Quebrarse la pata, en el siglo pasado, cuando no había internet, debió haber sido verdaderamente terrible. Así le pasó al autor de este relato, que no sólo nos cuenta cómo se la quebró, sino las consecuencias que de ello se derivaron.
David Izazaga
Tendría como diez u once años cuando me quebré la tibia y el peroné de la forma más estúpida imaginada: andaba yo en patines y mi primo en bicicleta, él se fue hasta la esquina para agarrar vuelo y yo le había dicho que, cuando pasara junto a mí, lo iba a pescar, para que me jalara. ¿Por qué se me ocurrió semejante barbaridad? Muy sencillo: porque a mi primo –menor que yo- le costaba mucho trabajo iniciar a jalarme. Y yo me dije, pues que agarre vuelo.
Cuando lo agarró y puse las manos sobre la parte trasera de la bici, efectivamente me dio el jalón, pero al sentir eso, mi primo frenó y yo, con el vuelo que agarré en segundos, volé por los aires. Mi pierna fue a dar contra la reja de una casa, luego le cayó encima la bicicleta y encima mi primo.
Más tarde mi rodilla estaba como de elefante y yo en un grito, pero como mi familia estaba acostumbrada a mis dramas por cualquier cosita, pues creían que todo estaba bien, que era sólo el golpe. Mi tía, en el colmo de la buena fe, me puso fomentos de agua caliente, pero como lo que tenía era (aunque no lo sabía nadie en ese momento) la tibia y el peroné quebrado, pues la situación no cambió. Bueno, sí: empeoró. Seguramente por eso me llevaron al otro día al doctor y de ahí salí con un yeso desde la punta del pie hasta la ingle. Y no podía apoyar el pie.
Estoy hablando de principios de los años ochenta, el siglo pasado. La medicina entonces no estaba tan adelantada como hoy: ni había esa posibilidad de operación (y si ya la había era carísima y por lo mismo inaccesible) ni tampoco esas férulas tan cómodas que hoy todos lucen como si se tratara de botas Burberry.
Fue una etapa de sufrimiento, pues al hecho de no poder moverme súmenle que en aquellos años no había internet (me la hubiera pasado en Facebook y Twitter todo el día), ni televisión por cable y los canales de tv abierta comenzaban a transmitir caricaturas hasta después de las cuatro de la tarde. Para bañarme era un show: me ponían unas bolsas de Gigante (hoy Soriana) en toda la pierna y de todas formas se metía el agua. También para subirme a la cama (dormía en la parte alta de una litera) y de ir al baño en la noche ni hablamos.
Total que, después de casi dos meses, llegó el día en que me quitaron el yeso. Ese día, el doctor me lo dio, para que me lo llevara, mi madre miró al doctor, como pensando para sus adentros, “ah, qué doctor tan bueno, qué bonito y tierno detalle”, pero no, interpreté mal su mirada, lo que seguramente estaba pensando en aquel momento fue: “ni se le ocurra, doctorcito, que voy a permitir que mi hijo guarde eso”, porque nada más salimos del hospital y tiró el yeso en el primer bote que se encontró.
Yo pensaba que me iban a quitar el yeso y ya, a salir corriendo, como si nada. Pero ándale que mi piernita (digo piernita, porque, en efecto: el yeso adelgaza y la enyesada se veía más flaca que la sana) me temblaba a cada paso y muy frecuentemente se me doblaba sin yo tener control y ¡bájale!, al suelo. Como esto comenzó a ser muy frecuente, a mi papá le recomendaron que me llevara a hacer ejercicios de rehabilitación a lugares donde hubiera aguas termales y mi padre se puso a buscar los balnearios más lúgubres, sórdidos y olorosos que hubiera en México.
Bueno, es justo decir que el olor se debía no a que los lugares fueran sucios, sino a que cualquier agua termal huele a azufre, en el mejor de los casos y a huevo podrido, en el peor. Fue este otro periodo de mucho sufrimiento: entraba yo a fosas en las que pisaba tierra, veía a mi alrededor a puros viejitos reumáticos encantados con el agua hirviendo y mi papá, desde afuera, me decía que caminara y flexionara la rodilla. Esos eran mis ejercicios de rehabilitación.
Encima, recibía yo muchos ánimos. Recuerdo que uno de esos días que acompañé a mi papá a su trabajo, uno de sus jefes, que eran judíos (tenía dos: Jacobo y Moisés –juro que así se llamaban) me tomó del hombro y como quien va a dar el mejor consejo de su vida, entornó sus cejas y me dijo: “mira, hijo, debes entender que las cosas ya no son como antes, es como una pared cuando le haces un hoyo, aunque la rellenes y aparentemente quede bien, ya no quedará igual nunca”.
Pero lo peor fue cuando alguna de mis tías se percató de que, luego de que me quitaran el yeso, caminaba con el pie izquierdo ligeramente hacia adentro. Eso les pareció gravísimo. Conjeturaron que seguramente a la hora de ponerme el yeso, el poneyesos no se había dado cuenta de que mi pie izquierdo se encontraba ligeramente torcido hacia adentro y que así me había “soldado” el hueso. Y como en mi familia lo torcido hay que enderezarlo, me llevaron con un especialista que era el vivo retrato de Jaime Almeida (que en paz puje, como diría Don Pablito).
Lo único que recuerdo es que, después de escuchar toda la historia, dijo: le vamos a poner una férula de Denis Browne. Nunca me imaginé entonces que la férula de Denis Browne era un aparato de tortura medieval. El principio es simple: una barra de metal a la que se le pegan los zapatos al extremo y con unos tornillos se ajusta el grado de separación que se desee, de manera que tenía que dormir con eso puesto y boca arriba, toda la noche. Cuando unos primos fueron de vacaciones, me miraban dormir con eso como si observaran en el circo al niño de los diecisiete pies. Yo me lo ponía y cuando todos estaban dormidos, me lo quitaba, de manera que o no he de haber estado tan grave o la férula sirvió para maldita la cosa.
Estoy seguro que de haber existido internet en aquella época, hubiera encontrado argumentos notables contra la férula de Denis Browne o las aguas azufrosas. O de plano, hubiera estado chateando y no hubiera tenido necesidad de ponerme patines, intentar agarrar una bicicleta y quebrarme la pierna.