Mastretta es amable, saluda, se toma fotos, sonríe, levanta la mano al más fiel estilo de los políticos, todo lo hace sin fallas: el ritmo al saludar, el modo de cuidar la ondulación de la mano con la técnica “ahora me ves las uñas, ahora no me las ves”, el modo de acomodarse el cabello con un ligero rebote de cabeza, corto a la izquierda, largo y enérgico a la derecha…
Por: Háblame del Mundo
Ángeles Mastretta entra al auditorio como una reina de belleza sobre la pasarela. Flota sobre la alfombra como la mismísima Cristina Fernández de Kirchner en plena expropiación petrolera. Es el Coloquio de Escritores Letras del Pacífico, en Tepic, y Mastretta camina por el pasillo derecho como una estrella fulgurante, una rockstar rebelde que, sin embargo, canta un pop meloso patrocinado por la refresquera que provee todas las chispas de nuestras vidas. Anda con un andar de princesa, es una mirreyna escritora con buena fama entre las mujeres, aunque los mismos escritores no la consideren una ciudadana legítima de la república de las letras. En internet, sus fotos de estudio compiten con los portafolios de modelos que se alquilan para el lanzamiento de productos o la apertura de sucursales, a veces de plano para chulear candidaturas gachas o, ya sin más remedio, para caminar veinte segundos en algún debate desorganizado por el IFE. Si no supiera que tiene algunos libros publicados juraría que se trata de una actriz otoñal en plena presentación de su más reciente teledramonón. No lo niego: es inevitable sentir que por unos segundos yo también Soy Totalmente Palacio.
Sobre ella, Angélica Gorodischer ha escrito: “Que Isabel Allende, Ángeles Mastretta o Marcela Serrano escriban historias horribles sobre lo divinas y sufridas que somos las mujeres alimenta estereotipos y vende libros, pero no aporta nada a nivel de literatura ni de género”. Mastretta le habría respondido, sin temor a equivocarme, que la suerte de la fea a la bonita le vale madre, porque su traje sastre es una chulada que brilla como la dentadura de Brad Pitt, y su blusa magenta hace un juego di-vi-no con la jerga que le adorna el pescuezo y que más tarde me enteraré que se llama “chalina”. No luce como Elba Esther Gordillo, pero se defiende.
Mientras llega al centro del salón va saludando con la mano derecha, luego, sincronía de por medio, alza la izquierda y baja la derecha, para finalmente alzar ambas como una señal anticipada de que su conferencia sobre Amado Nervo y la literatura del fin del mundo será un éxito. La técnica del saludo es un trancazo porque hasta el que esto escribe alcanza a sentir el efecto saludador, que es como si ella misma hubiera llegado hasta mi butaca a tenderme la mano. El auditorio para 150 personas está abarrotado, no hay un solo asiento vacante; afuera han dispuesto de sillas y una pantalla para que nadie se quede sin verla y sin oírla, aunque irremediablemente se quedarán sin oler el suave perfume que desprende su chalina cada que se ajusta la cabellera con el estilo de una modelo de champús.
El 80 ó 90 por ciento de quienes han llenado el auditorio son señoras que acaban de salir de la estética. Tal parece que las conferencias de Mastretta impulsan la microeconomía de los salones de belleza, los Liverpool y, en algunos casos, el pasillo de libros del Soriana. Unos cinco minutos antes el auditorio lucía semivacío, lleno –si es posible decirlo– sólo por el fantasmal rumor de unos seis poetas que se desgañitaban tratando de emocionar a los quince o veinte valientes dispuestos a escuchar metáforas del calibre de una AK-45. Frente a este imponente armamento de imágenes, el de Mastretta pasaría los retenes entre risas de pena ajena; pero vale más medir esas risitas de sarcasmo, porque con todo y que sus armas literarias apenas lleguen a resorteras, ella ha llenado el auditorio y afuera le espera –al menos– otro ejército de 150 mujeres ansiosas de saludarla antes de que la humedad de la tarde les descomponga el peinado y se eche a perder la foto que mañana pondrán en el perfil del Facebook.
Es difícil acertar con la edad de las mujeres; así maquilladas es más complicado que adivinar los números que al siguiente domingo saldrán ganadores en el Melate. Un paneo rápido me dice que las más jóvenes rondan los 25, y las mayorcitas los 50. Una que otra se sale de la media estadística, pero son las menos. Muchas de ellas traen lentes para el sol colocados como peineta sobre el tinte del cabello, otras, vestidas como para un coctel, abrazan uno, dos, tres o hasta cinco libros de Ángeles Mastretta. Uno supondría que para coleccionar la firma basta con un libro, pero es posible que estén ahí los libros de la amiga, de la hija, de la suegra… o que se trate de una exhibición de inexplicable cultura. Salvo que leer Mal de amores funcione para explicar la experiencia profunda de crear mundos posibles a través de las letras, yo –insisto: yo– no lo creo. Pero uno nunca sabe.
Impecable: administra la energía, la sonrisa no cae, no cesa, saluda bonito, habla pausada, se “sale” del guión para contar uno que otro chistorete de la vida real, hace pausas hermosísimas (siempre es bueno cuando calla un poco) y todo lo hace sin generarle una sola angustia arrugadora al saco blanco, a la blusa magenta, a la chalina floreada; y no hay posibilidad alguna de que se empolve los zapatos porque, como ella misma lo ha dicho, encargó que el aire acondicionado apenas se encendiera, de modo que sin aire y con 150 sardinas metidas en una lata sellada el polvo se aflige y se guarda en las texturas de la alfombra.
A Mastretta la invitaron para hablar sobre Nervo y la literatura del fin del mundo, pero al final dedica unos minutos al tema y saca de la manga (una manga blanca, de una tela que a veinte metros se ve que vale más que todo lo que traigo encima) cuatro cuentos breves, que suenan a anécdotas personalísimas. Sus relatos, como las novelas de Televisa, suceden en envidiables escenarios; uno tiene la impresión de que valdría la pena tener dinero no por el dinero mismo o por lo que compra, sino porque parece que la gente se hace muy chistosa cuando lo tiene. Le suceden las cosas más insípidas, pero que al toque de su mano se vuelven en simpatiquísimas ocurrencias que uno, simple mortal, jamás tendrá al alcance. A veces también da la impresión de que es la pequeña trampa de sentir empatía con una obra que no tiene nada para la mayoría de los mexicanos, quienes apenas resisten la media quincena sin raspones: la trampa de la literatura aspiracional a la que nos enganchamos a la primera y más pequeña de las coincidencias triviales. Sus historias están llenas de mujeres ejemplares que terminan perpetuando los roles de siempre. Ha de ser por eso que son ejemplares. O ha de ser que leer a Ángeles Mastretta y cafetear sus libros en un Sanborns donde una rebanada de pastel cuesta lo mismo que un día de salario mínimo, es tan catártico como participar en una revolución sobre la igualdad de géneros. Pero eso es algo que debo consultar con mi psicoanalista; es que tener un psicoanalista es tan chic después de todo.
En alguna parte del discurso ella misma nos recuerda que es una simple mortal como todos nosotros y, de refilón, nos trae también el recuerdo de su esposo: la anécdota dice, palabras más, palabras menos, que ella misma (sí, ella misma, así como lo están leyendo, así lo dijo) es víctima de la maldita cultura androcéntrica que nomás no deja que este país salga del hoyo. Cuenta que un día mandó por un libro a su “asistente” (no nos hagamos: todos tenemos asistentes que nos eviten pisar la librería), y que, pasado el tiempo le preguntó: “¿Ya tiene mi libro?” a lo que el asistente le respondió con un seco: “No, señora, es que el señor me mandó por vinos”. Chulada de paisaje que nos enseña que es posible vivir bien de unas letras que apenas respiran, tener asistente y mandarlo por “vinos”, así, en plural, porque la gente bien ni va a las librerías ni es capaz de ir por su propio guachicol a la esquina. Pero hagamos justicia con la enseñanza que ha puesto en nuestro camino: el asistente y su esposo –de Mastretta– encarnan aquí a la cultura machista que nos impide que más Ángeles Mastrettas anden por ahí publicando sus males amatorios o sus mundos iluminados. De las escritoras serias nadie dice nada, de las víctimas de la violencia pocos se acuerdan, pero el simpático pasaje del asistente nos ha enseñado lo cruel que es el machismo cuando de decidir entre el libro de la señora y los vinos del señor se trata. La vida es injusta, más de una señora ha dicho para sí misma.
Decía que de refilón nos recuerda a su cónyuge: a veces se nos olvida que también es la esposa de Héctor Aguilar Camín, el señor, el mismo que es señalado como beneficiario de las “menciones positivas” que algunos gobiernos pagan para que se hable bien de ellos en el tiempo efectivo de algunos programas. Lo cual no es delito, pero es éticamente muy cuestionable para uno que se pretende intelectual.
A veces, también, se nos olvida que como escritora será prescindible en unos años, y que identificarla con la misma palabra con la que nos referimos a García Márquez, por ejemplo, es un abuso que no merece ni el peor de nuestros enemigos escritores.
Y a veces, simplemente no alcanzamos a ver la contradicción de ser una señora pudiente criticando a otras señoras pudientes con las que se codea en los mejores cocteles de los más inaccesibles sitios, los mismos a donde sólo tienen acceso dos clases de personas: los mismos pudientes y los meseros. Un amigo me dijo que me ensañaba con ella, que era lo mismo que hacían algunos alumnos de letras cuando les daba por hacer sociología en los lupanares. Si es lo mismo, le dije, yo se lo cambio.
Mastretta es amable, saluda, se toma fotos, sonríe, levanta la mano al más fiel estilo de los políticos, y todo lo hace sin fallas: el ritmo al saludar, el modo de cuidar la ondulación de la mano con la técnica “ahora me ves las uñas, ahora no me las ves”, el modo de acomodarse el cabello con un ligero rebote de cabeza, corto a la izquierda, largo y enérgico a la derecha. Hasta la aparente manera de interrumpir los relatos con unas todavía más aparentes ocurrencias a vuelo de pájaro. Todo es natural; el tipo de naturalidad a la que se llega tras un arduo y añejo control escénico. El apellido, nótese, es un delator del artificio.
Mientras se me ocurre que puedo salir a tomar un poco de aire saltando las tres cámaras de televisión y las veinte o treinta personas que cierran el pasillo izquierdo, Mastretta anda ya por el último de los cuentos; del auditorio a reventar no se mueve nadie, con disimulo las mujeres se van adelantando unos centímetros tratando de anticipar la fila de fans que, al límite de la euforia, se plantarán como frente a un monumento que firma dedicatorias apenas entendibles. Yo, mientras me toco la frente para sortear la inminente neuralgia, voy repitiendo para mis más angustiados adentros: ¡Arráncame la vida, arráncame la vida…!
Háblame del mundo. Es un escritor fantasma. Nadie lo ha visto y se sospecha que su obra es una invención. Ha publicado bajo diferentes pseudónimos, siendo una incógnita qué es y qué no es obra suya. Incluso puede que estemos frente a un autor sin obra. De Ángeles Mastretta la gusta que tiene las manos chiquitas.