Son muchas las historias que viven día a día quienes van y vienen de Guadalajara a Ocotlán. Y el pedir un raid siempre trae aparejado el miedo fundado del desconocimiento: ¿quién será el que nos lleve? Ser estudiante en «Ococity» no es fácil… o aveces sí…

 

Por Alicia Preza

Media hora llevábamos parados en aquel crucero de la entrada a Ocotlán, aguantando el sol de lleno sobre el cuero cabelludo y con el peso de toda una semana de clases sumergido en las mochilas colgadas de la espalda.

Había suficiente razón para estar desesperados. Generalmente conseguir una camioneta que amable y gratuitamente nos llevara a nuestro destino tomaba -cuando mucho- 10 minutos de levantar el dedo pulgar de la mano derecha y gritar la palabra ¡Guadalajara! a todos aquellos automovilistas que bajaban la velocidad para preguntarnos con señas: «¿A dónde?».

Hasta para pedir ride en la carretera existe un protocolo minucioso, el cual, según transcurren las generaciones de estudiantes (en su mayoría de periodismo), ha sido modificado según las necesidades. Por ejemplo: dos mujeres solas no suelen pedir aventón a autos compactos, sólo a camionetas pick up; ya saben, por aquello de la «seguridad». Tres o más chicas pueden viajar donde quieran, procurando analizar primero el modelo del coche: entre más nuevo sea, más cómodo y rápido será el viaje.

Pero bueno, no era momento ya para escoger a quien nos daría el aventón, no nos quedaba mucho tiempo de luz de día. Podía sorprendernos la noche en el camino, pero nunca en el crucero. De por sí ya era complicado que un coche se detuviera siendo nosotros 5 personas cargadas con enormes y empolvadas maletas, mucho menos lo harían si estuviésemos atrapados por la natural oscuridad. «Ahora sí que a lo que se mueva», fue la frase que activó en automático las caritas de súplica y los pulgares desesperados que no se detenían al ver carcachas acercarse. Llegando la oscuridad, adiós a las reglas.

La estrategia funcionó, un tráiler de color blanco con cabeza de tractor se detuvo al lado de la carretera y nos hizo aquella seña con el brazo que conocíamos tan bién: «súbanse». Volteamos a vernos preocupadas. Nunca habíamos tenido la confianza suficiente para subir a un camión de ese tipo. Estaba fuera de nuestros estándares de seguridad.

Viajábamos 4 mujeres y un sólo hombre que valía por ninguno: él, alto y robusto, era tan miedoso como un perro Chihuahua en medio de una manada de gatos. Sin embargo, no lo fue en esa ocasión. Mi compañero se tomó demasiado en serio aquello de que «en el primero que se pare», así que se adelantó, tomó dos de las maletas y de inmediato abrió la puerta del copiloto del tráiler.

-¿Qué onda amigo?, ¡gracias carnal!-

Ya no había escapatoria después de aquel primer agradecimiento: teníamos que subir.

Formamos una pequeña cadena humana para subir las maletas y ayudarnos entre nosotros a trepar aquella escalinata. Supongo que fui la más insegura de ese transporte, pues quedé al último para subir y, por lo tanto, me tocaba sentarme junto al trailero, rules are the rules. El resto de mis compañeros seguía tratando de acomodar las maletas en aquel camarote escondido justo detrás de la cabina, mientras yo buscaba debajo de aquella gorra negra la cara de nuestro benefactor.

«¡Hola!, ¿qué tal, gracias eh?», fue lo único que se me ocurrió decir para dar la señal de salida. El chofer, que en ningún momento apagó el motor, avanzó precavidamente para entrar de nuevo en los carriles centrales de la carretera.

– ¿Vienen de la escuela?

– Sí, ya de regreso a casa.

El hombre, que no superaba los cuarenta años de edad, esbozó una sonrisa a la cual siguieron las clásicas preguntas rompe-hielo de los «raiteros»: ¿Y qué estudian? ¿Y por qué esa carrera? ¿Y por qué hasta acá? ¿No hay en Guadalajara? Etc…

Apenas llegábamos a Poncitlán cuando las preguntas de rigor se agotaron ocasionando el clásico silencio incómodo, aunque aminorado por los ruidos del motor y los rechinidos de los asientos

-¿Y usted de dónde viene?

– No me hables de usted, me llamo Juan.

Acá entre nos esa es una mala señal: hablar de tú al raitero implica confianza mutua que después quieren cobrarse preguntando no sólo el nombre, sino también la edad, el lugar de trabajo y en el peor de los casos el número de teléfono.

-Perdón… ¿de dónde vienes?

Juan me habló de su trabajo, de los lugares que había conocido, de lo que transportaba y de los peligros que corría cumpliendo con su deber.

– ¿Ese es el claxon?-, le pregunté apuntando a una delgada cadena colgada por encima del volante.

– Sí, ¿quieres tocarlo?

Su pregunta definitivamente me sonó a albur pero no vi ni el más mínimo tono de picardía en su rostro. Lo cual me dio confianza. Jalé de aquel cordél provocando ese sonido característico de los tractocamiones. ¡Qué emoción, siempre había querido hacer eso!

A partir de ese momento la conversación se volvió natural. Por un buen rato Juan me habló de cuánto extrañaba a su esposa y a sus hijos y de lo fea que es la soledad dentro de un tráiler; de lo patético que es bañarse en una gasolinera para no gastar en hoteles y de comer sólo lonchibón y sopas Maruchan en los Oxxo’s que va pasando.

Me dijo también que le gustaba dar ride, sobre todo a los estudiantes porque ellos aún tenían esa alegría que los adultos -incluyéndolo- iban perdiendo. Aunque esa confianza de subir extraños le había costado ya tres asaltos a manos de empistolados. Juan prefería pensar que no toda la gente es mala. «Es feo estar con la zozobra de lo que le harán a uno -decía- pero es más feo pasar días enteros sin hablar con nadie, escuchando nada más el ruido de las llantas, del motor, de los cambios de velocidad y de las tripas que piden comida de hogar».

Platicamos amenamente hasta llegar a la zona del Álamo en Guadalajara, donde el sol estaba casi oculto, dando la bienvenida a la noche. Reconozco que me equivoqué, a Juan no le interesaba mi número de celular, sólo me pidió mi nombre. Allí despertamos a los cuatro estudiantes que ni cuenta se habían dado del paso del tiempo y que aún amodorrados buscaban sus mochilas de entre la pila de maletas que se había formado en la parte trasera.

Juan se detuvo. Rápidamente bajamos las cosas despidiéndonos y agradeciendo con grandes sonrisas el gesto del aventón. Vimos lentamente alejarse en medio del tráfico a aquel tractocamión blanco. Juan se despidió de la única manera que podría hacerlo un trailero: haciendo sonar su cláxon una y otra vez, jalando del cordel hasta que la distancia le impidió vernos a través del retrovisor. Hasta que volvió a aquel silencio de rechinidos, bujías y motores. De anécdotas y caminos esperando ser contados a aquel que aminore su soledad.

Alicia Preza nunca había estado más feliz con ella misma. Ahora lo sabe. La juventud es una de esas cosas que sabe se esfumará a su tiempo pero que es un privilegio disfrutarla mientras existe.