Ante la opción inminente de diversión fuera de horarios de trabajo, las mujeres  solemos invertir una gran cantidad de tiempo en el arreglo personal. Cubrir los pequeños defectos puede parecer tarea fácil. Pero esa tarde descubrí que no es verdad.

Por: Alicia Preza

Trabajar en fin de semana es lo más parecido a un aislamiento forzoso de la (de por sí) poca vida social. Una invitación a salir -aunque sea tarde y por poco tiempo- siempre es bienvenida. Lo complicado de estas reuniones trasnochadas recae en estar linda, fresca y entaconada después de una jornada de ocho horas de trabajo.

Tenía tiempo de sobra para elegir entre las decenas de vestidos y faldas cortas que invaden mi clóset, aunque, cuando las montañas de ropa se instalan en la cama, termino diciendo la típica frase con la que se etiqueta a las mujeres: “no tengo nada qué ponerme”. Descubrí una pequeña falda negra que se vería divina con aquella camisa ajustada que tengo en la mira.

Observo mi silueta en los cuatro espejos de cuerpo completo que tapizan la habitación. Nada mal. Un vistazo de nuevo queriendo encontrar un defecto mientras imito los pasos de baile que practicaré por la noche, o sentada tal como lo haría en la silla de la oficina, procurando no enseñar de más en ningún momento. No me convence.

Acababa de pasar el mes de diciembre y el exceso de posadas y postres navideños se hicieron visibles en la parte media de mi cuerpo. Decepción para quien tiene el plan de presumir lo que alguna vez logró el gimnasio. Podría escoger algo más holgado pero la vanidad era mucha. Mis ganas de exhibir con frescura esa falda que realza mis atributos sin duda era más fuerte.

Me decidí a usar uno de esos artefactos mágicos que mi madre compra compulsivamente desde que tengo memoria: una faja milagrosa que arregla tu vida y de paso tu cuerpo con sólo deslizarla por las partes afectadas por la gula. Esculqué minuciosamente la habitación en busca del tesoro mejor guardado de mi madre: su elíxir de juventud.

Di con una bolsa tan pequeña como el montón de lycra contenida en su interior. Una, dos, cinco, diez fajas de todos los colores, medidas y soportes diseñados para que una como yo se vea igualita a las tipas esas de la televisión, con todo paradito y en su lugar.

Admito que nunca había usado una. No sabía cómo escogerla entre la marejada de opciones que tenía enfrente. Dentro de la bolsa encontré una especie de blusa entalladísima, de aquellas que anuncian en la televisión cuando la programación no da para más. Disimula todo, no parece que es faja y debido a sus costuras invisibles puedes usarla debajo de cualquier otra prenda. O al menos eso es lo que dice la señora de la cintura diminuta que sale en los comerciales.

A simple vista parece el pequeño leotardo que usaría mi sobrina de cinco años para sus clases de ballet. Para empezar, tenía que encontrar la manera de entrar en ella, jalarla por entre las piernas hubiera parecido lo más indicado ante una situación de fuerza extrema. Al llegar a mi cadera la prenda se detuvo. Parecía decirme que estaba bien que se estirara, pero que no era para tanto. Debía existir alguna manera para que las mujeres con sobrepeso que salían en los comerciales se metieran en ella. ¿O debería ser yo la excepción?

Jalé y jalé como salvando a alguien de caer al precipicio, hasta que la lycra negra cedió y llegó hecha girones a la cintura. Ahora sólo era cuestión de ponerme las mangas. Otro problema. O mis brazos eran muy largos o aún le faltaban algunos estirones a la blusa para tapar el pecho y los hombros. Miré la hora. Faltaban veinte minutos para ir a trabajar.

Las mangas quedaron en su lugar después de unas cuantas gotas de sudor y de algunas posiciones raras. Estiro los elásticos que quedaron anudados en la cintura en el primer intento, no es fácil. Pareciera que son una especie de muéganos que se niegan a separarse. Logro, después de varias torceduras de dedos, que el exceso de tela se acomode debajo de la cadera, cubriendo la parte posterior para poder abrochar el leotardo.

Estaba realmente agotada, no me había maquillado ni terminado de vestir. Sólo faltaban diez minutos para irme a trabajar. Mi cintura se veía realmente pequeña y mi pecho tan erguido como me gustaría tenerlo sin ayuda de fajas, aunque se me dificultara una cosa tan sencilla como eso de respirar. La belleza cuesta, creo.

La falda entra con completa facilidad. Resbala suavemente y se acomoda como esperaba. Me pongo de espalda hacia el espejo y echo un vistazo… Era la cosa más fea que había visto. Los bordes del leotardo cortaban mis poco modestos glúteos, haciéndolos ver como una hielera de cuatro separaciones. Eso no era para nada lo que tenía en mente.

Desabrocho los pequeños clips de la prenda más ajustada del mundo y la jalo para sacarla por la cabeza. Algo no está bien. La blusa se vuelve a enrollar, y ahora sí, bonita fregadera, ya no sube ni baja. Quizá si me quito de una vez las mangas. Vaya error, ahora se ha convertido en una rosca de reyes hecha a la medida de mi cintura ¿Y ahora para donde?

Con toda la ridiculez de andar en ropa interior de un lado a otro de la habitación, buscando un clavo, un borde de la cabecera de la cama que sirva de ayuda para jalar la faja, me doy por vencida. Nada funciona. Mi codo se quedó atorado entre los pliegues del poliéster mientras trataba inútilmente de encontrar unas tijeras en el cajón.

Hice berrinche al borde de las lágrimas. Me aventé a la cama como salida de telenovela de horario estelar. Debería tener un pie fuera de la casa en sólo un minuto. -No llegaré- me repetía. Me levanté de la cama buscando una blusa floja para cubrirme mientras buscaba ayuda. Fui directo a la puerta dispuesta a acudir a la casa de la vecina suplicando que me sacara de esa camisa de fuerza. Con todo y la pena. A punto de salir escuché ruidos en la casa. Era mi hermano que todo el tiempo estuvo en su cuarto y del que no me acordaba que existía. ¡Ya la hice!

Le grité desesperada, llevaba casi media hora recluida en un pedazo de tela que cortaba mi circulación. Creo que ya no llegaba el oxígeno a mi cerebro y por eso ya no pensaba con lucidez. Salió de su habitación asustado. Me miraba con recelo contenerme las lágrimas. Me escaneó lentamente mientras le gritaba: «¡quítame esta cosa!». El muy gracioso se echó a reír como si viera la representación de un chiste bastante cómico, lo cual me sobrepasó, me llevé las manos a la cara y, cual novia dejada, me puse a llorar.

Trató de aguantarse la risa mientras buscaba la manera inteligente de arrancarme aquella sanguijuela. –Espera, no te muevas, levanta los brazos- jaloneó como pudo aquella cosa del diablo. Pero nada. No salía. Llevaba cinco minutos de retraso y apuraba a mi hermano quien me calló diciendo que lo dejara pensar.

La prenda, en venganza, se apretó más. Podía sentir cómo mi piel se iba llenando de marcas de asfixia, me dolía de la cintura hacía arriba. Pero me dolía más el hecho de que me descontarían el día por llegar tarde a trabajar. Mi hermano jalaba desde todos los ángulos posibles. En el último intento puse las rodillas en el piso mientras él se apoyaba en el barandal de la escalera para agarrar impulso –mete la panza- me exigía. Imposible.

De repente apareció el Hércules que mi hermano lleva dentro. De un fuerte empujón sacó la faja con todo y trozos de mi piel. Al menos así lo sentí. Viéndome libre, solté una carcajada nerviosa que él secundó tirándose al piso y burlándose de lo tonta que me veía corriendo como loca por la sala.

Aventé la faja debajo de la escalera dispuesta a no verla nunca más en mi vida. Subí corriendo a ponerme cualquier cosa, el glamour era ya lo de menos. Tomé el maquillaje, la bolsa, un cepillo y mi chamarra. Qué importa que me maquille en el camino, que se me vea la panza, que mi cabello parezca el de Amanda Miguel y no pesque ni un resfriado en la fiesta de la noche.

¿Cómo demonios se mete mi madre en esas cosas cada fin de semana? Quizá se requiere de mucha práctica, tiempo y de una personalidad no tan llorona como la mía. A fin de cuentas ya no creo en los milagros, eso, resignadamente, se lo dejo a los santos

Alicia Preza nunca había estado más feliz con ella misma. Ahora lo sabe. La juventud es una de esas cosas que sabe se esfumará a su tiempo pero que es un privilegio disfrutarla mientras existe.