Estamos seguros de que algo ha empezado a cambiar desde el pasado 8 de marzo, día en que como nunca se había visto en nuestra ciudad salieron a marchar por las calles miles y miles de mujeres para levantar su voz.

Si en algo estamos de acuerdo es que las cosas no pueden seguir así. Alicia Preza, integrante de esta página desde su fundación, se fue a la marcha y escribió sus impresiones sobre la misma.

  

Texto y fotos: Alicia Preza

 

Las mujeres gritan, se enojan, se les llenan los ojos de lágrimas.

Estoy muy cerca del contingente de los familiares de las desaparecidas, justo en la parte superior, en los pocos escalones de esta glorieta que se ha vuelto un símbolo de lucha para quienes esperan ver regresar a casa a sus seres queridos.

He tratado de acercarme al frente en un instinto profesional arraigado, pero esto no es una nota periodística, no vine a eso, vine a protestar, pero a ratos se me olvida.

A mi izquierda una mujer chaparrita, de cabello rojizo y corto, que tal vez llega a los 50 años, me toma del brazo. Me ve los ojos húmedos y me pregunta que con quién voy.

Respondí que con mis amigas, pero que las había perdido unas cuadras antes en medio de la multitud.

“Quédate conmigo”, me dijo. Obedecí.

La mujer iba acompañada de dos chicas jóvenes que, al igual que ella, sostenían cartulinas verdes con consignas en contra de violadores y asesinos. Al voltear hacia atrás, vio que alguien se acercaba y ella le extendió los brazos a la joven, que, con una sonrisa, buscaba su abrazo también.

El encuentro duró varios segundos y las lágrimas de ambas se asomaron. Las mujeres separaron lentamente los cuerpos, tomándose de las manos.

Las hijas, quienes han bajado sus pancartas para acercarse a consolarla, la observan preocupadas.

Se seca las lágrimas y me ve que la observo también. Sonríe. Me toma la mano y dice bajito y suave, casi como un poema: “A mí no me ha pasado nada de eso de lo que están hablando. Yo no he pasado por nada así. Pero marcho con ustedes para no ser yo quien el próximo año esté ahí arriba, pidiendo justicia por mis hijas. Porque no puedo ni imaginar el dolor que sería perderlas”.

Rompimos en llanto, ella, yo, sus hijas y la mujer que se acercó a saludarla, nos hundimos en un abrazo al que se sumaron no sé cuántas mujeres más, pero eran las suficientes para no poder contarlas con la mirada.

Así de multitudinaria fue también la asistencia; Protección Civil de Guadalajara dijo que éramos 35 mil: yo vi más.

En el camino, con los puños al aire, las pancartas, la fuerza con la que esas mujeres gritaban y se apropiaron de las avenidas, las hizo verse más grandes, inmensas, convertirse en un solo ser que gritaba por diez, por las diez mexicanas que mueren todos los días, que seguramente gritaron a manos de sus asesinos y que ahora, en esta marcha, no pueden gritar más.

Trato de mantenerme en las orillas, al filo de las banquetas, mientras sonrío a las manifestantes; todas me devuelven la sonrisa y me permiten fotografiarlas a ellas y a sus consignas.

Traigo una pañoleta verde en el cuello porque, a pesar de ser mi color favorito, ya no tengo ninguna prenda morada luego de que un día, un exnovio, me dijera que ya no lo usara, que de morado me veía más morena.

Siento unos brazos que me atrapan por la espalda, es Karla, mi mejor amiga. Nos abrazamos fuerte y me invita a seguir la marcha con ella y el resto de las compañeras.

Me mantengo ahí, con ellas, juntitas, ahora sí como parte del contingente. Bajo la cámara y observo y escucho.

Leo el cartel de mi compañera, quien exige justicia para su hermana, para que caiga su violador.

Me enojo, salto, grito y canto. Me vuelvo tribu.

Ya no estoy a las orillas: me vuelvo parte, nos hacemos una.

Justicia para mí, para ellas, ¡para todas!   

(Esta crónica fue leída en el programa Polifónica, de Radio Universidad de Guadalajara, por la autora)