Una cita que puede definir el rumbo de la relación. La ocasión esperada por años y sólo una oportunidad para que todo sea perfecto. Los medios tan comunes para lograrlo pero no siempre la respuesta es como la imaginamos.

Por: Alicia Preza

 

Treinta minutos antes de la hora pactada llegó a la cita. Caminó muy despacio hasta la mesa que reservó meticulosamente unos días antes. Las exigencias no eran pocas: un lugar bien iluminado pero con luz tenue, de manteles largos como para esconder algo debajo, cerca del escenario pero no tanto como para distraerse, una mesa para cuatro aunque sólo llegaran dos.

La sola elección del lugar ideal para pasar esa noche era ya motivo de angustia, preparar el resto de la sorpresa fue agonizante. Dio las últimas instrucciones a los encargados del lugar y se sentó a esperar. Solo. Admiró el techo del lugar, no podía despegar su vista de la lámpara: una medusa dorada de cristales sucios que parecía torturarlo con cada haz de luz que desprendía.

Pasaron los minutos. Más de los que tenía contemplados. Salió a esperarla.

Conocía a la chica desde hace algunos años pero no se atrevía a hablarle de formalismos. Hace algunas semanas quiso interrumpirla mientras hablaba de ropa y películas de moda, para decirle que le importaba un bledo la maravillosa actuación de Daniel Radclife en el nuevo filme, que sólo quería que fuera su novia y caminar con ella de la mano una noche. Sólo eso. Pero tuvo miedo de su respuesta.

La despreocupada joven llegó sonriente saludando con un beso en la mejilla. Un fraternal abrazo, seguido de una alabanza por lo bien que se veía metido en el saco negro y la corbata tinta, fueron el ritual que esperaban los meseros para poner en práctica el plan del .

Fueron conducidos a la única mesa de manteles rojos iluminada por una vela aromatizante de canela. La chica, sorprendida por la casualidad, pegó la nariz a la cera tibia musitando que era su fragancia favorita. El tiempo pasó lento para él. Cada vez tardaban menos en salir las gotas rebeldes de sudor, que no eran vencidas por el pañuelo que intentaba abatirlas.  Llegaron y se fueron las bebidas, los platillos y los clientes.

El músico cantaba a placer del público cada estrofa. Observaba al chico apretando y aflojando la corbata tinta de vez en cuando, sin embargo, esperó paciente el momento indicado para la canción más importante de la noche.

Un ramo gigante de margaritas revueltas entre rosas apareció por la puerta, cargado por uno de los meseros del lugar. Lo colocó sobre la mesa mientras la chica miraba asustada a su acompañante, quien, en un acto contorsionista, sacó de debajo de la mesa una pequeña bolsa de regalo estampada en corazones rojos, con la cabeza de un conejo de peluche asomada entre las tiras de papel picado.

La música volvió, la canción convenientemente estaba llena de te amos. Ella sonreía nerviosa sin decir una palabra, escuchaba atenta al cantante mientras su amigo se frotaba las manos mojadas en el pantalón. Hasta que llegó el momento. Subió a la tarima, tomó el micrófono cantando para ella la última estrofa de la canción:

    Te amo/ aunque no es tan fácil de decir/ y defino lo que siento con estas palabras…/ Te amo

El aplauso unísono de los presentes causó el rubor esperado en el rostro de la chica, quien sonrió tímidamente e invitó al joven a bajar, a sentarse a su lado. El músico incitó al público a pedir el tan popular y solicitado beso. Él bajó del escenario de un brinco caminando directamente hacia el rostro de su amada. Pero ella lo detuvo fríamente con una mano. Sutilmente agradeció al intérprete, tomó su bolsa de mano y salió del lugar seguida por la expresión de terror de su anfitrión.

Un momento de silencio por las propuestas fallidas.

Después de un largo rato el chico regresó con el saco y la corbata tinta empuñados en una mano. Se aventó en la silla a esperar su cuenta mientras se perdía en el olor de las flores, aún frescas en la mesa. Tomó del ramo una margarita y con furia comenzó a deshojarla. Se detuvo en el último pétalo blanco. Lo miró unos segundos y golpeó su frente contra la mesa. Probablemente la repuesta de la margarita fue la misma que tanto temía. Probablemente la margarita dijo no.

Alicia Preza tiene un solo vicio marcado: el café. No es raro encontrarla por la ciudad en cafeterías y sitios llenos de historias de parejas y desamores. Si la ves, no le huyas, déjala que hable de ti.