¿Es el libro Di su nombre, de Francisco Goldman el motivo por el que Majo viaja hasta las costas de Oaxaca? ¿O simplemente un impulso por conocer ese casi mítico lugar que tiene fama por su violento oleaje? Como quiera que haya sido, la autora nos entrega una deliciosa crónica de ese su viaje y lo hace casi nuestro.
Por MarieJo Delgadillo
El corazón de los seres humanos late entre 60 y 100 veces por minuto. Menos veces es un indicativo de presión baja, más es taquicardia.
En Mazunte, Oaxaca, el océano tiene taquicardia. Las olas rompen en superlativo constante: Demasiado arriba, arribísima, demasiado fuerte, fortísimo. Por ello estas olas, al igual que los corazones con taquicardia asustan, inmovilizan extremidades, te paralizan.
El corazón humano es, se sabe, del tamaño del puño de su portador y no es, como han querido vendernos todas las ilustraciones cursis, verdaderamente rojo. A decir verdad, el corazón humano no es más que una pequeña y arrugada válvula que como todo el mar, palpita.
El océano aquí no es ni verde, ni azul oscuro como otros; si no que engaña como las imágenes del corazón generoso en sus transparencias de azul y en sus dorados de arena. Pequeños fragmentos de oro flotando en una superficie transparente. El reflejo del agua en Mazunte, que se nos presenta seductoramente claro y aparentemente apacible es -como los ojos de ciertas personas o como la publicidad de un corazón feliz- un truco.
Yo vine a Mazunte después de una hora y media de autobús rebotando en la parte trasera de una camioneta, porque me dijeron que aquí, enredada en esas olas palpitantes, murió Aura Estrada. No porque la conociera. No la conocí nunca. Conocí a la Aura de Fuentes y al aura de las personas, pero nunca conocí a esta Aura. Viajar hasta aquí es un homenaje a la inexistencia de una desconocida.
Al llegar al encuentro con el mar, me sorprende de primera vista la fauna que nos rodea: turistas de diferentes colores y acentos. Todos, juntos pero no revueltos, intentan adentrarse en la muralla que corresponde el romper de las olas.
Nadie llega muy lejos. El mar arranca y revuelca a muchos, sin distinción de nacionalidad o idioma.
Lo intento. Lo primero que hago al llegar es quitarme la falda y dejar mis cosas sobre una piedra para entrar al agua. Creo que puedo hacerlo porque aprendí a nadar en el mar hace tanto tiempo que no puedo recordar la fecha. Estas olas, creo mientras al primer contacto de mis pies con el agua me sorprende la tibieza, no deberían ser tan complicadas. La confianza en mí misma me llena y entro decidida y orgullosa.
No es un minuto, siquiera, el que paso dentro del agua antes de que la corriente me arranque, me revuelva y me escupa hacia la orilla sin piedad. Lo mejor que aprendí sobre ser revolcado por las olas es no desesperarse, no empujar hacia todas partes, mejor intentar relajarse y aguantar la respiración. Cuando el primer latigazo se levanta e intento recuperarme, mis manos y rodillas sangran desde las heridas de los vencidos.
Y lo intento de nuevo, y de nuevo, y de nuevo.
Pero, cada una de las veces, conlleva un fracaso más brutal y agotador que el anterior.
Tras haber intentado dominar el mar, infructuosamente, durante cuarenta minutos y haber sido revolcada por el mismo con casi cada ola, salgo del agua y busco un lugar para intentar descansar.
Ahora, y no antes, miro a mi alrededor y me doy cuenta de que no estoy sola: Cuatro chicas que rondarán los tempranos veintes se sientan en una de las mesas que la palapa/restaurante amablemente presta a los clientes por el módico consumo mínimo de un refresco de $25, y ordenan micheladas que llegan poco después, bien servidas en aquellos vasos destinados a grandes cocteles de camarones. Los bikinis de las veinteañeras veraneantes ostentan la marca no sólo en la etiqueta, sino en el diseño que se encarga de avisarnos, y de que no nos quede duda alguna, que ese preciso traje para nadar ha sido elaborado por la marca Billabong.
Dos de ellas entran al agua gritando mientras dos se quedan al pie de las olas, indecisas y temerosas. De esta manera sabemos que Aranza, quien esta tarde luce un bikini blanco, le teme al agua; y que a Fernanda, bikini negro y cabello rizado, la revuelcan tres olas de corrido.
Las otras dos, adentro del agua desde hacía tiempo, salen por ratos a darle sorbos a sus micheladas, y en una de esas vueltas, pescan un rubio incauto y a su tabla de surf.
Después de un par de minutos, las cuatro rondan al rubio entre risitas y codazos. Nadie aprenderá a surfear ese día.
En toda la extensión de la arena increíblemente caliente que delinea el océano taquicárdico hay palapas como la del restaurante. Sin embargo, en lugar de contener mesas a las órdenes de quien guste el refresco más caro a 5 kilómetros a la redonda, se rentan como zona de acampado en donde uno puede situar tiendas de campaña para tener así, todos los días, suite presidencial con vista al mar.
Los habitantes de una de estas palapas armados con dos casas de campaña viven desde hace ya varios días vistiendo sólo las prendas más necesarias: el traje de baño, quizá algún short minúsculo. Comen sardinas en salsa roja que pescan directamente de una gran lata y beben jugo Amí sin que vaso intermedie entre sus labios y la botella de galón, que se sitúa sobre la única mesa cubierta de arena.
Una de las tiendas de campaña es el refugio habitacional temporal de una pandilla de turistas nacionales. La otra, en el reducido espacio en el que convergen todas sus pertenencias, comparte acentos internacionales demasiado mezclados unos con otros debido a la convivencia, haciendo imposible la distinción de sus habitantes.
Del otro lado, señores ataviados con bermudas y panzas prominentes entran decididos y de a poco al agua, bordeando las orillas de ese corazón loco que domina el romper de las olas, pero huyen despavoridos cuando la ola se acerca. Nadie podría culparlos de nada, aun cuando el chico salvavidas asegure –a quien sea que pregunte- que nada pasa en esa playa.
Una pequeña que de tan rubia atrapa el sol en su cabello y lo refleja hacia los ojos ajenos aguanta estoica a la orilla de la marea. Su bikini fosforescente y la fosforescencia misma de su cabello la convierten en un paréntesis entre la calidez de arena y de pieles que conforman la constante de la orilla. Ella, quien no pasará los 7 u 8 años, parece ser la más valiente de toda la orilla y, sin embargo, si una única ola la alcanzara y arrebatara de la tierra medianamente firme que es esa arena dorada e increíblemente caliente, el salvavidas tendría que entrar al agua por ella y, con buena suerte, recuperarla. Es demasiado pequeña para oponerse a las corrientes, pero eso -mientras ella se planta en la orilla con las manos en alto como si ella y nadie más que ella controlara el oleaje- no lo sabe.
Y no se lo vamos a decir. Aquí no pensamos más en temas tristes.
Reviso mi teléfono que por ratos, los que más, pierde toda señal y, por lo tanto, me hace perder todo contacto con el mundo. Mejor. En la pantalla del celular resplandece el último mensaje que recibí antes de perder comunicación con el mundo existente fuera de este universo de arena, agua, sal y micheladas.
“Ten mucho mucho cuidado, porfa. Respeta al mar”
Y yo pienso en ella, en Aura, alguien que no conocí nunca y que ya no conoceré nunca, pero quien me trajo hasta aquí. Por eso, porque pienso en Aura, pienso también en su ahora viudo, Francisco Goldman, y pienso también en John, quien me espera en el DF, quien envió ese mensaje parpadeante en mi teléfono y quien me prestó el libro gracias al que supe quién había sido Aura: “Say Her Name”.
Entierro más y más los pies en la arena bajo la mesa y cada vez la siento más fresca, más húmeda. Puedo entender por qué Aura amaría tanto un lugar como este. Salvaje y hermoso, como ella misma, o como lo que yo creo que era ella misma. No sé si me hubiera gustado conocer a la persona de carne y hueso que fue Aura, y quien este año cumpliría 36 años, pero sí sé que me gusta conocer a la Aura que está aquí, en Mazunte.
El escándalo de las personas felices me saca de mis cavilaciones y el impulso de volver a entrar al agua me llena como una corriente eléctrica. Camino por entre la arena y el agua para aminorar el calor.
Encuentro un espacio conquistado por una familia de turistas españoles, donde el agua parece haber tomado sus medicamentos para la presión. Expropio un trozo de mar lo suficientemente lejos de los españoles y me pongo a flotar dejando que la corriente me lleve a donde sea.
Siempre quise saber lo que se sentía ser Aura, dice Francisco Goldman. Y yo también quise, por eso llegué hasta acá. Hasta ahora.
Pero en el aquí y en el ahora, no pensamos más en temas tristes.
MarieJo Delgadillo escribe, lee, baila y vive a una velocidad difícil de medir. Para conocerla un poco más, hay que leer su blog: http://mariejodelgadillo.wordpress.com/ y seguirla en Twitter: @MarieJoDel.