¿Has probado seguir a alguien sin que se dé cuenta? ¿Conjeturar qué hace en la vida o a qué le teme? ¿Seguirlo con la posibilidad de que te descubra y quiera, por lo menos, ahoracarte? En una de esas el castigo consiste en regalarte algún libro de autoayuda. Sigue al cronista en esta aventura (y si usted tiene historias que contar, sobre la FIL o la ciudad, no olvide mandarlas a: david.izazaga@gmail.com), antes de que el cronista te siga a tí.

David Izazaga

¿A dónde va este hombre de larga barba que viste de negro y camina apuradamente hacia la entrada de la Expo? Lo acabo de ver ahora, pero me hubiera gustado haberlo visto bajar de su auto en el estacionamiento que cuesta cincuenta pesos: una carroza fúnebre que no cabe en ningún cajón de ese espacio. O mejor todavía: haber observado a su chofer cómo lo depositaba a la entrada de la FIL y mientras él entraba en busca de un libro inconseguible, la carroza fúnebre continuar el cortejo hacia el panteón más cercano.

   Pero esta historia es real, así que dejo mis conjeturas para otro momento y mejor lo sigo para asegurarme de qué tipo de visitante se trata. No se detiene ni un momento, casi tengo que correr para no perderlo. Cuando logro estar casi junto a él, volteo hacia su gafete (escarapela, le dicen los colombianos), y no descubro nada, pues está del lado en el que no hay información, sólo el logo de la Feria y Alemania y los 25 años que -ya sabemos- son 24.

   Continúo siguiéndolo mientras pienso que en los gafetes la información del portador debería venir en ambos lados, pues siempre siempre se voltean y da pena no saber quién te saluda con el entusiasmo de un compadre. Me da tentación alargar el brazo hacia el hombre de sombrero y corbata gris -que quizá sea muy famoso- y de un hábil movimiento voltearle el gafete para detenerlo y saludarlo por su nombre y decirle que he leído ya todos sus libros, pero que me interesa más la historia que no ha contado. No lo hago, porque sé que no soy tan hábil y que en lugar de lograr mi objetivo, lo único que lograría sería atravesar torpemente mi pierna en su camino y ambos rodaríamos sobre el suelo y sobre mí vendrían aquellos policías -o no sé cómo nombrarlos adecuadamente para que no se ofendan- que andan por la Feria, muy discretos, con su metralleta en las manos y el dedo en el gatillo. El hombre de pisada franca que quizá corrió maratones en su juventud se detiene por fin y yo con él. Se mete a un estand de libros para arquitectos y ahí se queda, como si no le importara mi crónica.

   Yo no pienso quedarme ahí a que algo pase, porque luego nada pasa y mejor busco entre la multitud a alguien más a quién seguir. Opto por una persona, animal o quimera, da igual, que tenga menos prisa; por ejemplo, esa señora que lleva algo entre sus brazos protegiéndolo contra su pecho. Me le quedo viendo y parece esconderlo más. ¿Será un conejo? ¿Se le habrá muerto? También trae gafete, creo que es expositora. La sigo sin menos problema que al hombre de la barba, pues la señora camina lento. Entre más trato de asomarme para adivinar lo que lleva, siento que más lo esconde. Por eso me emperro en seguirla, e ignoro a Enrique Krauze que pasa a mi lado y luego a la señora Loaeza que pasa con su séquito y habla por su celular gritando, como si quisiera que nos enteráramos de sus sonrosadas intimidades.

   La señora a la que sigo llega a su meta, volteo a los lados y observo crucifijos, unas monjas, rosarios… ¿En qué momento aparecerá mi madre? ¡Nada! Que la señora devela frente a mis ojos el misterio. Como Juan Diego cuando llegó frente a los Franciscanos y dejó caer su ayate dejando ver a la virgencita, la señora desparrama sobre una mesa una maraña de escapularios. Me ve, la veo y como no quiero pecar, me doy la vuelta y salgo del pasillo N, por el que sólo hace falta que pase El Papa.

   Voy ahora tras un hombre que carga en su mano una cubeta y que me llevará a uno de los 25 rincones secretos mejor guardados de la FIL: los baños que están al oriente de la entrada de avenida Las Rosas, ese secreto sí que no es un fraude. Vayan, son limpios, amplios y siempre están solos. Si luego hay tiempo, les cuento sobre los otros veinticuatro.

(Crónica leída el martes 29 de noviembre en el programa Como en Feria, de Radio Universidad de Guadalajara, conducido por Alfredo Sánchez y Sofía Solórzano)

David Izazaga es cronista. Ama los Garibaldis (sobre todo los de El Globo), deambula estos días por la FIL en busca de historias y moderará una mesa sobre crónica el viernes 2 de diciembre, a las 12:30 del día, en el Salón Enrique González Martínez del Área Internacional.