Alicia Preza

 

Aquella mañana despertamos en la paradisiaca y cristalina Playa del Carmen. Habíamos ahorrado durante varios meses para poder hacer un viaje donde celebráramos lo que fuera, decíamos que mi cumpleaños, decíamos que Navidad adelantada, decíamos que la entrada del otoño, entre muchas otras razones sin sentido que le dieran lógica a ese recorrido de cinco días en la Riviera Maya. Éramos cinco mujeres jóvenes disfrutando de nuestros ahorros y de la aparente libertad.

Muy temprano tomamos un camión que nos llevaría por menos de 20 pesos a Xcaret y nos sentamos hasta atrás del transporte tal como lo hacíamos en nuestros tiempos de preparatoria. Al bajar, una chica muy chaparrita y de acento sudamericano nos abordó para preguntarnos por dónde debía caminar para llegar al parque y aunque le dimos las señas para que llegara por su cuenta, una de mis amigas le sugirió que nos acompañara, al fin y al cabo, íbamos a donde mismo.

Se presentó: su nombre era Glenda y viajaba desde hace unos días sola por el Caribe mexicano. Tenía nuestra edad, venía de Ecuador y le gustaba aventurarse por el mundo. Decidió empacar y traer su mochila a uno de los países que, según decía, más le maravillaba por sus paisajes y su cultura y que por fin se le había hecho pisar.

La integramos a nuestro grupo y durante todo el día en aquel parque nos habló de su país y los lugares que había visitado, mientras nosotras refutábamos con orgullo sobre la comida, los rituales mayas y su diferencia con los aztecas, los dulces típicos y de que cuando visitara Guadalajara no podía perderse de probar las jericallas.

En la noche nos despedimos e intercambiamos números de teléfono. Hicimos un grupo de Whatsapp para estar en contacto, grupo que durante los últimos tres años había estado abandonado, ya que, aunque digas que serás “amiga por siempre”, eso casi nunca pasa. Hasta hace un par de meses que Glenda nos escribió, decía que por fin conocería Guadalajara y que la veríamos en marzo.

Este pasado 20 de marzo nos reunimos de nuevo, fuimos a recibirla a su hostal, uno muy pequeño y hípster por la colonia Americana, donde volvimos a abrazarnos. Ahí conocimos también a su hermana Yamela, que la acompañaba y se estrenaba en esto de las aventuras internacionales, aunque sumamente callada e introvertida, creo que la asustamos un poco con tanta efusividad.

Las llevamos a cenar pizza a la leña, no muy tapatío, pero sí muy rico y barato. Glenda y su hermana solo se quedarían un par de días, pues tenían que regresar a la Ciudad de México donde un amigo suyo las recibiría una semana más, antes de abordar su vuelo de regreso a Ecuador.

Al día siguiente nos encontramos en el centro de Guadalajara y las llevé al Museo Cabañas. Hablamos de arte, de feminismo y de nuestros roles como morras treintonas que prefieren viajar y emprender en lugar de tener marido e hijos, todo eso, allí sentadas debajo del imponente Hombre de Fuego de José Clemente Orozco. En un momento de sinceramiento, y también de descanso, pues ya llevábamos varias horas caminando, me decía que México era un lugar que le apasionaba y le había cambiado la vida en muchos aspectos, que no olvidaba el recibimiento que le habían dado tres años atrás y que ahora guardaba con mucho cariño; esta vez había recorrido Guanajuato, San Miguel de Allende y muy brevemente, Guadalajara.

Nos levantamos y seguimos el recorrido, seguro Orozco ya estaba aburrido de escucharnos. Además, el guía que nos había recibido nos abandonó momentos antes, pues decía que le acababan de anunciar que, por salubridad, se alejara lo más posible de los visitantes.

Las llevé a comer a San Juan de Dios, no sin antes advertirles que, si no les daba Coronavirus, mínimo les daría salmonella, pero se arriesgaron, porque decían que los puestos se veían muy bonitos y típicos para las fotos. Para el postre las llevé por jericallas, y aunque al principio se sorprendieron y decían que estaban muy ricas, lastimaron mi orgullo jalisquillo cuando se murmuraban una a la otra que realmente sabían igual que un flan.

Tomamos un camión, porque la experiencia tapatía también es subirte al transporte público. Las llevé a Tlaquepaque, donde se tomaron foto en todo lo que encontraban y terminamos comiendo guzgueras en la plaza. Al día siguiente les dimos a escoger entre Chapala y Tequila y obviamente ganó la bebida espirituosa y el paisaje agavero. Ya con el resto de mis amigas descansando pudimos tomar una camioneta entre todas y llevarlas a conocer las fábricas tequileras y el proceso de jima, y emborracharnos, más que nada. Además, aprovecharíamos que sería el último día que estuvieran abiertas, antes de entrar en cuarentena.

Las veía tan contentas mientras repetían en todo momento que amaban a México y que si por ellas fuera se quedarían mucho tiempo más. Ese día ninguna estuvo atenta a sus redes sociales. La filosofía de Glenda era conectarse al WiFi de los hostales solo por la noche, cuando fuera indispensable, pero prefería realizar sus viajes sin acceso a datos móviles para vivir la experiencia alejada de su cotidianidad.

Por la noche las despedimos en su hostal, repitiéndonos que nos veríamos pronto y que las esperábamos siempre que quisieran regresar.

Ya las hacíamos en camino a la Ciudad de México cuando el lunes 23 de marzo, en pleno puente, Glenda nos escribió para decirnos que el BlablaCar que había reservado para viajar a la Ciudad de México le había cancelado y tenía que llegar ese mismo lunes en la noche para su vuelo a Ecuador. Había recibido un día antes una notificación de su aerolínea, diciéndole que se adelantaría el vuelo debido al incremento de casos de Coronavirus y en la embajada de su país en Guadalajara seguramente habían descansado, pues no le contestaban el teléfono.

Tratamos de conseguirle un vuelo a la CDMX, pero estaba todo lleno, lo único disponible eran salidas de autobuses en la línea de lujo de ETN, lo que le costaría el doble de lo que tenían planeado pagar en el BlablaCar por ambas, pero era lo que había y se fueron. Sin embargo, ya en la Ciudad de México no corrieron con mejor suerte: no alcanzaron a llegar a su vuelo y por fin pudieron comunicarse con la embajada de Ecuador, que, muy parecido a cualquier servicio en México, lo primero que hicieron fue regañarlas por haber salido de su país en plena contingencia, aún cuando tenían ya tres semanas en territorio azteca.

La bombardeamos de mensajes que no le llegaban, esperábamos que fuera a causa del modo avión. Sin embargo, en la noche nos escribió que había tenido que comprar un chip local de teléfono para tener acceso a internet, que había sido una locura y que tendría que quedarse en la Ciudad de México hasta que su país decidiera ir por ellas y por decenas más de ecuatorianos varados, y que se suponía que eso iba a ser hasta el 17 de abril. Decía también que se quedaría en la casa de un amigo que conoció hace tres años en Cancún, que vive en el chilango y les ofreció su casa para pasar la contingencia.

Hoy, perdiendo el tiempo en el home office, me encontré con videos de cuerpos contaminados siendo abandonados y quemados en las calles de Guayaquil, en Ecuador. Pensé en Glenda y en que tal vez fue bueno, a fin de cuentas, que se quedara varada por acá al lado de su hermana. Le escribí para saber cómo estaban ellas y su familia. Luego de responder que estaban bien, encerradas en el departamento de su amigo, me dijo que la aerolínea les canceló de nuevo la salida del día 17 y que estaban en incertidumbre, pero repitió que estaban bien. Cerró su mensaje con unas frases que aún no sé cómo responder: “Se suponía que en la CDMX conocería Xochimilco, Totihuacán, el Museo de Antropología y el Ángel de la Independencia; no he conocido más que el departamento de mi amigo, el camino a la tienda y el trayecto al aeropuerto, pero estamos bien. Les dije que este viaje a México no lo iba a olvidar nunca. México marca siempre mi vida”.