La historia que todos los años se repite: de repente, cual peregrinación religiosa, aparecen decenas y decenas de camiones de los que bajan centenas y centenas de estudiantes que llegan a la FIL literalmente «acarreados», ¿para qué? Para hacer todo lo que se pueda menos ver y comprar libros. Es así.

Por David Izazaga

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José Armando nunca había ido a la Feria Internacional del Libro. Estudia la secundaria y hoy lo primero que hizo al entrar a la Expo fue correr, junto con sus amigos, hacia donde estaba Omar Chaparro dando autógrafos.

Luego preguntó en el módulo de información qué otros artistas iban a estar. Las chicas le dieron un programa general de la Feria, él se cansó de esculcar por todos lados y el único nombre que le sonó conocido, aparte del de Omar Chaparro, fue el del boxeador Juan Manuel Márquez. Pero como eso iba a ser hasta en la tarde y la maestra les dijo que tenían que estar abajo, en el camión para regresarse a las dos y media, José Armando y sus amigos se fueron a correr por ahí; sí, a correr por los pasillos… hasta que los de la playera de «control de públicos» les advirtieron que no podían hacerlo.

Recibieron cuanta cosa les regalaban: globos, lápices, periódicos y sobre todo muchos muchos volantes. Y las edecanes que ya no sabían cómo deshacerse de los miles de papelitos que sus jefes les dan para repartir, vieron en la invasión de estudiantes a la Expo la mañana del jueves, la gran oportunidad de echar fuera el papelero.

A José Armando y sus amigos les dio hambre pronto pero se les quitó en cuanto escucharon que la bolsa de papas les iba a costar 30 pesos y el refresco 15, su presupuesto para el lonche de tres días de clases normales.

En lo que que sí gastaron algunos de sus compañeros fue en abrazos: unas chavas improvisaron en una hoja de cuaderno un letrero que portaban en su pecho que decía: «Abrazos 1 peso, no tengo cambio».

Y como no había cambio la abrazaron cinco veces. Uno pretendió que los cinco pesos le valieran mejor un beso. La chava, que se llama como el título de un famoso libro que nunca ha leído, en dos horas, llevaba ya cerca de treinta pesos. Ella dice que quisiera venir a la FIL diario. «No, no es cierto», grita cuando pongo cara de que le creo.

Luego, José Armando y sus amigos se acercan al stand que más les llama la atención: el de la cervecería Modelo. Observan, se acercan, suplican que les den algo, aunque sea una botellita de plástico, pero las edecanes les dicen que no. Ellos, despechados, se van al stand de Tequila Herradura, del que saldrán aún más desilusionados que del anterior.

Cinco minutos antes de las tres de la tarde José Armando y sus amigos corren, como estampida, por la salida a avenida Las Rosas. Ninguno de ellos vio siquiera un libro. Valió la pena -dicen- porque no hubo clases.

 

Más tache que palomita.

Luego de preguntar durante varios días a muchos amigos y no amigos sobre cuál les parecía el mejor rincón y en contra parte el más inhóspito de la FIL, el resultado fue que la Sala de Prensa ganó como el lugar más cómodo: claro, si te regalan café, refrescos, agua y te puedes sentar frente a una computadora a chatear, aunque finjas que estás haciendo una nota para tu medio, pues cómo decir que no. Pero esa área es sólo para la prensa, así que no la daremos como válida. Entre los que no son mas que gente de a pie, sin gafete, la parte más cómoda les parece el espacio que hay entre el área internacional y la principal de exposiciones, porque hay lugar donde tumbarse.

De eso es de lo que más se queja la gente, en segundo lugar: de que hay muy pocos lugares para sentarse. De lo que se quejan en primer lugar es del precio de los libros.

¿Y el lugar más inhóspito? Fueron dos: el pasillo que se encuentra afuera de los salones del centro de negocios, sitio en el que las aglomeraciones son recurrentes entre los que salen de una presentación y se topan con los que quieren entrar a la que sigue, los que circulan, los que están comprando el libro que se presentó para que el autor se los firme y los que pusieron su mesita para venderlos. Todo esto en un pasillo de no más de cuatro metros de ancho.

El otro lugar inhóspito no lo fue el año pasado: la terraza que da a avenida Las Rosas: pusieron unos toldos que parece uno que está en la zona de comida del carnaval de Tejupilco: basura por todos lados y apenas unas cuantas mesas para los que no van a comer. Los que van a comer tienen que entrar en una especie de corral.

El tema de la comida que es mala y cara aquí debe hacernos entender: al próximo año de plano a traerse el lonche de casa en la mochila.

(Crónica leída en el programa Como en Feria, producido por Radio Universidad de Guadalajara desde la Feria Internacional del Libro, el jueves 29 de noviembre de 2012)

David Izazaga es coordinador de los Talleres de Crónica de la Librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica y catador de postres (tiene a los Garibaldis de El Globo, los Cup Cakes de Paulette y al Capricho de Marissa como a sus mejores postres del momento). Es escorpión con ascendente en Libra, no le gusta la sardina, ama el pulpo y, por supuesto, cree que el fin del mundo está siendo anunciado por medio de la multiplicación de los “viene-viene” en las calles. Confiesa que ya está cansado y anuncia que mañana escribirá su última crónica desde la FIL. Al menos por este año.