En cada visita a casa de mi abuela se organizaba una excursión para los más pequeños al templo para “ver al diablo”. Ahí siempre nos contaba la historia de como Lucifer se había levantado en contra de Dios y rebelado contra su gracia divina. Como un ejército de ángeles buenos y otro de ángeles malos se enfrentaron en una batalla en el cielo, y los malvados fueron expulsados del paraíso y enviados a la tierra. 

Por Christian Mendoza

Era, según mi abuela, la representación indiscutible del triunfo del bien sobre el mal. “Lo atrapó para evitar que anduviera haciendo maldades”, me dijo una vez. Ha estado ahí desde que yo recuerdo, en la parroquia al otro lado de la calle. Siempre fue una referencia para el taxista: Doctores Valdez 117, frente a San Miguel; incluso un punto turístico del pueblo, que año con año recibe miles de peregrinos, que pagan con su visita a la Virgencita de Talpa algún favor recibido. “¿Esa es la iglesia que tiene el diablo?”, solían preguntar.

La famosa escultura podía verse desde la entrada, colocada muy cerca del presbiterio y la pila del agua bendita, sobre una columna que quizá alcanzaba poco más de un metro y medio de alto. Sobre ella se alzaba la imponente figura del Arcángel Miguel con refulgentes alas plateadas y albores celestes, cubierto con una larga capa roja que parecía batirse con el viento. En la túnica blanca una enorme cruz romana, el faldón y las sandalias. El pie izquierdo bien plantado en el suelo rocoso y el derecho suavemente levantado, subyugando sin esfuerzo aparente a un Satanás temeroso y débil, con apariencia humana, pero una larga y escamosa cola de dragón, que se perdía entre la capa del arcángel bienhechor.

El maligno parecía rogar clemencia con los ojos que miraban sin mirar el llameante florete que empuñaba amenazante el arcángel con su mano izquierda, como si fuese a atravesarle con él en cualquier momento. Con la otra mano sujetaba una cadena que rodeaba el cuello del demonio, símbolo que según la tradición cristiana, le ata por siempre a los infiernos.

Recuerdo que en cada visita a casa de mi abuela se organizaba una excursión para los más pequeños al templo para “ver al diablo”. Ahí siempre nos contaba la historia de como Lucifer se había levantado en contra de Dios y rebelado contra su gracia divina. Como un ejército de ángeles buenos y otro de ángeles malos se enfrentaron en una batalla en el cielo, y los malvados fueron expulsados del paraíso y enviados a la tierra. Nos advertía de los peligros de la tentación, de la pereza y la displicencia.

Nos recordaba las oraciones para la Virgen del Monte Carmelo e insistía en que las repitiéramos cada noche antes de ir a dormir. Ella era después de todo la abogada de los niños buenos, y para ganar su intervención no sólo había que comportarse adecuadamente, sino invocar su favor.

Solíamos visitar a mi abuela durante las vacaciones, de verano y a veces en los días santos. En esas ocasiones acudíamos al templo con mucha más regularidad, sobre todo a la Basílica en donde se halla la milagrosa y muy amada imagen de la Virgen de Talpa.

Era común que mi abuela nos llevara a misa o al rosario. En esos días como guarda la costumbre el templo se adornaba de color morado en señal de adviento y muy cerca del altar mayor se montaba otro especial para la Virgen de la Dolorosa.

Mi abuela nos llevaba hasta la parte más cercana al improvisado altar y luego con la cabeza cubierta hasta la mitad con una elegante mantilla negra rezaba fervorosamente el Sabat Mater:

Estaba la Madre dolorosa
junto a la Cruz llorando,
mientras su Hijo pendía.
Su alma llorosa,
triste y dolorida,
traspasada por una espada”…

Tras el interminable rezo, que alguna vez pude recitar de memoria, seguían las lecciones sobre el respeto que había que guardarle a la imagen. Que si aquella compungida y llorosa mujer, cuyas lagrimas permanecían inmóviles como crisálidas, sufría por la pena de la muerte de su hijo Jesucristo, quien había entregado su vida para que “nosotros” pudiéramos vivir libres del pecado. Como con cada mala acción no sólo aumentábamos su sufrimiento, sino que también despreciábamos el de aquel hombre cuya imagen ensangrentada y llena de hoyos se guardaba en un féretro transparente.

Ahora a la distancia me impresiona la manera en que asumí de forma tan natural las historias de los santos y arcángeles que me contaba mi abuela. El terrible desconsuelo y la turbación que me causaba saber sobre la existencia de una ser superior capaz de estar en todo lugar a toda hora y saberlo absolutamente todo. Tal vez por eso aún no puedo conciliar el sueño si tengo alguna imagen o crucifijo sobre la cabeza.

Christian Mendoza. Hijo de Terpsícore. Lejos de ser musa se conformaría con ser diva. Lamentablemente, un escritorcillo francés rompió su esperanza: “las divas no limpian cacas”, le aseguró el descastado ¡Oh tragedia! Él ya lo hizo. En la necesidad de menores ambiciones sería para él suficiente con leer -y comprender- la obra completa de Proust, de paso, también la de Octavio Paz. Nada más porque le parece que podrían ayudarle a convertirse en un “escritor” no tan malo.