¿Quién le iba a decir al autor de esta crónica —Juan Valdovinos, que debuta en esta página en estos Diarios de la Cuarentena— que iba a pasar su luna de miel en cuarentena? Quizá a algunos podría parecerles romántico, pero no lo es tanto, como podrán constatar si leen.

 

Juan Valdovinos

 

Lo bueno que alcanzamos a casarnos, bromea Alejandra en el sexto día de nuestro aislamiento en la casa azul, nuestro hogar en la calle Penitenciaría. Es miércoles 25 de marzo de 2020, once días después de los primeros dos casos confirmados en la Zona Metropolitana de Guadalajara de la enfermedad causada por el nuevo coronavirus, y 52 días después de nuestra boda.

Elegimos casarnos el 02/02/2020 al ser esta una fecha capicúa donde se simboliza —según nosotros mismos— cómo debe ser una pareja: correspondiente y en igualdad de condiciones, como un espejo. Aquel día en el mundo la enfermedad COVID-19 cobraba la primera víctima mortal fuera de China.

Lo bueno que alcanzamos a casarnos, dice mi esposa, mientras ve la enésima película en Netflix, ahora una turca luego del maratón de surcoreanas. «Mira, amor», me dice mientras intento hilar estas palabras. «Mira, amor, la niña se va a morir», y en efecto, la niña se muere.

No hemos tenido luna de miel, lo más cercano fue hace dos fines de semana cuando salimos a Mazamitla poco antes de que las autoridades pidieran el aislamiento. Tampoco salimos del cuarto, apenas a la esquina a comprar chongos, cena, agua, un vino tinto y un sacacorchos. El pueblo lucía algo lleno y nos daba paranoia caminar entre tanta gente. Regresamos a Guadalajara para descubrir la suspensión de clases —ella es maestra de español— y una semana después la suspensión de labores en algunas oficinas de gobierno —yo trabajo para el gobierno.

Entonces pienso que hemos corrido con algo de suerte, como diría Rodrigo González en su canción, pues ambos podemos trabajar desde casa con la continuidad de nuestro salario. Pero no así el vendedor de tamales de elote con mantequilla, que justo pasa en este momento afuera de la casa y quien no ha faltado un solo día. O los trabajadores del aseo público, que esta mañana detuvieron su camión en nuestra calle para lavar sus manos con agua que guardaron en un dispensador de detergente. Esta vez traían guantes, lentes protectores, cubrebocas y pedían dejar la cooperación voluntaria en una bolsa atada a su cintura. Aún hay mucha gente que mantiene sus actividades laborales inmutables, ya sea porque los demás necesitamos tanto de ellas, o porque sin ellas las necesidades de sus familias no podrían ser cubiertas.

Pero eso pasa allá afuera. Acá adentro vivimos cinco en la casa azul: mi esposa y yo, Jaime, Julián y Alan, además de dos perros: una husky de Jaime (Selene) y un chihuahueño mío y de Alejandra (Rory). Aunque la casa es grande, ya se empieza a notar el enfado, la paranoia, el temor, la precaución, la distancia y una cierta locura acompañada de olores extraños, sensaciones de ahogo, de una tensión que desencadena en discusiones de todo tipo.

En estos días, Alejandra y yo ya hemos discutido por todo: el perro, el calor, la habitación, el perro calor que hace en la habitación, y más, mucho más. Viene su cumpleaños y seguramente discutiremos sobre cómo festejarla. Hoy salió a ponerse uñas y yo aproveché para continuar estas memorias del encierro. Recordé, entonces, la imposible soledad, un texto que escribí cuando fui becado por la Secretaría de Cultura para crear cuentos. Y hoy, más que nunca, me parece actual y propio.

Dentro de casa ya no soporto a nadie, en especial a los compañeros de vivienda, también llamados roomies. Aprovecho cualquier oportunidad para sentirme fuera de la casa: sacar la basura, regar el árbol, asomarme al balcón y ver el Cerro del Cuatro, en cuyas faldas está el barrio de mis familias: Miravalle.

Entre párrafos pasan días: hoy, por ejemplo, ya es el noveno día de encierro. He salido al supermercado, a la esquina por cerveza y a pasear al perro en una ocasión. Hoy lavé toda la ropa, a pesar de que apenas usamos uno o dos cambios dentro de casa. Estoy harto de las redes sociales: noticias terribles, remedios caseros y publicaciones a modo de chismógrafo, para saber más de la gente que, más allá del encierro, no he visto en meses o años.

Mañana será nuestro día diez enclaustrados, hacinados, emparedados. Se suponía que el último, según la invitación de las autoridades. Pero no: aquí en la casa azul seguimos en luna de miel en cuarentena. Al menos alcanzamos a casarnos.