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Hay, sin duda, objetos que tuvimos en nuestra niñez que se convierten en más que eso: detonadores de recuerdos, insignias de tiempos que se fueron, pero que siguen vivos. En esta historia el autor nos da cuenta de un caso así y sin quererlo detona el recuerdo de los propios objetos personales que cada quien tuvimos.

 

 Por: Moisés Navarro

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Comenzó siendo un juguete en forma de planeta, pero un planeta con anillos. Era color azul y el anillo que pasaba a su alrededor era color negro, según recuerdo. Siempre creí que era Urano. No sé, tal vez por el color. El juguete de marras era de plástico y en el anillo se colocaban ambos pies, luego saltabas y rebotabas y rebotabas otra vez.

Para dejar de referirme al objeto como juguete, le llamaré Urano. Bien. Urano perteneció a mi primo mayor, quien por ciertas circunstancias vivió un lapso de su vida con nuestra abuela. Creo que esas circunstancias obedecieron a que era necesario reafirmar nuestra identidad como familia mexicana. Entre sus juguetes estaban una colección preciosa de muñecos de acción de las Tortugas Ninja, un maravilloso Súper Nintendo, una bicicleta azul -robada por su padre apenas mi primo tomó el avión a Tijuana-. Cuando se fue a Estados Unidos guardó a las Tortugas Ninja junto con sus villanos para que pelearan eternamente o hicieran amistad en una maleta oscura y minúscula. También guardó el Súper Nintendo junto con los casettes. Pero Urano no cabía en esa maleta y nos lo obsequió junto con unas lágrimas de rabia y tristeza.

Ya con Urano en casa, mi hermano y yo brincamos sobre él una y otra vez,  hasta que el anillo se zafó. Mi papá lo colocó de nuevo para que brincáramos en él una y otra vez, y dejamos de hacerlo cuando el anillo se zafó de nuevo. Entonces Urano quedó abandonado y arrinconado a un costado de una caja repleta de luchadores tiesos, pelotas desinfladas y una multitud de osos Bimbo que silbaban al momento de apachurrarlos.

En un determinado momento, mi papá tomó a Urano y en lugar de tirarlo lo llevó al segundo nivel de tiliches. El primer nivel de tiliches, estaba en la casa, en el patio, esos tiliches estaban ahí, porque en un momento dado se podían necesitar aunque nunca se necesitaran (llantas de vehículos que no teníamos, herramienta de oficios que no practicábamos, revistas viejas, ceras caducadas para vehículos, máquinas de escribir que iban a servir cuando creciéramos, pues las computadoras jamás iban a salir de las oficinas de IBM). El segundo nivel de tiliches no estaba en casa, estaba en un terreno, lejano de lo que entonces era la Zona Metropolitana de Guadalajara. Ahí, en el Rancho –así lo llamábamos y así lo seguimos llamando– iban a parar los desechos de mi abuelo, de mi tía, de mi tío, de mi otro tío, de mi tío el más joven y de mi papá. Los colchones inservibles, las salas viejas ya sin cabida en nuestras casas, las estufas, las pinturas vencidas, una tina de baño junto con un escusado; botellas de refresco, botellas de vino, máquinas que tuvieron un propósito y de un día a otro se convirtieron en chatarra; alacenas, cubiertos, ollas, cazuelas, platos, vasos, vasos de veladoras que sirvieron después como vasos normales, vasos del mole Doña María convertidos en vasos para beber agua; cartones, cartones de cerveza, cartones de cerveza sin envase. Luego, cuando cerraron unas loncherías que ellos atendían, llegaron ahí los anuncios, las mesas, los refrigeradores y las sillas. Y todo sigue en el mismo lugar sin ningún aparente orden. Y mientras nuevas cosas se desechan, nuevas cosas llegan ahí, porque el tipo de la camioneta que compra “cacharros viejos, botellas de caguama, refrigeradores, colchones viejos” no le da el valor suficiente a los tiliches y entonces mejor los arrojan al Rancho, donde no pierden el valor y tampoco se utilizan.

Existió un tercer nivel de tiliches. Era la Granja, ubicada en la colonia Las Pintas, en tiempos donde esta colonia era aún más marginada. En la granja llegaba lo que ya no tenía cabida en el Rancho. Los colchones podridos, el escombro, la chatarra que sí consideraban ellos chatarra, el cascaron de un vehículo oxidado, sin motor, mezclado con colores verde y azul, y otras cosas que no recuerdo. Todo quedaba arrumbado en los chiqueros sin cerdos y en bodegas donde se guardaba alimento de puercos, gallinas, patos y conejos.

La Granja fue vendida y el tercer nivel de tiliches se quedó en el Rancho, dejando así, únicamente dos niveles. Urano, pues, fue llevado al segundo nivel, pero mi mamá, lo rescató y lo devolvió al primer nivel, con nosotros, donde podía ser alguna vez utilizado.

Después llegó un pastor alemán y comenzó a morder todo objeto a su alcance. Lo llamaron Ringo. Para que se enfocara en morder sólo uno, le prestaron a Urano, y Urano se convirtió en su juguete. Lo mordía, lo lanzabas y él lo recogía como perro común y corriente, y podías lanzarlo cincuenta veces y el muy desgraciado no se detenía ni siquiera a beber agua. Solo que el chucho ese no era común y corriente, nació enfermo. Al año de tenerlo, comenzó a dar síntomas de algo, no digería la comida y la cagaba casi entera y se volvió extremadamente delgado y, siempre, siempre tenía hambre. Debido a eso, lo internaron más de una vez. Se debilitaba y le ponían suero, luego se reponía y jugaba con Urano, perseguía borregas en el Rancho, exploraba la playa en Colimilla donde nunca se mojó,  se aterrorizaba con los rayos, cumplía con el cliché de odiar a los repartidores de agua y al cartero que ahora solo entrega sobres de Telmex y ladraba a los amigos que tocaban y luego jugaba con ellos al momento en el que cruzaban la puerta. Ringo murió hace unos días. Muchas de sus cosas fueron desechadas, pero no Urano. Urano sigue aferrándose a esta casa, como marca de un recuerdo significativo para mi madre, y una línea de tiempo, pues recorre a su sobrino casi hijo, a nosotros y a un perro con la categoría de casi humano. Urano no pisará de nuevo el segundo nivel de tiliches, tampoco el primero, se irá a una caja y compartirá espacio con fotografías, prendas seleccionadas, y demás objetos que conforman nuestra personalísima colección del dolor.