Quién no pasó por la traumática experiencia de ir a buscarse en las listas de admitidos para entrar en la Universidad de Guadalajara no conoce lo que es el sufrimiento. Dicen que hay un círculo exclusivo en el infierno para quien inventó ese tortuoso sistema. Aquí una crónica sobre el tema.
Por: Mago Rodríguez
No me gusta buscarme, porque si no me encuentro, me da por llorar. Soy el 091389207 y espero estar impresa en alguna de las hojas que tapizan cada rincón del sótano del Edificio Cultural y Administrativo de la Universidad de Guadalajara. Ver estampado mi código marcará el final del viacrucis iniciado en febrero. Porque en el siglo pasado, antes de los celulares y de la internet, el salir en las listas de alguna de las preparatorias de la U de G era todo un evento que dejaba huella.
La fila iniciaba en los escalones para ingresar al sótano y se extendía alrededor de toda la manzana, hasta dar dos vueltas. El trámite era simple: pasar de diez en diez, buscarte, encontrarte y ubicar el plantel que te correspondía. Esta era la historia con final feliz. La contraparte era no encontrarte y en ese caso cada quien tenía su plan de reacción. El mío aún no estaba del todo definido, por lo que contaba con dos opciones: Plan 1, Llorar cual Magdalena hasta encontrar la calma. Plan 2: Hacerme la valiente, afirmar que me vendría bien un semestre sabático para encontrar mi yo interno y explorar el mundo laboral. Y después, en la intimidad de mi baño, llorar, llorar y llorar. Porque, ¿a quién le gusta ser rechazado?
Uno, Dos y yo nos habíamos puesto de acuerdo para ir juntas; el apoyo de las amigas en caso de un desdén es de mucha ayuda. Éramos bastantes los que esperábamos ver las hojas blancas que, como cartas de tarot, nos predijeran los siguientes tres años de nuestras vidas.
Desfilaban rostros alegres, tristes, preocupados, ansiosos, seguros, derrotados. ¿Cuál sería el mío? ¿Qué futuro me pronosticarían esos inertes pedazos de papel llenos de números? Y en mi mente se replicaban una y otra vez las palabras de mi padre: “Sólo tienes una oportunidad, si no sales en listas te metes a estudiar para secretaria y es todo para ti”.
En febrero, luego de contestar una solicitud en letra de molde, tinta negra, sin tachadura y enmendaduras, nos asignaron fechas de exámenes, estudios médicos, psicopedagógicos, psicológicos y entrega de certificado. Para terminar aquí: formadas y hablando de sutilezas con el fin de tratar de bajar los nervios, futurizando sobre qué sería de nosotras dentro de los tres años siguientes.
La fila avanzó y estando a dos grupos de entrar nos invadió el silencio. Uno no tenía de qué preocuparse: era la de mejor promedio de su generación, su lugar estaba asegurado, lo dejaba ver en su rostro. Lo que le preocupaba en ese momento era elegir las palabras perfectas que sirvieran de consuelo a su mejor amiga. Porque de las tres yo era la de promedio, digamos, menos presuntuoso.
Dos era una niña católica devota, eso le daba confianza. No es que fuera la primera de su generación, pero ocupaba un nada deshonroso segundo lugar. Rezaba -se le podía notar al mirarle los labios- era vehemente creyente de la Virgen del Carmen, siempre traía puesto su escapulario, mismo que besaba al término de cada letanía. Dios estaba de su parte, seguro.
La jodida era yo: estudiante promedio de entre 8 y 7, nunca estuve entre las destacadas y menos en el cuadro de honor. De religión ni hablar, mis antecedes eran peores. Corrida de tres coros de iglesia y un intento vergonzoso por ser catequista, me habían enseñado que Dios y yo guardábamos una relación un tanto cuanto ríspida. Ponerme a pedirle favores con mis antecedentes lo consideré fariseo.
Entramos y nos separamos por apellidos. Las primeras hojas eran las de Dos, a la mitad se quedó Uno y yo al fondo, ubicar los Rodríguez era cosa fácil. Ya enfrente del enorme y exclusivo listado busqué el mentado código. Los diminutos números parecían burlarse de mí, realizando una danza temblorosa que replicaban mis piernas. El bailoteo vibrante no impidió que en el extremo izquierdo de uno de esos cuadros se revelara el 091389207 ante mis ojos. Lo revisé tres veces para estar segura. ¡Sí!, no había ningún equívoco, ese conjunto de dígitos correspondían: ¡yo era ese 091389207!
¡Lo había logrado! Era una estudiante de Prepa Jalisco. Salí triunfante, imaginaba que así se habría sentido Rosa Parks cuando se negó a abandonar su lugar en el autobús. Yo con ese modesto promedio había logrado vencer los pronósticos negativos.
Me dirigí orgullosa al lugar acordado para reunirnos. Si hubiera sido pavo real, mi cola hubiese estado desplegada. A unos cuantos metros vi a mis amigas, estaban abrazadas, el rostro de Uno lucía desencajado, de Dos sólo veía su espalda. Me acerqué más, vi sus ojos a punto de derramar el agua salada propia de esas expresiones.
Dos voltea y con la voz entrecortada dice: “Dios nos pone pruebas que nosotros a veces no entendemos. ¡Ay amiga, tendremos que esperar un semestre más, este no era nuestro momento!”.
“Nunca dejaré de ser su amiga, les pasare todos mis apuntes, cuando ustedes entren estarán adelantadas”, dice Uno con el tono más reconfortante que tenía, al tiempo que extiende sus brazos para abrazarnos a ambas. Yo, confundida, busco el recuerdo más triste y doloroso que me ayude a sacar las lágrimas. No tengo el valor para romper el afligido momento. Lloramos abrazadas y en silencio. Después de 15 minutos, nos dijimos Adiós.
Mago Rodríguez vive rodeada de hípsters, pero no es hípster. Intenta ir dándole sentido a su historia, contándola. Y tiene mucho qué contar. Y ya empezó, así que agárrense. En Twitter: @magodelc