Pocas veces se puede uno topar con gente que en el transporte público vaya leyendo un libro, mucho menos si se trata de un clásico. Con su fina mirada que registra hasta el mínimo detalle, Christian Mendoza nos comparte la crónica de lo que observó mientras se dirigía a su casa en el tren ligero, donde al parecer abundan lectores. Al menos algunos días.

TrenLigero[1]

 

1. La fan que me hizo perder el vagón

A la mitad de la escalinata escuché el rechinido de sus ruedas sobre la vía. En otras circunstancias habría corrido por el pasillo, subido a prisa los escalones del otro lado y apresurado el paso hasta al andén. Con suerte habría alcanzado a entrar al vagón antes de que las puertas terminaran de cerrarse. Con más suerte les habría atravesado mi maletín a pocos centímetros del contacto, se hubiesen expandido nuevamente y… ¡oh victoria! Pero no; todo por su causa.

Es por todos sabido que correr por un pasillo del subterráneo es peligroso, sin mencionar que es también de mal gusto, sobre todo cuando alguien más va por delante. Y especialmente cuando ese alguien va leyendo. Sí, leyendo mientras camina, en una especie de modo zombie automático. Dada esta adversa situación no corrí, ni subí aprisa las escaleras, ni apreté el paso para llegar al andén. Me conformé con ir detrás suyo, como quien sigue una trama con sus puntos y sus comas.

Tras un tiempo que pareció interminable, suficiente para haber terminado un capítulo, llegamos al andén. Ella se sentó en la orilla de la banca y, sin siquiera pedírselo, a modo de reflejo, se recorrió lo suficiente para que yo me sentara junto a ella. Ahí el misterio se reveló: ¿Qué leía con tanta avidez aquella joven mujer de cabellos oscuros y gafas de Bvlgari?

Había algo clarividoso en la forma infantil con la que columpiaba sus pies. En el suave ritmo del ir y venir de sus botas de gamuza gastada. Como si con ese balanceo las palabras de su libro adquiriesen un significado más profundo, suficiente para desvanecer cualquier preocupación terrenal. Lancé un par de suposiciones. Una novela rosa… una antología de poemas de Bennedeti, o tal vez uno de esos manuales que prometen enseñar técnicas para la dominación masculina.

No lo supe con certeza hasta que el bamboleo de sus piernas entrelazadas, una detrás de la otra, decreció. Levantó la mirada un instante para descansar. Regresó al libro y buscó entre sus hojas un separador de cartoncillo. Alcancé a distinguir algo impreso: una leyenda y un dibujito de arcoíris con tiernos ositos. Por un breve instante cerró el libro y pude echarle un ojo a la portada. He olvidado el nombre, pero la autoría era de Paulo Cohelo ¿Acaso importa que no sepa cuál? Sin temor alguno puedo asegurar que se trataba de un libro lleno de frasecillas citables con las que se llenan agendas y el reverso de los calendarios.

Planeé hacerle una pregunta: “¿te gusta lo que estás leyendo?” Pero pudo más el temor a su respuesta.

 

2. El destiempo

Aun no acababa de sobreponerme al desencanto de tener que esperar 15 minutos por la próxima corrida de la ruta que va del norte al sur, a causa de una fanática de Cohelo, cuando un sonido hueco me sacó del limbo: ¡Bum!

Dirigí los ojos al punto del que provino, es decir por encima de mi cabeza, al lado derecho, y cómo si aquello fuera oferta de fin de temporada: otro lector. Para ser más exactos, otro pasajero con un libro. A diferencia de la mujer a mi izquierda él, un chavo a la mitad de sus veinte, que presumí albañil por la cantidad de yeso y cemento en sus pantalones y zapatos, prefiere a los clásicos. El librote gordo y pesado que dejó caer sobre la brillante superficie superior de un bote de basura no es otro que “El Conde de Montecristo”.

“Un clásico es un clásico, y puede leerse a cualquier edad”, me dijo mi amigo Gabriel, cuando le confesé mi vergüenza por hallarme leyendo “La isla del tesoro”, de Stevenson a la edad a la que ya debería estar leyendo a Proust. Aquellas palabras no aminoraron mi desconsuelo, pero qué remedio, supongo que tiene algo de razón.

Luego recordé una historia de Luigi Amara en la que describe un popular juego en las reuniones de catedráticos, libreros y escritores. Consiste en mencionar el nombre de algún libro clásico y levantar la mano si no se le ha leído. El perdedor resulta aquel que, a juicio de los participantes, haya cometido la omisión más grave. El récord, según cuenta el mismo Amara, pertenece a un profesor de literatura inglesa que jamás ha leído “Hamlet”.

Me hallaba a la mitad de tan inútiles cavilaciones –que el lector habrá de disculpar- cuando pude escuchar la bocina del nuevo tren. La sinfonía de su rechinar apurado, la relampagueante estática y el viento detrás suyo. Ese que al parecer lo levanta sobre el ras de las viejas vías para darle su nombre popular: tren ligero.

Miré la hora antes de abordar: 7:15 p.m. Calculé que desde la estación de Mexicaltzingo hasta mi destino: Periférico Sur, tardaría un total de 15 minutos. A eso habría que sumarle otros 5 para salir de la estación y otros 20 hasta el paradero más cercano a mi casa en autobús. En adición, los 10 minutos de recorrido a pie desde el paradero hasta mi hogar. Tiempo neto de viaje: 50 minutos. Tiempo total del viaje, gracias al retraso inicial: 65 minutos.

 

3. Leer a Dumas en el subterráneo

Como es costumbre los vagones del tren están repletos. Incluso los asientos preferenciales tienen ocupante. Necedad señalar que no son ni ancianos, ni invidentes, ni mujeres embarazadas. Aun más necio señalar que hay de pie por lo menos un individuo que pertenece al grupo anterior y que así permanece todo su trayecto.

Por suerte o descuido dos estaciones adelante me apropio de una silla recién desocupada y a penas me acomodo se me presentan como una visión guardiana mis dos lectores. Cada uno flanqueando la puerta de entrada, justo frente a mí. Ella se sostiene del travesaño con la mano izquierda, mientras su antebrazo derecho abraza la barra vertical. Con esa misma mano, que le ha quedado libre, sostiene el libro que aun lee. Él es más osado: lo único que lo mantiene de pie es su propio balance y el ritmo con el que mece su cuerpo según las sacudidas del tren. Tal suerte de equilibrista tiene una razón muy clara: necesita ambas manos para sostener el enorme libro. Como si cargarlo no fuera suficiente, también requiere la guía de una tarjeta para no perderse entre líneas.

Al tiempo que me propongo espiar el resultado de tan liosa situación me doy cuenta de que mi lector clásico tiene una enorme cicatriz en el antebrazo, por encima del codo. La marca tiene una forma particular que encuentro plenamente fascinante: un cóndor, o tal vez una águila calva, con las alas plegadas, en contrapicado. Quién sabe. Aquello bien podría ser un trazo rápido de Birdman. Una vez que dejó de mirar su agrietada piel ceniza vuelvo a concentrarme. No pienso dejar de mirar hasta contestarme una pregunta ¿ha terminado la página? Me parece que no, pero me rehúso a juzgarlo sin pruebas. Ahora estoy en la estación de Urdaneta y sólo pido que no vaya a bajarse antes de solucionar el misterio.

Llegamos a 18 de Marzo sin ninguna novedad. Ha cerrado el libro y lo ha vuelto abrir en dos ocasiones. Husmea en las caras de los pasajeros, repasa, los anuncios y la lista de estaciones. La próxima es Isla Raza, pero eso no es un misterio para nadie. Al menos no para quienes están dentro y tratan de evitar las miradas incómodas y la proximidad de los extraños enfocándose en las zonas comunes.

La fan de Cohelo ha salido de mi rango visual. Un par de hombres robustos y sudorosos la cubren. Así será hasta que me dé cuenta de que ha abandonado la unidad. Justo en la antigua estación del Tesoro, que desde hace unos meses ha sido rebautizada con el nombre de Santuario Mártires de Cristo Rey.

A sólo una estación de mi destino me hallo incapaz de responder con certeza si él ha leído una página completa desde que empezamos el trayecto. Como pues iba yo a lograrlo con tantas distracciones, incluyendo a una mujer joven con los brazos más masculinamente velludos que yo jamás he visto. Hasta entonces sólo he podido constatar que mi lector abre y cierra el libro a voluntad. Soy incapaz incluso de aventurarme a decir si lo hace en la misma página cada vez que esto sucede.

Al fin llegamos a la estación de Periférico Sur. Me aterra la exactitud de mi cálculo inicial, son 30 minutos después de las siete. Tal vez me tome más tiempo salir de la estación. La gente se empuja para entrar antes de que quienes estamos dentro podamos salir. Unos corren por el pasillo, otros suben las escaleras a prisa o aprietan el paso por el andén. Seguro piensan: “No vaya a ser que los vagones cierren sus puertas y deba esperar 15 minutos hasta la próxima corrida”.

Christian Mendoza. Hijo de Terpsícore. Lejos de ser musa se conformaría con ser diva. Lamentablemente, un escritorcillo francés rompió su esperanza: “las divas no limpian cacas”, le aseguró el descastado ¡Oh tragedia! Él ya lo hizo. En la necesidad de menores ambiciones sería para él suficiente con leer -y comprender- la obra completa de Proust, de paso, también la de Octavio Paz. Nada más porque le parece que podrían ayudarle a convertirse en un “escritor” no tan malo. Vive, esperamos que temporalmente, en Puerto Vallarta.