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A veces lo mejor de las fiestas de bodas no son precisamente las fiestas de las bodas, sino aquello que sucede posteriormente: ya con la música por dentro se encamina uno a donde lo lleve el destino. Esta crónica cuenta una historia de esas, en las que la fiesta no termina hasta que se está, muchas horas después, frente a un plato de menudo. “¿Pues qué pasó?”, o “no lo vuelvo a hacer, suelen ser las frases más comunes, pronunciadas bajo estas circunstancias.

 

Víctor César Villalobos

 

Nightswimming
deserves the quiet night

R.E.M.

 

«Ya llegó por ti La Chaparra, aguas», reza el amenazante mensaje de texto con la foto de Sergio. Como pingüino en primavera apuro las últimas gotas del whisky en las rocas. Es un lujo del que pocas veces me puedo privar. Mi traje casi va a tono con la boda y el lugar antiséptico, que es una casa adaptada como fonda pomposamente llamada «bistrot» que tiene como decoración una pared de botellas de diversos vinos, un graderío con macetas en las que crecen especias con su tarjetita de identificación y mesas y sillas de los años setenta. Los negros rigurosos, los estampados florales y los trajes sastre dominan entre los invitados. Años antes, el novio de esta boda y yo no hubiéramos entrado a ese lugar por nuestras garras. Yo hoy casi no lo logro gracias a una mancha de salsa en el saco.

«La Chaparra» llega al congal, la miran los valet parking y el castroso de seguridad. «Vengo por un amigo que está en una boda», les dice. Sube las escaleras y no nos ve. Pregunta a algún mesero si no hay otras bodas y le confirman que la de arriba es la única. Por supuesto, la altura no es lo que llama la atención sobre ella, sino que los invitados la miran por su falda-overol, su blusa de convicta a rallas negras horizontales y tenis converse blancos. El novio tiene mi cámara y está tomando fotos por toda la terraza mientras yo platico con una amiga que me he encontrado por casualidad. Alguien me llama desde la espalda con el índice. Es ella: La Chaparra. Desenvuelta como es, saluda a todo el mundo como si hubiera nacido entre la albahaca y el romero de las macetas.

 

Interludio arrabalero

El bar Gil es una cantina de esas en las que el mesero es malencarado y atiende a los parroquianos con desdén, hay una rocola y venden Carta Blanca en tamaño caguama; la decoración va desde un collage de cerámicas y figuras varias sobre cemento, hasta máquinas de escribir inservibles e incluso una guitarra que seguro fue empeñada por su dueño para seguir pisteando. Yo todavía estoy con mi conjunto de vendedor de biblias y a Sergio se le ve cómodo y enamorado después de unas cuantas cervezas. Los sucesivos tarros de Carta Blanca empiezan a calmarme. La Chaparra se levanta de la mesa y me dice que la acompañe a la rocola, siempre nos ha unido la música y seguramente quiere un cómplice. Mientras ella escoge a Fito Páez, Cranberries  y otros rockeros, yo me decanto por Angélica María que interpreta éxitos en inglés con mariachi; hoy no soy muy buena compañía. Suena José Alfredo Jiménez: ya no hacen las penas como antes, reflexiono en voz alta y me dan ganas de pedir una de tequila, sacar la pistola y gritar que la vida no vale nada, quizá nomás perderla en el Cerro del Cubilete. Sergio mira a la mesa contigua con ternura: nunca le hablará a E, pero es la razón por la que estamos aquí, para que la contemple radiante y un poco borracha y se lamente de que nunca le va a hablar.

La gente del Gil se va, los meseros empiezan a recoger las mesas y estibar las sillas. Nos hacen saber que ya van a cerrar. «Vamos por las chelas del depa», dice Sergio.

Ya en el auto, en algún momento, Sergio suelta: «vámonos a Chapala».

A una propuesta etílica no se le discute, lo sorprendente es que es secundada por Bernardette con una euforia inusitada.

Son casi las tres de la mañana.

 

***

 

Adagio

 

The photograph on the dashboard
taken years ago

«Nightswimming», R.E.M.

 

Chapala. El muelle principal tiene las baldosas mojadas y un pescador solitario lo cruza hacia su lancha. Hay un arbotante potente que ilumina, fantasmagóricas, las lanchas en reposo. La luna está alta y el cielo tiene borreguitos que a veces tapan su luminosidad. Hay viento suave. Bajamos hacia el embarcadero de madera por las escalerillas de concreto enlamadas, miramos algunas aves volar, quizá perturbadas por nuestra presencia. El coro de ranas forma una pared con su canto en la oscuridad mientras La Chaparra y Sergio se sientan. La pequeñita se quita los tenis y mete los pies al agua del Mare Chapalicum que ahora mismo no tiene más de 1.20 metros en ese muelle. Fumamos en silencio.

—El agua está bien rica, tibia—, dice la personita sentada al borde mientras patalea.

Sergio y yo miramos como conquistadores la ribera, las luces de los pueblos y el reflejo en el lago. En realidad no hemos conquistado nada, pero no pensábamos hacer mayor cosa en Guadalajara, así que estar en Chapala a las cuatro treinta de la madrugada con una de nuestras mejores amigas supone un logro monumental.

No sé en qué momento la nena se despojó de su overol. Sólo escuché el chapoteo y ahí estaba ella con su blusa de reo empapada dando brinquitos debajo del embarcadero de madera.

—No mames, pinche Berny.

—Vénganse, el agua está tibia—, nos dice mientras chapalea con los brazos, nada algunos metros y luego se sostiene del muelle, como en cruz. El agua le llega a la mitad del pecho.

Todavía lo pensamos un poco. Yo quiero bajar la cámara pero luego lo pienso mejor.

Del traje de vendedor de biblias con el que salí de casa queda muy poco: el saco se lo presté a una amiga y la corbata está en el auto; me he desfajado. Me quito los tenis (que tampoco es que haya seguido la etiqueta rigurosamente), desabotono la camisa y pienso recatadamente sobre las enfermedades que nos acechan al momento que nuestra piel entre en contacto con el agua pero… ¿por qué no disfrutar de las aguas puercas de Chapala si de todas formas habremos de morir arrollados por un camión, acribillados por un fuego cruzado o lentamente en una cama de hospital?

La gravedad hace lo suyo y ya estoy inmerso. La sensación del fango en los pies es como la de acariciar la piel de un joven moribundo que lleva muchos días en cama. Jugamos un poco en esa alberca interminable y sucia sólo recortada por la luz y las lanchas.

Un par de patos pasan cerca y nadie me cree que están ahí; las ranas siguen su coral impenetrable. Pienso todavía en el tercer ojo que me va a salir, en el apéndice nuevo que estrenaré, en la piel verdosa que mostrará las venas en una piel gelatinosa, ¿cómo se vería mi mutación de anca como antena en la cabeza?

—Tengo frío, hay que salirnos ya—, dice Sergio.

—No seas joto y nada un poco— le propone Bernardette mientras le empapa la cara.

—¡No mames, está bien puerca!—, alcanza a mascullar Sergio al momento que escupe el agua que se le ha metido a la boca.

En el mercado de Santa Tere, a las ocho de la mañana, recapitulamos frente a un menudo rojo la noche. Olemos a pantano y nuestra ropa interior está tan mojada que lo único que queremos es estar en nuestras respectivas casas para quitarnos el hedor y la humedad.