La autora de la siguiente crónica (quien debuta en esta página), diseñadora, cocinera y malabarista de muchas otras artes y oficios más, nos narra lo que fueron los primeros días de su confinamiento, a causa de la epidemia del COVID-19. No es fácil desprenderse de la intimidad y dejar entrar a los lectores un momento, a ver lo que sucede entre las cuatro paredes habitadas solo por dos personas.

 

Lucy Barajas

 

–Para ti no será tan difícil, ya estas acostumbrada al home office. Por favor no salgas para nada innecesario, no te expongas, ya veremos qué pedir en línea– me decía mi esposo esa mañana, al encender su computadora. Habían empezado los primeros cinco días de encierro que pedían por la pandemia.

Tengo como diecisiete años de freelance y el home office es mi estado natural, es parte de mi vida, siempre me gustó eso de la libertad.

–¿Ni al vivero? – le dije.

–No, ni al vivero– respondió volteándome a ver, tratando de ponerse serio, pero con pleno conocimiento de mi gusto por las plantas.

–Estamos en un Apocalipsis zombie, ¿verdad?, le pregunté sonriendo, disimulando un poco la ansiedad que me da perder el control de mis días y escondiendo las preguntas que quería hacerle de su negocio.

Me sonrió rápidamente mientras seguía inmerso en la computadora, como si tuviera que parar un desastre. Yo había escuchado días antes cómo sus clientes empezaban a bajarse del barco.

Esa misma mañana vi que la frágil begonia que compré dentro de una latita semanas antes de la pandemia, necesitaba urgente un estable soporte para seguir creciendo derecha; el peso la vencía, pero para mi sorpresa ha desarrollado perfectas y grandes hojas nuevas. La nombré “La Betsy”; sus hojas están llenas de puntos blanquecinos, como si le hubiera dado un brote de alergia bonita; no me di cuenta en estos días por estar pegada a las noticias, que está empezando a dar una flor también, no sabía que podía adaptarse en interior, considerando sus circunstancias.

Estar encerrada te pone más atenta a muchas cosas, además de lavarte las manos hasta la resequedad. Es verdad que, aunque estoy habituada al home office, me estoy distrayendo más fácil.

Entre las llamadas que él hace a su equipo, mis mails, sus mails, las notas de voz de los dos y las conferencias en línea que se acomodan en algún horario junto con el mejor ángulo de nuestra casa, –pero ninguna con el ruido de la licuadora–, los días son cero aburrimiento.

Yo termino proyectos de diseño, pero no hay nuevos; todo se detuvo junto con esa factura que me deben, que pienso que también está en cuarentena. Estoy pensando cómo presentar –alegremente a distancia– un proyecto en plena pandemia, que es a distancia no por la contingencia, si no porque es para alguien en otro país.

Estoy más atenta a lo de diario, como a esos perros encerrados y asoleados que no han parado de ladrar, su confinamiento –si no me fallan las cuentas– es de seis años para acá. No están acostumbrados a socializar y cualquier sombra los hace ladrar; cuando paran, de pronto la alarma de ese carro en la calle que nadie ha podido mover se dispara aburridamente sola; yo le pago al del gas por la ventana tomando el billete de una orillita, ordenamos una lasaña al restaurante de una amiga que la está pasando mal, sin clients; la imagino perfecta cuando me cuentan que dijo:

–Yo, como los violinistas del Titanic, hasta el final–.

Lo visito de mi “oficina” a la “suya”, pregunto si tiene que hacer una llamada porque quiero encender la licuadora; de pronto lo imagino tocando también como esos músicos del Titanic cuando el barco empieza a hundirse.

Todo el ambiente es raro, espeso. Recibo una compra a domicilio y se siente cierta tensión al abrir la puerta: el mensajero estira la mano a punto de pasarme su pluma, pero duda, la regresa hacia él y me dice:

–Si gusta, mejor yo anoto su nombre aquí, diciendo que sí recibió.

Yo agradezco hacia mis adentros el higiénico gesto. Primera vez que dejo que alguien firme por mi.

A medida que avanza el encierro somos compañeros en una misma casa- oficina, cada día escucho cómo alguno de sus clientes detiene algo “hasta nuevo aviso”. De pronto, distraída, dudo si ya me lavé las manos y por si acaso, lo vuelvo a hacer. La incertidumbre de qué van a hacer para sacar todos los sueldos, sus rentas y extras, se ha convertido en una página más dentro del bonito arte de emprender.

–¿Qué vas hacer?– le pregunté visitándolo en su “oficina”.

–Lo que hay que hacer: lo que me toca hacer y ajustar lo que se pueda.

–Dejaré mi sueldo–, me contestó concentrado mientras se ponía la mano en la barbilla, en un gesto que solo yo le conozco.

Tiene días sin parar trepado en el “cadillac del excel”, que así bautizó hace unos años a un sistemático documento excel, dotado de múltiples celdas inteligentes que se mueven a donde tu imaginación o tu preocupación las lleve. Lo creó en esos momentos que te das cuenta que llevar un negocio va más allá de los clientes, servicio, equipo o buen nombre y logotipo.

Es para esos momentos que tienes que hacer un despliegue de estrategias militares y amplio conocimiento de la naturaleza humana.

“El cadillac de los cotizadores”, –que es otro nombre también–, te permite ver los distintos escenarios dentro de momentos complejos.
Yo imagino que su magia es como la de una máquina del tiempo: se adelanta al futuro para motivarte, asustarte, te regresa o te trae a la numeralia pandémica presente; te pone de frente la realidad para darte la respuesta, esa, la que difícilmente hay que hacer dentro de una circunstancia extraordinaria:

Tomar decisiones.

En el “Cadillac” se viaja así:

El primer escenario: (ideal) todos ganan, el dinero no se corta, todo es estable y normal.

El segundo escenario: (conservador), algunos recortes, empezando por las cabezas y elimina cosas que uno creía que son esenciales.

-El tercer escenario: (agresivo), no puede conservar todo, hay que dejar ir aunque duela y quedarse a flote; acepta lo que no es vital para la existencia y la actividad.

-El cuarto escenario: todo se fue al carajo. El virus llegó. Es el apocalipsis dentro de números catastróficos y hay que empezar de nuevo.

Ha viajado por cada uno de los escenarios, del primero al cuarto, no quiere que nadie se baje. Cuando estás del otro lado y hay gente que te espera, no puedes darte el lujo que te dé esta enfermedad que nos puso en encierro.

Llevo días escuchando los escenarios y me traslado en el tiempo años atrás, cuando éramos compañeros de trabajo con la seguridad del sueldo fijo y la festividad del aguinaldo. Nuestros lugares en el cuarto piso de la oficina, donde nos conocimos, tenían otra vista y ángulo. Después, no entendimos de metro y medio de distancia y terminamos acercándonos demasiado.

–Haces bien en dejarte al final–, le dije mientras él se asomaba por encima de la pantalla para escuchar.

–Y a ti, ¿quién te cuida?–, le pregunté.

–Nadie, pero esa es la libertad. Decido, contestó.

Mientras que avanzan los primeros cinco días donde siento cómo se tambalea el barco y se decide responsablemente, me doy cuenta que no se necesita tanto. Todos los días nos enteramos de muchos que tienen miedo de remar y de los que no esperan ningún rescate y solos lo hacen. Liberarte te da la capacidad de elegir nuevos escenarios, liberarte de los estándares que te habías puesto te permite crear en otro lado y no esperar milagros.

Los virus siempre están cambiando y más vale que nosotros con ellos también. ¿Aprenderemos a armar distintos escenarios y descubrir nuevas formas de hacer las cosas? ¿Seguirá existiendo el virus después del virus?

La distancia social y el encierro, para muchos, era parte necesaria e indispensable para liberarse de lo que ya no funciona. Los que tenían el compromise de verse, por costumbre o imposición, gozan en silencio de no hacerlo como cada jueves; para los que la soledad y la angustia los alcanzó, los minutos se vuelven lentos, abandonos hondos. La ansiedad que llena la vida con amplios carritos de cosas y comida, no siempre podrá surtir la compañía, porque para viajar en libertad antes de este evento histórico habría que aprender a soltar la dependencia afectiva, económica y otros altos riesgos que infectan el alma. El virus nos deja ver qué hemos construido al día de hoy, solamente en el encierro vemos el resultado de lo que hemos cosechado.

Las llamadas se empiezan a escuchar desde todos los puestos que tiene el negocio, siguen remando todos y confiando. Los clientes se siguen bajando.

Ya es el quinto día del encierro, pasamos los dos de nuestras “oficinas” a nuestro pequeñísimo patio, saco un vino que tomé de la caja del desconocido que firmó mi nombre. Empezamos a juntar nuestras sillas los dos hasta sólo dejar pasar un alfiler entre ellas; recorremos rápido la lista de todo lo que cancelaremos: ni vital, ni importante, hemos escondido reservas de nuestro amor en muchos lugares. Nos damos la mano y nos besamos. De pronto no estamos viendo la simple pared que nos contiene encerrados: estamos dibujando el escenario de los hilos para dirigir la pequeña verde planta de hiedra que nos hace imaginar que tenemos justo lo necesario.