Su participación en uno de los equipos de fútbol de la Kodak es el pretexto de Moisés Navarro para contarnos un poco lo que ahí sucedía. Si ahora uno circula por Mariano Otero, justo frente a las oficinas del diario MURAL, podrá percatarse de los movimientos de tierra: en un tris tiraron lo que había y la historia de lo que pasó en la Kodak quedó entre los escombros. A menos que alguien comience a contar, como lo hace ahora el autor en el presente texto. Seguimos con el intento de rescatar recuerdos de los lugares de la ciudad que están desapareciendo.
Moisés Navarro
La primera vez que vi aterrizar un helicóptero bajó de él un tipo canoso, de traje y bigote poblado. Alguien que por estos días me cae bastante mal, aunque haya sucumbido al olvido de la ingrata política: Alberto Cárdenas Jiménez. A penas salió del área de riesgo de las aspas del helicóptero, el chiquillal se le dejó ir encima. Debo admitir que yo también lo hice. Me apena confesarlo, pero qué remedio. Además, sentía la incorregible necesidad de tenderle la mano al aficionado atlista más famoso del momento. Algo de empatía debía de mostrar ese señor por otro sufrido rojinegro. Ya ni recuerdo si mi hermano estaba ahí también. Pero sí sé que le preguntaba a cada niño por su equipo de preferencia. Chivas, América, Cruz Azul y hasta Necaxa salieron a relucir. A todos les hizo mala cara. El hombre más poderoso del estado sólo aprobó al par de ingenuos rojinegros que seguirían sufriendo futbolísticamente por el resto de sus vidas.
La segunda y última vez que vi aterrizar un helicóptero, fue en el mismo lugar, pero bajó un mono diferente. Esta vez no fue “Bebeto”, fue alguien más importante: el flacucho de Ernesto Zedillo Ponce de León. Pero con el entonces Presidente nada de saludos ni pláticas futboleras. Aterrizó más lejos y los hombres de traje aburrido se lo llevaron caminando rápidamente por aquel campo —ahora convertido en cementerio de árboles— de futbol de la ya extinta Kodak, allá por Mariano Otero y Prado de los Cedros.
Un día le dije a mi papá que quería entrenar fútbol. Tendría ocho años. A él le dio risa. Mi abuelo materno me había regalado un balón de fútbol con el escudo del Santos Laguna y entonces se me metió la idea de patear ese balón más allá del jardín de mi casa. Cuando tuve el balón decidí que le iría a Santos, luego al Jalisco, luego al Necaxa, después a las Chivas y por último al Atlas. Ni me pregunten por qué. Ni a mi papá, ni a mis dos abuelos les gustaba ese deporte. Mi papá y su padre jugaban frontenis, mi otro abuelo frontón. Como sea, mi padre se informó de equipos cercanos a mi casa. Mi vecino de enfrente entrenaba con su tío en uno: Los Cachorros de Kodak. Por medio de un tío político, que laboraba en Kodak, terminé inscrito ahí. Después un par de compañeros de primaria jugaron conmigo. O yo con ellos, porque yo era titular, pero de la banca.
No sé contra quien jugamos el primer partido, pero sí sé que nos estaban poniendo una madriza. Yo los veía desde la comodidad de la banca. El Pancho (el entrenador que además era empleado de ahí de Kodak) lucía desesperado. No podían pasar de media cancha. Estaban acorralados. Como el Cruz Azul cuando se dejó remontar en aquella estrepitosa final contra el América. El Pancho me dijo: “vas, Moisés”. Y fui. A realizar mi debut en el fútbol once contra once que sería el futbol más cercano al profesional que he jugado en mi vida. Escuché las indicaciones y no ejecuté ninguna. “Cubres a aquel y aquel” y nomás entré y se me olvidó en qué parte de la cancha estaba. Yo quería ser el héroe, el defensa aguerrido que sacara a su equipo adelante, pero nomás atiné a dar un par de puntapiés a los del otro uniforme. Cuando menos no se fueron limpios.
Todas mis incursiones en la cancha fueron así. Cuando los partidos estaban irremediablemente definidos entraba yo. Como “Kikín” Fonseca en el Benfica o el “Chicharito” en el Real Madrid. En otro partido, Cachorros jugó contra un equipo de niños más chicos y estaban metiendo una goliza. Hasta nuestro portero estaba sentado en media cancha, nomás le faltó sacar una revista como el “Tubo” Gómez. Así que ahí fui, antes de que se terminara el partido a jugar de bulto para que nuestro equipo terminara de ganar como 11-0.
Por lo mismo sucedió lo que tenía que suceder. Como al “Tilón” Chávez cuando lo bajaron al Tapatío, a mi junto con Rigo nos bajaron de categoría. Él iba de delantero y yo de defensa central. De la 87 bajamos a la 88 y 89. Fuimos titulares en todos los partidos y quedamos en último lugar de la liga. Por eso el Pancho no nos quería. Estábamos salados, por no decir que éramos maletas. Manuel, el entrenador de la 88, entendía las cosas diferentes: él ponía a jugar a todos. Buenos, regulares, maletas y troncos por igual. Sabía que, como dice la Patti Smith, éramos unos chiquillos y que los papás madrugaban demasiado los sábados y domingos, pues jugábamos a las 8:00 am. Pancho se sentía el “Tuca” Ferretti.
Jugábamos contra los distintos equipos del Cervantes, contra los del colegio Anáhuac, contra el Cedi, contra los del Country Club. A los del Country les metí el único gol que marqué bajo el uniforme de Cachorros de Kodak. Me llegó un rebote que conecté con el empeine y lo metí al ángulo. Mis papás estaban recostados en el pasto echando chisme cómodamente con Manuel el entrenador. Ninguno de los tres vio el gol. Yo platiqué aquella hazaña en cada oportunidad que tuve. Jamás mencioné a mis amigos que aquel partido lo perdimos por default.
El área recreativa de Kodak tenía dos canchas de fútbol grandes. Una chica, un par de quioscos, un pequeño diamante de béisbol, un par de canchas de básquet de cemento, un recorrido con grava roja para los corredores, canchas de frontón y frontenis, juegos infantiles, arenero y un espacio para aerobics o clases para señoras.
Me comentó mi tío que cualquier empleado de confianza podía hacer uso de las instalaciones con ciertos requisitos, que incluían el apartado de la instalación, su cuidado y esas cosas. Casi nadie las utilizaba. A veces se veían fiestas infantiles; muy de mañana, algunas personas se veían trotando. Sólo dos veces vi a un par de niños haciendo uso del diamante de béisbol. Las canchas de frontón estaban terriblemente desaprovechadas. A veces nos mandaban a que estrelláramos el balón contra la pared, por encima de la línea amarilla. Las canchas de fut sí eran utilizadas por el equipo oficial de la Kodak, los que no eran Cachorros. Seguido había encuentros ahí, casi todos por la noche. Años después reemplazaron una de las canchas por una de fútbol rápido. Pronto ya nada se utilizó.
Cada veinte de noviembre la Kodak se ponía de fiesta. Había eventos de todo tipo: deportivos, recreativos, kermesse, música todo el día. Iniciaban con el himno nacional, la marcha que lo acompañaba y luego tambora y al final mariachi. Comida a lo tarugo. Muchísima gente. En uno de esos eventos nos dieron la medalla y el trofeo del campeonato (a los del 87, no a los del 88 que éramos rémalos), pero como a mí y a mi compañero nos tenían de reserva en la 87 (jugábamos el partido con la 88, luego estábamos de banca con la 87) nos tocaba también medalla. Ya ni sé a quién le ganamos el campeonato. Seguramente fue a los de manzanas Tarahumara (nuestro América, nuestro Atlas era la Kodak del sindicato). Recuerdo que me formé, no fui de los primeros, pero tampoco de los últimos. En eso se me acercó el Pancho y me dijo “fórmate hasta el final”. Yo me le quedé viendo. Repitió lo mismo. Me salí de la fila y no volví. Con las lágrimas en los ojos le dije a mi papá “vámonos” y él sólo preguntaba que por qué. Yo caminé más rápido y él detrás de mí, y yo todavía más rápido y él en silencio me seguía. Mudo él, dejó de preguntarme. Mudo yo, no explicaba nada. Mudos los dos nos fuimos caminando a casa. Todavía un par de compañeros me alcanzaron y me ofrecieron la medalla. Yo nomás menee la cabeza como si me ofrecieran crema de calabaza. “¿Estás seguro?”, preguntó mi papá. Y seguimos. Me mantuve enojado, pero eso sí: desayuné mi chocomilk y el huevo revuelto que me esperaba antes de subirme a jugar Nintendo. A los días, por fin expliqué la razón de mi berrinche.
Ya ni recuerdo los nombres de mis compañeros. Paso por las canchas y ya ni me parecen tan grandes. Cuando jugaba, comprendía por que en los Supercampeones tardaban capítulos y capítulos en pasar el medio terreno de juego. El campo parecía enorme, las porterías inabarcables. Mi abuelo me dijo que Jorge Campos estaba muy enano y yo no lo podía creer ¿Cómo le hacía para alcanzar el travesaño? Aún tengo mis espinilleras y mi playera con el número 12 que dice “MOISES EMM” porque el Emmanuel no cupo completo. A Manuel, como a Sergio Bueno toda su vida, lo cesaron como técnico. Yo tenía que volver con el Pancho y yo ya no regresé a la Kodak. El equipo se desintegró cuando el resto de los compañeros ingresó a la secundaria.
Muchos años después me encontré a Pancho. Iba regresando de la prepa y él caminaba con su overol de Kodak junto con otro compañero. Lo vi a la distancia, pero no lo reconocí. Pasó junto a mí y dijo “hola”. Le regresé el saludo, pero no acaté que fuera él. Mi memoria hizo su trabajo media cuadra después. Ya la Kodak había cedido terrenos a Technicolor y a Superama. Las noticias de recortes de trabajadores eran cada día más frecuentes. Pancho migró a Estados Unidos. Mi tío fue de los últimos en irse de la empresa. Al final vendieron y los nuevos dueños pusieron lonas negras alrededor de la reja que abarcaba la Kodak. Enterarse fue como saber que tu vecino, el “buena onda”, se muda a otra parte de a ciudad. Por la noche se escuchaban escombros y escombros caer. A veces ni dormía de pensar en eso. Edificios feos aparecieron y otros más están por construirse. Distrito La Perla, le dicen.
No puedo evitar sentir nostalgia cada que camino por ahí o de preguntarme qué irá a pasar con el área recreativa y cómo se va a transformar. Pero también me da risa, risa de ver a aquel chiquillo orgulloso que se negó a recibir la única medalla deportiva que recibiría en su vida, risa de pensar que mi mamá aún le guarda rencor al Pancho por más que hayan pasado veinte años. Risa porque siempre dimos por hecho que una empresa de aquel tamaño no desaparecería nunca.