Yo no hubiera querido vivir en casa de asistencia pero -como iría a otro país- pensé que sería más fácil conocer gente viviendo en una. Y sí lo logré, aunque cometí el error de aceptar compartir cuarto con tal de ahorrar un poco de dinero.

Gráfica de Gonzalo Cienfuegos.

Gráfica de Gonzalo Cienfuegos.

Por José Luis Romero

Desde hace tiempo, la clase media piensa en compartir cuarto sólo con su pareja. Las casas que están a su alcance económico se construyen con tres recámaras. Idealmente, la pieza grande para un matrimonio y las otras para los dos hijos que se deben tener.

Los tiempos en que había necesidad de compartir un cuarto amplio con varios hermanos han quedado atrás. Todos queremos privacidad, un lugar donde no entre nadie; ni pensar en un solo hermano al interior. Menos aún pensar en tener por compañero a un extraño, salvo que se tenga que vivir en casa de otros.

Yo no hubiera querido vivir en casa de asistencia pero -como iría a otro país- pensé que sería más fácil conocer gente viviendo en una. Y sí lo logré, aunque cometí el error de aceptar compartir cuarto con tal de ahorrar un poco de dinero.

Llevaba pocos días en “la pensión” (como le llaman en Chile a las casas de asistencia), en un cuarto bastante cómodo, cuando me propusieron cambiarme a una pieza con Johnny. La casa era enorme, de tres pisos, con un montón de recámaras para llenarlas de estudiantes pensionistas y yo pensando en ahorrar.

El primer día que debí dormir en ese cuarto, Johnny me contó que habría una fiesta en la casa por la noche. Me convenció de que era una buena forma de compartir con los otros compañeros y así irlos conociendo mejor. Aunque había visto a algunos muchachos en el comedor común, no había tenido mucha oportunidad de platicar con ellos. La idea de la fiesta me gustó. Además de los que vivían en la casa, fueron muchos amigos de ellos a la fiesta. Todos se reunían en el comedor para poder estar sentados en una mesa con forma de herradura, tan larga como las paredes que bordeaba. Una alemana estaba sentada junto a Johnny. Era alta, rubia y seca. Entrada ya la noche, cuando Johnny había conseguido que la alemana se emborrachara, me pidió un favor: “duerme en otra pieza.”

Con este inicio de nuestra sociedad, se entenderá que la petición de favores se volvió una constante. Contar todas las fiestas que organizó en el cuarto no tiene sentido. Baste decir que una nube de humo de cigarro y mariguana me recibió muchas veces al abrir la puerta. También me pasó que al llegar la puerta del cuarto tuviera seguro. La primera vez pensé que mi compañero podría estar dormido. Toqué para ver si lo despertaba y no hubo respuesta. “Ya no toques, el Johnny está culeando” – me dijo el vecino de la pieza de enfrente. Johnny tenía una amiga con la que cogía regularmente y ese día había ido a visitarlo.

Por lo general, Johnny me dejaba dormir sin problema: se iba de fiesta en las noches. Solía llegar muy tarde, casi a la hora en que yo me tenía que levantar. Para mi ventaja, su mamá le llamaba todas mañanas, temprano. Ella, ingenuamente, creía ayudar a su hijo a llegar a tiempo a clases. A quien ayudaba era a mí. Yo sí me levantaba gracias a esa llamada. El hijo sólo contestaba su celular, emitía sonidos que no llegaban a ser palabras, colgaba y se volvía a dormir.

Sin mucho problema, entendí que Johnny había perdido la vergüenza mucho tiempo antes de que lo conociera. Aunque una vez fue la peor. Me acosté como todas las noches, porque tenía que trabajar al día siguiente. Esa noche no pensé que no me pudiera levantar a tiempo. No era que me hubiera quedado dormido. Me desperté a la hora adecuada y sin que la mamá de Johnny llamara aún. Otro sonido fue el que me despertó e impidió que me levantara. No podía creer que estuviera oyendo pujidos. La amiga había ido de visita otra vez. Sin moverme, tuve que esperar a que la mamá llamara. Por lo menos, no tardó mucho en sonar el celular.

A final de cuentas, vivir en una casa de asistencia no me resultó tan malo. Tuvo sus inconvenientes pero también hubo muchas fiestas y quedé con buenos amigos. Volví a esa misma casa en otros viajes que hice a Chile. Aunque en el último de ellos decidí rentar un departamento para mí solo: los prejuicios de la arquitectura de clase media me han ganado.

Jose Luis Jose Luis Romero Ibarra es Profesor Investigador Asociado, en el CUCEI de la UDG. Doctorado en Ciencias en Física, estudió la secundaria en la Técnica 4 y vivió un buen tiempo en Chile, país al que extrañamente extraña, y al que en realidad nunca se acostumbró del todo. Miembro de la Sociedad Mexicana de Física y ahora miembro de la sociedad de los cronistas compulsivos, arropados tras la deidad de El Huevo Cojo.