Todos tenemos una historia referente a la primera vez que incursionamos en el ámbito laboral. Unos de manera natural y otros de manera forzada, pero es una cita a la que casi nadie falta. Esta es una breve historia de esas.
Mago Rodríguez
Mi primer trabajo fue clandestino, nocturno y mi padre me lo consiguió. Una camiseta blanca de cuello redondo con estampado de franjas rosas neón y un gatito de ojos tan grandes (como de monedas de diez pesos) que a través de aquella vitrina parecía decirme: ¡llévame! (y que mi papá se negaba a comprarme) fue el asunto determinante para que yo, a mis doce años, quisiera trabajar.
“El dinero no nace en los árboles, si lo quieres trabaja”, era el lema de vida de mi progenitor y que repetía con firmeza cada que uno de sus hijos intentaba obtener un bien material que se catalogara por él como innecesario.
Podría relatar todas las razones utilizadas por mi padre para persuadirnos de la compra, pero esa sería otra historia. En ese momento estaba más que decidida a obtener la camiseta, no iba a permitir bajo ninguna ocurrencia que me hicieran cambiar mi deseo.
Mi primer intento fue solicitarle a mi hermano (que es un año y medio mayor) que me contratara en su fértil negocio de lava carros, el cual, le daba cuantiosas ganancias. En un mes logró comprarse, entre otras cosas, sus anhelados tenis “Michael Jordan” ¡originales! Pero la solicitud fue rechazada sin que por lo menos aquel individuo conociera mis capacidades. El primogénito ese había creado un monopolio y no pensaba ceder una plaza ni a su familiar más cercano.
Pero eso no me desanimó: vivir en el sótano de un edificio comercial de tres pisos, repleto de oficinas con secretarias entaconadas que se alimentaban bajo un estricto régimen de cigarros y coca colas, me abría un amplio abanico de posibilidades. Sin dinero para invertir, pero con una tienda a un par de cuadras, hacer mandados era una opción sin riesgos. Desgraciadamente mi complexión de niña de ocho años no me ayudaba como carta de presentación. Nadie se animaba a pedirme que saliera del edificio por temor a que me atropellaran al cruzar la avenida, o peor aún: que un mal oliente robachicos me secuestrara.
En una semana sólo hice dos mandados: repartir los recibos de arrendamiento y entregar la correspondencia, tareas por lo que solo obtuve cinco pesos y un puñado de caramelos de esos que en el centro tienen una pasa.
Para mi papá, estas ganas laborales no pasaron inadvertidas. Sería por darme una enseñanza de vida o empujado por su sueño guajiro de retirarse de trabajar y ser mantenido por su trío de vástagos, nunca sabré qué lo llevó a ofrecerme un trabajo sencillo, sin prestaciones, en horario nocturno y con un sueldo de cincuenta pesos por quincena. Pero con una condición: no podía decir que trabajaba, ya que siendo menor de edad, nadie vería con buenos ojos mí incursión en el ámbito laboral.
¡Qué importaba! Ganaría lo suficiente para que en dos quincenas pudiera comprar mi camisa y me sobrarían veinticinco pesos para un par de calcetas Periquita.
Y así fue el inicio de mi vida laboral: dos cubetas, una franela, escoba y trapeador serían mis primeras herramientas de trabajo. Me dediqué a limpiar oficinas de noche, en la seguridad de mi casa y con el resguardo de mi padre.