envasados, pan de caja y pastelillos empaquetados. En cambio, en la sección de congelados, de frutas y verduras y la carnicería se muestran productos en abundancia.

Al terminar las compras desayunaríamos, como usualmente lo hacemos, en algún lugar de la Colonia Americana, por su relativa cercanía, pero ahora lo mejor será ir con Doña Mago, en el Mercado de Mexicaltzingo, que está a una cuadra.

“Buenos días, mis amores”, nos dice detrás de la caja registradora, “pásenle, qué van a desayunar”, nos sonríe, en su permanente intención de marketing; junto a la caja hay un pequeño letrero que anuncia la existencia del gel antibacterial, en el que han dibujado un virus, tratando de llevarse a un “Don Pipo”, en el extremo de la ilustración se puede ver la firma de Trino.

Cuando termina nuestro desayuno sugiero que caminemos un poco, con la intención de mitigar por adelantado el aburrimiento futuro que tendremos con una semana más de encierro.  Salimos del mercado y pasamos frente a la iglesia que se erige en la quietud un domingo distinto, las puertas están abiertas, pero hoy nadie vendrá a misa, en la puerta central se informa en un pliego de cartoncillo que las misas se transmitirán por el Facebook de la parroquia, misma que ahora es un desierto; en el interior de este edificio decimonónico, un viento devoto juega con la flama que alguien colocó a los pies de una imagen.

Salimos para atravesar la plaza, viene caminando un indigente que arrastra una gran cantidad de bolsas, ya casi es medio día, se empieza a sentir el calor, pero el indigente viste una enorme chamarra negra que visto en la lejanía bien podría ser un elegante abrigo, porta también una cachucha que no tiene visera y sobre el pantalón lleva trapos amarrados de distintos colores. Pienso que su originalidad es lo único que rompe con una plaza en tedio; cada vez está más cerca de nosotros, nos percatamos que dialoga en un lenguaje ininteligible con un interlocutor que no existe. Lo miramos de reojo, la distancia que tenemos con él es apenas de unos metros, justo en ese momento comienza a toser y aceleramos el paso. Con toda seguridad no forma parte de los jaliscienses que fueron a esquiar a Colorado, pero por ahora es mejor no averiguarlo y desandamos el camino para regresar a casa.