En medio de este encierro, quizá algo muy cercano a la ruina total sería perder el servicio de electricidad. El autor de la siguiente historia vivió algo así y no murió: vivió para contárnoslo. Aquí un poco de eso.
Heriberto GlezPineda
Se fue la luz. Tuve que recurrir a la pluma y papel para escribir las ideas y sensaciones que esto me genera. No se trata de desconfianza en mi memoria, siempre me he orgullecido/lamentado de recordar chorros y montones de cosas, muchas veces intrascendentes.
Creo que un apocalipsis iniciaría así, sin luz. Omito aún cualquier consecuencia de la guarecida, ahora la única consigna es sobrevivir. Tan contundente misión que a pesar de existir peligro de muerte no es (al parecer) lo que procuramos evitar, sino el tedio, aburrimiento y el estrés ocasionado por estos.
No puedo ver la televisión, ese extraño aparato de primera necesidad que sirve de medidor y detonante para hacer otras actividades: Ya vi mucha tele, ahora me pondré a…
No puedo utilizar uno de los baños: esa cueva en tinieblas debajo de la escalera da una sensación claustrofóbica estando inservible al hacer menos el espacio disponible dentro de casa.
Aún no entro en pánico de creer que los alimentos congelados perderán esa condición. Creo que tampoco puedo cocinarlos, (ni siquiera mencionaré la inocua presencia del aparato futurista para hacer palomitas) mi estufa es eléctrica. Me pongo a pensar que alguna vez vi a mi abuela cocinando con leña o que, en ausencia de mis padres -trabajadores ellos- era encargado de prender el piloto, al ser el mayor de mis hermanos; esa llama eterna que necesitaban encendida las estufas para funcionar. La estufa sigue siendo de combustión de gas, hace años que no acerco un cerillo a un quemador, ni siquiera sé si tengo alguno.
Podría leer un poco, aunque debo permanecer en estado de negación con respecto a la ausencia de electricidad, me intriga no saber cuándo volverá.
Tomo un libro, aunque solamente es para sacudirlo y quitarle la capa de polvo que tiene encima. En mi librero los tengo separados (eso digo siempre) por temas. ¿Será buen momento para dejarme llevar por el método de Dewey para tal caso? Sacudo un nuevo libro al mismo tiempo que ignoro mi ocurrencia.
Sigo teniendo línea telefónica fija, tal vez para aumentar mi ego, al despreciar una y otra vez cualquier intento de venta bancaria, pero los varios aparatos distribuidos en la casa con una señal, captada de un aparato conectado a la luz, no funcionan. Me sorprende un poco que el principal tenga línea, como si no hubiera vivido en la etapa en la que ninguno se conectaba a la luz. Mi sonrisa al respecto se diluye inmediatamente, no conozco ningún número de mis amigos solo el de mi papá que nunca contesta porque siempre le llaman los del banco, dice.
No puedo utilizar la caminadora, imposible programar el ritmo y la distancia. Tampoco quiero usarla así, temo que forzándola se descomponga y después todo se convierta en una inversión costosa que se vaya a la basura. Seguro esto diría si tuviera una.
Sentado en el sillón, con las piernas estiradas al momento de quitarme los zapatos, resplandece un sol brillante por la ventana. Ya acostado pienso que sería mala decisión tomar una siesta. Sin luz, el ocaso anunciará el momento idóneo para hacerlo, de otra manera el locazo sería otro dando vueltas en la cama por la noche sombría.
Ya no tengo un radio. Maldita la hora en que permitimos que la música fuera tangible, crecimos viendo a nuestros padres acumular LP’s y lo mismo hicimos nosotros con CD’s o casetes, según sea el caso. Invertir en música siempre fue una buena opción y más en algún aparato que con baterías en este momento haría más amena la espera.
Ahora ni siquiera guardo música en el teléfono móvil, aunque haya opciones me niego a hacerlo teniendo en línea todo a disposición. Un apocalipsis es una buena excusa para seguir almacenando música. Celular al que por cierto decidí no pagarle el servicio ¿para qué? si estaré encerrado un mes conectado a la red casera (alguna parte de mi se ríe de mí mismo en este instante).
Ni a Kafka se le hubiera ocurrido la brutal metamorfosis que sufrió el armatoste que tengo sobre el escritorio. Mueble inservible que otrora fuera el centro de operaciones donde administro mi vida, mi oficina, mi servicio postal, mi sala de cine, mi televisión a la carta, mi rockola, mi máquina de escribir, mi calendario, mi centro de carga eléctrica, mi estadio, mi álbum de fotos, mi biblioteca, mi salón de clases, mi club social, mi puesto de periódico, mi entrenador personal…
Hace algunos minutos el regulador con un pitido anunció la vuelta de la electricidad, el sonido del motor del refrigerador lo validó. Tal vez sea el momento de tomar un libro y leer un poco, ahora es más sencillo con la seguridad y la calma que te brinda el saber que tienes todos estos aparatos a tu disposición.