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¿Quién no, por acompañar a la amiga, a la novia -o lo que fuere-, tuvo que aventarse caminando a altas horas de la noche por la entonces tranquila ciudad? Quien esté libre de caminatas nocturnas, que dé el primer paso… Aquí el autor hace un recorrido, años atrás, por la muy conocida y quizá poco andada, avenida Patria.

 Víctor César Villalobos

 

Y por andarte mirando
tutú turu rurú
se me pasó el camión,
el último camión.

El personal

 

Es muy tarde para tomar camión; tampoco tengo dinero para el taxi. Me armo de valor y me preparo para caminar. Salir de la casa de M. en Zoquipan implica bajar por Lago Superior y serpentear por toda la Avenida Patria hasta mi casa, en William Shakespeare, cerca de Vallarta.

Bajar por Lagos del Country a esas horas de la noche no representa peligro alguno a pesar de estar cerca de La Consti, famosa por las calles empedradas y poco iluminadas, las casas populosas y los chicos tumbados. La colonia está en los linderos de Zapopan: si uno cruza la Avenida Patria y pasa el canal de aguas negras, se encuentra mágicamente en Guadalajara. Yo sigo por el sendero zapopano.

Como bolero barato de música mexicana, mientras camino recreo qué hago una noche cualquiera en esas latitudes. M. Ha hecho promesas con sus brazos y su boca y su recuerdo, como dice Ibargüengoitia: “me producía una ternura muy especial, que iba convirtiéndose en un calor interior y que terminaba en los movimientos de la carne propios del caso”; ya llegaré a casa y aplicaré la licencia poética del pollo y el pescuezo.

Las curvas de la avenida, las torres de departamentos, casas, unos pocos negocios, un puesto de tacos y una cabaña donde venden tortas me llevan a Ávila Camacho. En la noche tropical, el macizo y desierto puente peatonal que divide los municipios con su recubrimiento tiroleado, la escalera verde  y vigas que hacen de techo, despierta sueños de apasionados besos con M. Tomo nota mental; recabo material. Cruzar la avenida por la que pasan los romeros el 12 de octubre durante el día a esa altura es un suplicio, no así por la noche, que no hay autos casi. Cruzo por los pasos cebra despintados, la ancha avenida sucia con bolsas solitarias haciendo piruetas en el baldío donde ahora está el Wal-Mart, los semáforos con sus luces cíclicas y Plaza Patria.

M. trabajaba en un expendio de churros rellenos que se sitúa en un pasillo de Plaza Patria, un carrito con toldo, a pesar de estar bajo techo; también tiene rueditas, aunque nunca los he visto en un sitio distinto. A M. La conocí en la prepa y es mi mejor amiga. La friend zone es un pantano que incluso en el futuro, en el que ella es arquitecto, no quiero que termine. M. huele a harina, a pan de dios; también a aceite requemado. Una prosopografía aproximada la compararía con Palas, la que salió del cráneo de Zeus, ¿dije que tengo 18 años y soy un pedante esbozo de escritor en esta crónica? Pues eso. Yo pasaba la tarde sentado en el tambaleante pasillo platicando con ella, leyendo, esperando a que saliera a las nueve para acompañarla a su casa. Los cines habían cerrado hace una década (Hoy es la zona de comida rápida) y la plaza se sostenía como un fantasma roído y descuidado gracias a Gigante y Fábricas de Francia.

De lleno en Zapopan, el Fraccionamiento Altamira con sus dos parques, las enormes casas y el camellón con el Río Atemajac. La temperatura baja considerablemente, pero como los músculos se han mantenido en movimiento, casi ni lo siento.

Cruzo hacia el Vivero de Colomos y sigo por esa acera; me parece más solitaria y menos peligrosa por deshabitada. De cuando en cuando las luces de un auto me encandilan. A veces las ardillas (quiero pensar que son ardillas) hacen ruidos tétricos del otro lado de la cerca de Colomos. Luego unos perros comienzan a ladrar. Me siguen por todo el terreno adyacente al parque.

De pronto se levanta esa mole que es Plaza Pabellón, a veces me gusta pensar que soy libre y que puedo cortar terreno hasta llegar al cruce de Acueducto, salvando la curva. Nada de eso: largos y cada vez más penosos pasos, pero falta lo mejor.

De Acueducto a la Autónoma hay una pendiente de casi dos kilómetros en la que es necesario hacer acopio de las pocas fuerzas que me quedan. Paso la pirámide de la Mercedes Benz y un pequeño cauce seco que se mete en San Javier. Siento la arena de la empolvada vereda que hace más lento mi paso. El skyline de ahora sólo cabe en la imaginación aberrante de un urbanista distópico que le vaya a los Tecos. De Acueducto a las instalaciones del 3 de Marzo, sólo se extiende donde ahora se erizan los edificios, las torres y Andares, un pequeño bosque con pinos hasta Puerta de Hierro, cerca de Periférico. Lo que siempre ha existido: una sala de exhibición para muebles que ha sido pocas veces ocupada y que luce vacía. Al principio era una sucursal de Muebles Placencia, luego la lista continúa con nombres tan efímeros que ya no los recuerdo. Paso por el Mocho Columnas. La acera a esta altura es una vereda casi invisible que se hunde y sube del nivel de la calle. Rezo una plegaria a Santa M. Para que me eche una mano, porque ya la tenía casi olvidada.

Al pasar la entrada de la Universidad, antes de llegar al Tres de Marzo, ya es suelo parejo, por lo que paso Plaza Universidad y tomo Ceja de la Montaña, una callecita de dos cuadras que bordea un parque, lo cruzo y tomo la calle de mi casa: William Shakespeare. Llego a casa molido. A pesar del sudor y el cansancio, como dice El Personal: “Estaba yo acostado/en mi cuarto, cuando pasaste tú,/ por mi mente/ y por andar de caliente/Tutú turu rurú/ se me bajó el avión… / el avión”.