Tras años de sequía sónica, Guadalajara vivió un «boom» de conciertos durante 2007 y 2008, que de una u otra forma cambiaron la cara de la ciudad hasta nuestros días. Pero el de Sonic Youth fue especial porque se trataba de una de las bandas legendarias de los noventa, a las que -por fin- los tapatíos podrían escuchar con sus propios oídos ese esperpento llamado noise art.

Por Víctor César Villalobos, «El Chiva»

“These are the words but not the truth”

Sonic Youth.

 

No, no es música de esa en la que te sientas en la butaca, escuchas, sigues el compás con la cabeza, tarareas alguna parte que te sabes, aplaudes y te vas. Lleno el espíritu de algo intangible. Gozoso. No. tampoco es la música concreta que se ideó a mediados del Siglo Veinte. Esto es noise.

Debe ser 2007, año pródigo de conciertos y nuevos foros en Guadalajara. En los noventa, ni pensar que alguna luminaria de la música contemporánea pisara las tierras de Pepe Guízar. Excepto el excéntrico Bob Dylan, que tocó en el Patio Mayor del Cabañas; pocos de esa talla se atrevieron a venir.

La antigua explanada que testificó en silencio las actuaciones de las primeras presentaciones de Maldita Vecindad, las históricas como la de Compay Segundo, Los Tres de Chile, Inti Illimani y Divididos, ahora es un forito para tres mil personas pomposamente llamado Foro Expo. Es ahí donde los chorros de ruidos que salen de los amplificadores de guitarras, las “paredes de sonido” revientan al escucha.

Antes de que se mudaran a DF, mucho antes, Descartes a Kant, esa banda tapatía que hace math rock, presentaciones performáticas y teatralizadas con sonidos que a veces rayan en el jazz más bizarro del John Zorn de Naked City y, por supuesto, herederos de quien telonean, fueron abucheados por una parte del poco público que llegó temprano. Salieron con sus atuendos de Naranja Mecánica (A clockwork Orange. Stanley Kubrik. 1971) o los años 20. De actitud desafiante (nadie es profeta en su tierra), tocan su “Hello Tarantino”, “my sweet headache waltz”, “Maniquí Bordello” y otras de Paper Doll. Con Sandrushka Petrova y Dafne (Cristibella aún no se unía al combo) con vestidos que hacen volar los olanes y la imaginación. Energía pura. En algún momento, Memo, el bajista, le ha pintado dedo (que no sé de dónde, si el consabido acto de empuñar todos los dedos menos el de en medio es cualquier cosa menos algo que tiene que ver con la estética o el recubrimiento de alguna sucia pared) a un indefinido fan que seguro algo ha gritado en descontento de escuchar y ver a tan estrambótico “pop junkie, punk cosmopolita, honey trash o Chicle bomba corrosivo” y esperar con ansias a la emblemática banda de Nueva York. Padres putativos de Nirvana, esperpentos, garabatos y megalomanías posteriores: Sonic Youth.

Androv, el tecladista, calma el ánimo de la gente. Anuncia la última rola: “Ya, cabrones, ya nos vamos, ¡los dejamos con Sonic Youth! Claro, el rugido de la gente no se deja esperar. A veces entiendo tanto que se hayan ido al DF.

Es el momento: ver al altísimo Thurston Moore enarbolar su guitarra desde los camerinos al fondo, a Kim Gordon, entallada en un vestido plateado que muestran sus bien torneadas piernas, a pesar de la edad hace sonrojar a cualquier adolescente. Ambos parecen unos chicos de esos que uno ve en los videos de skate. Los años, al menos acá debajo del escenario, no se les notan ¿Será esa Juventud Sónica la que los mantiene vitalísimos y radiantes? Los siguen el guitarrista Lee Ranaldo y el bataco Steve Shelley.

No saludan. Se conectan. Porque enchufarse es el aire que respiran estos neoyorquinos arriba del escenario, todo en Sonic Youth es descargas de un electrizante magma, es pelearse con la solemnidad de una sala de concierto. Thurston, emulando a los shoegazers, no deja que su lacio fleco le permita ver al público. Se concentra en maltratar a su vieja guitarra: “Nosotros tocamos así porque nuestras guitarras sonaban terrible, entonces hacíamos mucho ruido para que no se notara tanto”, algo así llegó a decir sobre el sonido de su banda. Si hay una rúbrica que se acerque al sonido de garaje, a toda la rebeldía que se acumula en el descontento de ser adolescente (ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica, ha dicho Salvado Allende) se traduce en esa estridencia, en esos murmullos de sirenas, ecos rotos, demoledoras paredes que hacen de los oídos de quien escucha, mejor en directo que en disco, una blanda y entregada piel molida: un sentido de desapego.

Y es ahí donde Sonic Youth vence: a través de los lentos y abigarrados paisajes de guitarra, emulando quizá transmisiones estelares, distorsionadas por años luz de polvo espacial o señales extraterrestres que confluyen, casi en un happening sonoro mientras Kim deja el bajo eléctrico, toma el pandero y baila como si se tratara de la primavera del 68. O más atrás, como si se internara en los sagrados bosques donde las bacanales se celebran.

“Teenage Riot”, las torcidas “Bull in the header”, Little trouble girl”, cantadas con maestría por la misma Kim.

En algún momento, Thurston se dirige a la audiencia. Agradece a Descartes a Kant su acto. Algunos aplausos brotan tímidos de la multitud. Luego comenta que quizá las canciones son muy viejas para algunos de los presentes.

Tocan canciones del Goo, del Experimental Jet Set, Thrash and no Star, A Thousand Leaves, The Washing Machine. En fin, una visita a lo que han grabado hasta el momento. Este año giran en torno a una recopilación llamada The Distroyed Room. Thurston, energético, da vueltas sobre su eje, se arrodilla frente a ese nuevo/viejo dios que es el amplificador de su guitarra sacando, exprimiéndole, arañándole con la púa hasta el más ínfimo sonido hasta el más inverosímil fraseo. Porque sí, también en el ruido hay belleza

Extasiados -y aquí permítaseme el fervor- sentimos cómo todo nuestro cuerpo vibra, no sólo nuestra mente y nuestros sentidos, nuestro cuerpo todo reacciona sobrecogiéndose, buscando esa verdad absoluta dentro del ruido. Ese bosque sonoro donde al fin somos libres.

 

 

 

 

 

Víctor César Villalobos “El Chiva” (Guadalajara, 1978). No tiene mucho qué decir de sí mismo. Es melómano irredento y escribidor. Como Bartleby, preferiría no hacerlo; aunque a veces lo disfrute sádicamente escuchando a sus viejas bandas noventeras.