Se cumplen veinte años ya de una de las páginas más negras de la historia reciente de Guadalajara: las explosiones del 22 de abril. Al autor de esta crónica le tocó vivir muy de cerca la tragedia; por lo pronto, luego de veinte años, esta es la primera vez que escribe sobre el tema y muy seguramente no será la última (Con la publicación de esta crónica, El Huevo Cojo celebra el llegar a 50 crónicas publicadas. ¡Y vamos por más!).

 

David Izazaga

La mañana del 22 de abril, si no hubiesen sido vacaciones de Pascua, a las diez de la mañana muy probablemente me hubiera encontrado caminando por las calles de Analco, casi corriendo para llegar a checar a mi trabajo. Pero, ya dije: eran vacaciones y no tenía la obligación de checar, aunque sí de ir a enviar algunos documentos por fax (sí: ¡fax!). Me desperté tarde y no fue sino hasta cerca de las diez de la mañana que abordé el camión ruta 60, a la altura del estadio Jalisco. El tráfico se hizo, de repente, extrañamente denso (no sólo eran vacaciones , sino que –además- hace veinte años no había tantos autos como hoy) y al llegar al parque Morelos desviaron el camión hacia el centro de la ciudad. Se me hizo rarísimo, pero consideré aquello una señal de que debía irme a tomar un café al San Remo y más tarde intentar llegar a mi trabajo a desahogar los pendientes. El centro de la ciudad era un alboroto y el ululuar de sirenas no era normal, pero bien a bien nadie daba noticia exacta de lo que había ocurrido. Hasta que pasaron corriendo un par de personas por la avenida Alcalde gritando algo raro e inentendible en aquellos momentos: “¡están explotando las calles!”. Muchos comercios comenzaron a cerrar sus cortinas y yo entonces tomé un camión de regreso a mi casa. Hasta entonces supe –porque ya la televisión transmitía en vivo-la exacta magnitud de la tragedia y de la que no tiene caso dar cuenta en esta crónica.

Lo importante, para el caso de esta historia, vino después, el 23 por la mañana, cuando nos reunieron a todos en mi trabajo y nos explicaron que debíamos ir ahí, a la zona de las explosiones, a levantar unas encuestas urgentes, buscando de preferencia a los afectados directos. Con veintiún años, seguramente ni me pasó entonces por la cabeza que estaba a punto de vivir uno de los episodios que más me han marcado en la vida. Tomé mis hojas con las encuestas e igual que mis compañeros mi dirigí a la zona de Analco. La primera imagen que aún no logro borrar del todo de mi mente fue la de una esquina que vi semiderruida. Paralizado, recordé que en esa esquina se ponía todos los días, en la banqueta y parte de la calle, una señora que vendía menudo. No quise pensar en la posibilidad de que hubiera estado ahí, vendiendo, al tiempo que explotó el drenaje. En todo caso, gran parte de su casa también estaba como si la hubieran bombardeado. Comencé a caminar y mientras lo hacía recordaba el par de años que llevaba andando esas calles, todos los días, al ir y venir de mi trabajo. Un escalofrío eterno que volvía y volvía a cada paso que daba se apoderaba de mí al tiempo que observaba nada o casi nada donde antes estaba todo: casas, tiendas, negocios. Luego de caminar durante horas por el lugar y de contener una especie de ahogo que a veces siento que sigo trayendo atorado, recordé que mi tarea era buscar afectados directos y entrevistarlos. El meollo central de los cuestionarios era medir la percepción de los afectados con respecto a los culpables o quienes creían que lo eran, incluyendo, por supuesto a Pemex.

Pasé todo el día platicando con personas de la zona. Las encuestas que tenía que completar eran sólo diez, pero duraba horas conversando con la gente, sobre todo porque bastaba con que me acercara y mostrara interés en lo que les sucedía para que me contaran todas sus historias. Son dos las que -luego de veinte años- siguen rondando por mi cabeza: la de un señor (digo señor, porque en aquel entonces seguro todos los que tuvieran más de veinticinco años para mí eran señores) que se encontraba a una cuadra de la calle abierta, sentado sobre la banqueta, mirando hacia ningún lado, con una extraña calma. Me contó que recién había llegado, porque trabajaba lejos de la ciudad y se había enterado por la tele de lo ocurrido. De la casa que habitaban su esposa e hijos no quedaban mas que algunos ladrillos y vigas. Nadie le daba razón de dónde podría encontrarlos. Su razonamiento era el siguiente: ahí se iba a quedar, el tiempo que fuese necesario, pues sabía que si su familia vivía, ahí tendrían que regresar. Y la historia de una señora que había mandado a sus hijos a la tienda y luego de las explosiones no los encontraba por ningún lado. Lloraba a ratos y de repente platicaba de ellos como si en cualquier momento fueran a llegar. Incluso decía que los iba a regañar porque estaban tardando tanto.

Yo tardé veinte años en escribir esto y todavía siento aquel escalofrío y el ahogo en la garganta; no quiero ni pensar lo que sienten los que perdieron a alguien en aquella tragedia y los que a veinte años no han conseguido justicia.

 

David Izazaga es coordinador de los Talleres de Crónica de la Librería José Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica y catador de postres (tiene a los Garibaldis de El Globo, los Cup Cakes de Paulette y al Capricho de Marissa como a sus mejores postres del momento). Es escorpión con ascendente en Libra, no le gusta la sardina, ama el pulpo y, por supuesto, cree que el fin del mundo está siendo anunciado por medio de la multiplicación de los “viene-viene”. Nunca había podido escribir sobre el 22 de abril. Hasta hoy.