Cada vez son menos a los que no les han clonado la tarjeta del banco o quienes se ven inmiscuidos en casi siempre inútiles aclaraciones con las instituciones bancarias. Y aunque supuestamente hay instituciones que ayudan al usuario, la verdad es que las historias de terror que más bien se convierten en tragicomedias, abundan. Aquí hay una que deben leer.

Por Miguel Ángel Santana Aranda

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En aquella ocasión me proponía liquidar la cena con tarjeta de crédito. Llevaba efectivo, pero no quería pasar al cajero para tener dinero la mañana siguiente. Llegó el mesero, tomó la carpeta con la cuenta, mi tarjeta y mi credencial de elector. Se los llevó a la caja. Mientras tanto mi amiga y yo continuamos nuestra charla. Después de algunos minutos regresó el mesero. “Disculpe caballero: ¿cuenta con alguna otra forma de pago? – mis ojos se convirtieron en pequeñas ranuras –. Ya se intentó un par de veces y la tarjeta no pasa.”

La mañana siguiente, lo primero que hice fue revisar en línea el saldo de la tarjeta. Me quedé con los ojos cuadrados. ¡Rebasaba el límite de crédito! No recordaba haber hecho semejante uso en las últimas semanas, así que ingresé al detalle del estado de cuenta. Resultó que en alguno de mis andares sonámbulos me dirigí a un supermercado al que nunca he ido despierto. Únicamente para comprar a doce mensualidades algún artículo que rebasaba los seis mil pesos; cosa que tampoco he hecho en mi sano juicio.

Llamé por teléfono para hacer el reclamo correspondiente. Me indicaron que seguramente la tarjeta había sido clonada. Que me recomendaban bloquear la cuenta. Que me enviarían una reposición a mi domicilio o a la sucursal que les indicara. Que no me preocupara. Que pronto volvería a ser feliz. Pero no fue así. Justo en esas fechas requería del uso de una tarjeta de crédito. Justo en esa ocasión mis desafortunados ahorros habían sucumbido. Necesitaba gastar dinero que no tenía. Así que fui infeliz. La tarjeta llegó cuando ya no la necesitaba.

En la ocasión más reciente (sí, ya va más de una) ingresé al sistema electrónico por pura curiosidad. Quise revisar el monto que me había sido cargado por una transacción en dólares. Ahí estaba, un cargo hecho por un negocio cuyo nombre no me parecía familiar. Pero la cantidad era tan similar a la que esperaba pagar, que no me preocupé. Poco más de una semana después, llegó la fecha de hacer algunos pagos, junto con el corte de la tarjeta. Me conecté. Estaba preparado para un desembolso mensual fijo más un par de compras hechas con la tarjeta de crédito. De pronto se me paró el corazón, además de aparecer el cobro que antes esperaba tenía otras cuatro operaciones de aquel negocio desconocido.

Molesto, escribí al servicio de atención a clientes de la compañía en que compré. Supuse que se trataba de cobros que ellos mismos realizaron; sí, bajo otro nombre. O debía tratarse de la travesura de alguno de sus empleados. Sin embargo, no logré nada. Tampoco sé qué podía esperar. Me sugirieron revisar con cuidado mis últimos gastos. Abrí los ojos tanto como la boca. Lo sé. Quizá mi sonambulismo había vuelto a jugármela.

Me comuniqué al banco para levantar una queja por operaciones no reconocidas. Por primera vez vi la utilidad de introducir el número de tarjeta antes de ser atendido por un asesor. Sí, sirve para algo. No, no me pregunten, no recuerdo para qué. Sólo recuerdo que lo identifiqué. Nuevamente hubo que bloquear la tarjeta. Indicar una sucursal para el envío de una nueva. Seleccioné una cercana al trabajo. ¡Oh torpeza! En esos días saldría de vacaciones.

Con más pereza que interés, acudí a la sucursal buscando obtener la dichosa reposición. Ya habían pasado siete días hábiles desde que levanté mi queja. Dos más que los indicados por mi amable asesor telefónico. La tarjeta no estaba. No había llegado aún. Me retiré con molestia por la mala suerte que me haría regresar a la sucursal otro día.

Casi una semana más tarde regresé. La respuesta fue: “No ha llegado”. Lo cual reclamé mencionando el tiempo transcurrido. Me sugirió llamar al servicio telefónico para localizar la tarjeta. Lo hice. Me respondieron que la tarjeta había sido enviada a una sucursal con domicilio en Avenida Río Nilo, a su cruce con Malecón. Casi se me salen los ojos. No sólo se trataba de una ubicación muy distante a la solicitada. Sino que al pasar por aquel rumbo nunca había visto una sucursal del banco. Tal vez se trataba de mi falta de observación.

A la molestia por la ineptitud o mala leche del asesor telefónico, debía añadir la de buscar una sucursal que nunca había visto. Batallé algunos minutos sin éxito. Incluso preguntando a algunos transeúntes. Era casi la hora del cierre. Decidí preguntar a una amiga que vive por el rumbo. Afortunadamente supo decirme. A partir de ese momento fue sencillo recuperar mi tarjeta. No hubo filas largas en el banco. Sin embargo, en ese momento lo decidí: aquella sería la última vez recogería una reposición de tarjeta de crédito: la próxima los mando al carajo.

 

Miguel Ángel Santana Aranda es profesor investigador del Departamento de Física en el CUCEI de la Universidad de Guadalajara. Doctor en Ciencias en Física por el CINVESTAV-IPN. También se sabe que ha tomado clases de baile, que le gusta viajar y que ahora se ha metido al mundo de la crónica para contar muchas cosas que no ha tenido tiempo de contar. Y ya encarrerado a ver quién lo para.