Moisés Navarro

 

Con la presente crónica inauguramos los Diarios de la Cuarentena, que en este espacio estaremos publicando de manera constante, intensa, primero porque responsablemente hemos tenido que suspender nuestras sesiones presenciales de los talleres, pero, por otro lado, porque hemos decidido no parar de relatar lo que cada uno vive, día a día, en este tema que es mundial. Aquí dejaremos constancia de algunas de las muchas historias que se viven a propósito de la epidemia por el coronavirus.

 

Dos veces hemos tenido que dejar a mi abuela en un asilo. Las dos dolieron lo mismo. La primera vez venía de Estados Unidos porque mi tía —la menor, su chiqueada, nuestra villana personal tipo telenovela— la devolvió después de que se la llevó a Las Vegas e hizo un escandalazo, escribió y escribió lo peor de nosotros en Facebook y juró que ninguno de los que nos quedamos la volveríamos a ver ni muerta. Solo que no aguantó ni dos años y vino a dejarla en un asilo cerca del Coli, ayudó a pagar un mes, se regresó al gabacho y no supimos más de ella.

La segunda vez fue porque la cambiamos de asilo, pues el primero era incosteable y lleno de fallas (por ejemplo: está cerca del canal del Coli –antes río Chicalote– el agua que baja del cerro corre como río y nadie puede pasar ni salir de las recámaras). El sitio donde ahora vive, si bien es más humilde y debe compartir recámara con otro par de viejitas, es mucho más humano. Está por avenida Lapizlázuli, muy cerca del Teatro Galerías. Ahí tienen festejos en todos los cumpleaños, con karaoke incluido. Van chicos de diversas escuelas a realizar servicio comunitario. Cada festividad es celebrada y los residentes son vestidos para la ocasión. Hay juegos de mesa, actividades recreativas y gimnasia para que los viejitos no se entuman. Está el geriatra de cabecera, sus enfermeros y sus cuidadoras.

Cuando la dejamos ahí, la mayor parte de la familia materna nos dejó de hablar. Muchas opiniones, muchos chismes, muchos mensajes, pero nada de ayuda y peor: ninguna visita a la vieja que había sido diagnosticada con Alzheimer meses antes y cuya enfermedad avanzaba rápidamente sin darnos respiro.

Cuando llegó de Estados Unidos confundía todo: su rancho (El Cerrito, localidad de Santa Ana, Acatlán de Juárez) con Las Vegas y Guadalajara al mismo tiempo. La temporalidad se volvía una sola. Recuerdos de la niñez, de la adolescencia, de su juventud y del presente se entremezclaban y volvían su existencia un mazacote.  Eso, y sufría constantes cambios de estado de ánimo y una desconcertante pérdida de pudor. El geriatra que la vio le pudo controlar la mayor parte de esos síntomas, pero la enfermedad sigue sin dar tregua.

El asilo tiene dos horarios de visita: en la mañana, de 10:30 a 13:30 y por la tarde, de 16:00 a 18:00. A la hora de salida en punto, Cecilia corre a todos los visitantes del asilo. No importa qué tanto tiempo hayan pasado con sus familiares, el horario es el horario, dice, y señala el letrero que indica los tiempos de visita. Con quienes tiene buen trato, los corre con mucha pena; con quienes no, utiliza su voz más autoritaria. A veces, los domingos que llega tarde, es posible pasar más rato con el familiar internado, pues se va ella de visita con alguno de sus hermanos. Resulta que Cecy no es enfermera, cuidadora, administradora, ni intendente. También es interna. Tiene alguna especie de esquizofrenia, parece muy funcional. Si uno no la conoce lo suficiente no pasaría por enferma. En el asilo la dejan salir a sus compras, y no solo eso, le han asignado responsabilidades: ser la portera, y asegurarse de que todo aquel que entre se registre en el libro de visitas. Nadie escapa a su escrutinio. No hay relaciones públicas, no le interesa quedar bien con nadie. Es parte de sus obsesiones, no las suelta. Además de eso, asegura ser esposa de Alejandro Fernández. No va tan perdida. El papá (su suegro) ya está muy viejo para ella, aunque no es ninguna joven.

Marcelina, la compañera de cuarto de mi abuela, sufre delirios de persecución. Está acariciando los cien años. Se la pasa sentada, tranquila, con el rosario en sus manos y si un hombre pasa demasiado cerca de ella comienza a gritarle. Que dejen de mirarla de esa manera, que dejen de acosarla, que dejen de tocarla. Marcelina nunca se casó. Platica a su modo con mi abuela, se suelta contándole cosas mientras mi abuela relata otras que nada tienen que ver. O en ocasiones, mi abuela le grita: “¿Qué?, ¿de qué estás hablando?, ¡no te oigo! Sabe qué tanto dices”, pero Marcelina no se importuna, sigue platicando su anécdota o hablando de la comida del día o contándonos que está al pendiente de mi vieja, y ella a su vez al pendiente suyo, que se cuidan mutuamente.

También está Jaime: un señor de menos de sesenta años que sufre de una depresión profunda porque murió su madre y ni ahora logra desprenderse de ella. Era pianista. Lleva la barba de tres días, el cabello desaliñado, pantalones de vestir, camisa y suéter. Siempre está a las caiditas. Toda la guzguera que le llevamos a mi abuela, seguro terminará en sus manos. Ya sea que ella misma se las de o simplemente las olvide en una mesa, él como las mascotas astutas está ahí para jambarse todo.

Entre tanto aparente caos es un lugar pacífico. Muchos salen a la cochera, donde hay mesas y sillas y ahí pasan parte de las mañanas y parte de las tardes. Algunos viejos ven la tele de la sala; otras señoras tejen mientras se cuentan mutuamente las mismas anécdotas de siempre; otro señor que habita en su silla de ruedas implora todo el tiempo por su “Marcia”, una hija, sobrina o nieta que rara vez lo visita. Está Don Jesús, que siempre le encarga a uno mantecadas de la tienda. También un señor delgado que sale a la tienda todas las tardes por algo dulce. O los que no están tan perdidos y cada tarde se juntan a jugar dominó. Vive ahí también una interna que ayuda a preparar la comida.

Algunos de los hombres ofrecen sus fortunas (diez, o veinte pesos) por manosear a alguna de las enfermeras o cuidadoras y estas los lidian o los torean con humor: “¿Para qué quiero eso, si ya ni sirve?, ya está todo guango”.

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La primera vez que mi abuela no recordó mi nombre tuve que fingir que no me importó. “Soy su Moy, acuérdese”, le dije. Todavía me reconoce a mí, pero ya ha olvidado a mis hermanos y a casi todos mis primos. Solo tiene en mente a quienes ve con cierta frecuencia. A sus hijas ya las confunde o mezcla de nuevo las realidades. Por ejemplo, le platica a mi mamá acerca de mi mamá como si fuera otra persona, al tiempo que sabe que es mi mamá. Hay lapsos de su vida que eligió olvidar por completo. Dice haber estado en otro lugar de la republica (vivió en Juárez, Tecate, Tepic, Navojoa) cuando murió mi abuelo. O incluso ha preguntado que si la dejó y por eso no se enteró de su funeral. Dice tener todavía ochenta años, cuando está por llegar a los ochentaisiete. ¿Recuerdan a mi tía la menor, nuestra villana de telenovela? Pues a ella ya la ha olvidado por completo.

La televisión de su recámara lleva meses de estar apagada. No es que no funcione, es que a mi abuela ya no le interesa verla. Pese a haber pasado tardes enteras viendo telenovelas o películas mexicanas de ínfima calidad en el Canal de las estrellas o en el extinto Galavisión (cine de los Almada, de Antonio Aguilar, Vicente Fernández –La ley del monte, su preferida– pero nunca de Cantinflas o Tintán, porque le caían gordos) ahora su entretenimiento es ver pasar gente por la calle, entretenimiento que ha sido fuertemente diluido por la epidemia del Coronavirus.

Ante la llegada del Covid-19 y luego del anuncio de la etapa uno de la epidemia en el estado, prohibieron las visitas en el asilo hasta nuevo aviso. Los viejos pueden salir a la cochera, pero pusieron cintas de “precaución” a dos metros de la reja para evitar contagios. Puede uno llevarles cosas (comida, su medicamento, o lo que les haga falta), pero no puede uno ingresar al lugar: se dejan por la reja, alguien las recoge con la debida distancia y firman de recibido, en caso de que sea algo de importancia.

Mientras tanto, nosotros estamos medio recluidos en la casa, acatando lo mejor posible eso del distanciamiento social, al tiempo que esperamos que esta epidemia pase, que no golpee fuerte al asilo y que el virus no se lleve a mi abuela. Porque queremos volver a verla viva, aunque ya no nos recuerde.