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Era más que evidente: él había concertado una cita con un extraño, alguien a quien no había visto jamás. Lo otro sólo era lógico: ese alguien debía ser otro hombre y no mayor de 25 años. El medio de contacto bien pudo haber sido una sala de chat o uno de esos portales a través de los que se consiguen citas de ligue.

Por Christian Mendoza

1. Observar e inferir.

Me cayó encima igual que cemento fresco. Advertí desde el principio su presencia, pero no fue del todo insoportable hasta que fue endureciéndose. Entonces me costó trabajo respirar: mi diafragma se contrajo y mis hombros trataron de recobrar algo del espacio que parecía reducirse. Levanté la mirada y ahí estaba él. No más de 1.70, piel morena y maltratada por el tiempo. Prácticamente calvo, el cabello que aun suspendía de las partes más bajas de su cabeza no podía esconder la tintura de las canas. Barba tupida y bigotes recortados, también canosos.

El golpe de su mirada fue a raja tabla. Ni siquiera recuerdo haberme movido. Leí su cuerpo en un instante. La forma en que su espina a medio encorvar se tiraba hacia adelante con los hombros caídos y las rodillas dobladas con los pies ligeramente hacia adentro. El tampoco se movió. Se quedó ahí, mirándome, como si no supiera a dónde ir. Hubiese jurado que no tenía vida de no haber sido por el fulgor de sus ojos, ese que no dejaba de intentar meterse en mi cuerpo y me robaba el aire.

Para entonces yo ya sabía lo que pasaba. Era más que evidente: él había concertado una cita con un extraño, alguien a quien no había visto jamás. Lo otro sólo era lógico: ese alguien debía ser otro hombre y no mayor de 25 años. El medio de contacto bien pudo haber sido una sala de chat o uno de esos portales a través de los que se consiguen citas de ligue. Habrían decidido no intercambiar fotografías, sólo una descripción somera. Nada personal. Sin números de teléfono ni correo electrónico. El motivo del enganche era sencillo: hombre maduro busca chico joven; chico joven busca hombre maduro. El único inconveniente: yo no era su cita.

Todo pareció haber quedado claro una vez que nos enfrentamos. Contuve el aliento y lo miré. Él espero un instante mientras yo comprendía la situación, luego abrió ligeramente las manos y los brazos llevándolos un poco hacía arriba mientras se encogía de hombros. Arqueó la ceja y sus refulgentes ojos rogaron por mi respuesta: “di que eres tú”. Una sonrisa hubiese bastado. En lugar de eso volví a mi lectura.

En cuanto mis ojos cayeron sobre el papel él lo supo: Yo no era su joven misterioso…era un testigo metiche.

 

2. Un asunto que distraiga del “asunto”.

Quizá nunca antes lo había hecho, por eso escogió ese lugar. Creyó que sería más sencillo ubicarlo en un espacio pequeño, poco concurrido y silencioso. No parecía haberse dado cuenta de que con tales características la cafetería de la librería sólo lo dejaba al descubierto. Cuando cayó en la cuenta ya era muy tarde, los susurros y las suspicacias habían comenzado ¿Quién era ese hombre y porque estaba aun de pie? ¿Realmente iba a beber café, o cuál era su asunto?

Tomó la mesa detrás de la mía. La ultima del pasillo, por el lado derecho, la más cercana al mostrador. Hojeó un par de revistas, un libro. Nada. Incluso dio una vuelta por la librería, miró entre los estantes. De pronto vio un rostro familiar en el mostrador del café, caminó de regresó y exclamó: “Hola José”. José respondió sin mucha energía: “Hola”.

Volvió a tomar su asiento, quizá más temeroso que antes. Mientras estuvo lejos alcancé a escuchar los cuchicheos de la barista y uno de los dependientes: “¿y ese señor qué, ya ordenó algo o nomás se está haciendo güey”? Fiel a sus labores, la mujer le extendió una sonrisa y una pregunta: “¿te sirvo algo?” Él pidió que se le recitara el menú. “Una coca cola”, decidió. 

La bebió a sorbos pequeños, como esperando que su desconocido se apareciese antes de que se acabara el gas. Finalmente sucedió.

 

3. Ser testigo, ser cómplice.

No fue difícil adivinar que era él. Bastaba con ver que compartían la misma cara de despiste y el mismo estupor de saberse vigilados, pillados a la mitad de un supuesto acto vergonzoso.

Sonreí maliciosamente. Aquel efebo rubor despertó en mi el más profundo y perverso deseo vouyerista del que tenga memoria. Debía tener mi estatura, mi complexión, quizá hasta algunos rastros de mi estructura ósea. El cabello y los ojos más oscuros. La piel más marcada por la mala hidratación, pero no era feo.

N0 se atrevió a caminar por el pasillo hasta donde su hallaba su cita, se limitó a sentarse en la primera mesa de la orilla izquierda, quedando justo en diagonal a la de su hombre secreto. Antes hizo lo propio: se pavoneó como pudo por la pequeña área, dio pasos hacia adelante, luego hacia atrás; probó una mesa, luego la otra, siempre mirando en su dirección, siempre sonriendo coqueto.

Su hombre misterioso ni se inmutó. Siguió bebiendo de a sorbos pequeños su coca-cola. Por un instante el mundo de esa pequeña cafetería se detuvo. En silencio los presentes hacíamos una apuesta ¿Quién sería el primero en acercarse? Nadie, fue mi primera respuesta. Ambos temían demasiado, se sabían demasiado expuestos. El joven misterioso parecía desesperar: a su edad la paciencia no es una virtud. Recorrió los mismos pasillos hasta el baño, tal vez, sólo tal vez… La estrategia no funcionó, el hombre secreto no se movió. Continuó bebiendo su coca y hojeando su revista.

Al volver, el joven misterioso jugó su última carta. Caminó hasta la cuarta mesa de la izquierda y amenazó con quedarse. Revisó en su mochila de escolapio: cable, cargador, laptop… todo fue dispuesto sobre la mesa.

Puede que sean almas gemelas. Que logren comunicarse como pocos a través de la red, de sus pantallas, teclados y gadgets. Puede que su amor sea virtual y perfecto, que ambos puedan reinventarse y reconocerse a través de avatares o nicknames cachondos. Pero en la vida, en el tiempo y espacio que ambos comparten fuera del mundo virtual; ahí en esa cafetería, donde los secretos no son secretos y el misterio ya no es misterio; ahí… ahí él es un hombre maduro y el otro un adolescente.

autor_christianChristian Mendoza. Hijo de Terpsícore. Lejos de ser musa se conformaría con ser diva. Lamentablemente, un escritorcillo francés rompió su esperanza: “las divas no limpian cacas”, le aseguró el descastado ¡Oh tragedia! Él ya lo hizo. En la necesidad de menores ambiciones sería para él suficiente con leer -y comprender- la obra completa de Proust, de paso, también la de Octavio Paz. Nada más porque le parece que podrían ayudarle a convertirse en un “escritor” no tan malo. Vive, esperamos que temporalmente, en Puerto Vallarta.