El autor de esta crónica narra cómo, siendo las ocho y media de la mañana y estando a cinco cuadras de su casa, sufrió su primer asalto. Siempre hay una primera vez, ahí sí ni cómo…

Por Roberto Medina (@chinomorocho)

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El primer contacto que tuvo con él fue un leve toque con la llanta de la bicicleta en el tobillo. Acto seguido, se le abalanzó hasta orillarlo, y una vez que la víctima no tuvo posibilidad alguna de escapar, comenzó la ansiosa petición:

— ¡Suéltalo puto!, ¡suéltalo!

Un cuchillo largo, como de 15 centímetros, se apoyaba a la altura de las costillas de la víctima. Lo presionaba, pero no lo suficiente para sacar del shock momentáneo a quien, en ese momento, sólo atinaba a tratar de adivinar lo que pasaba.

— ¡Suéltalo cabrón!

Trajo el cuchillo, pero las ganas de anonimato las dejó en casa. Le bastó al agredido apartar la mirada del arma blanca para verle la cara completa al asaltante: dientes grandes y cariosos, que mostraba como un rottweiler amenazante; las mejillas cubiertas por una barba de tres días; los ojos negros, tan abiertos y expresivos que al menor impulso habrían botado hacia afuera. Todo sobre una piel morena que se arrugaba desde la frente hasta la barbilla.

— ¡Suéltalo!, ¡suéltalo!, ¡suéltalo!

Él, sin dar crédito al crimen que sólo necesitó de unos diez segundos para consumarse, lo soltó.

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Contestó el celular. Al otro lado, la voz que había escuchado cada día durante el último año y medio; a veces la separaba la bocina del teléfono, otras tantas un par de metros, y quizá las más, o las menos -nadie lo sabe- tan sólo la separaba una sábana.

— ¿Dónde estás? —Preguntó con una voz adormilada que se justificaba por la hora.

— Ya voy para la casa.

Salió tarde de trabajar, si es que el calificativo aplica para la ocasión. Ocho y media de la mañana. La hora exacta para comprobar que la gente en el centro de la ciudad no duerme, porque la urgencia de comprar la fruta, verduras, carne, jugos, lonches y demás impulsa todos los días del año a los caminantes diurnos.

— ¿Cómo te fue en el trabajo?

La plática no varió en lo absoluto. El recorrido, tampoco. Había pisado durante meses la calle Independencia hasta donde un pedazo de banqueta la separa de Juan Manuel.

Él siempre caminaba. Incluso por las noches, cuando tenía que bajarse del camión ante las oficinas de la policía estatal, que en definitiva no lo hacían sentirse más seguro. Se dirigía al trabajo entre lavacoches, cantinas, borrachos y prostitutas, escena que noche a noche hace del Centro de Guadalajara un escenario monopólico.

En esas caminatas, con los hombros soportando el peso de una laptop, pensaba que en definitiva no se podría librar de un asalto en un día próximo.

Pero en ese momento, en el que el sol daba el último bostezo, y estando a cinco cuadras de su casa, sólo tenía mente para hablar con ella. Entonces, la llanta de una bicicleta le tocó el tobillo.

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— ¡Suéltalo!

Dejó caer el celular sobre la palma del asaltante. Si frente a él hubiera tenido un espejo, sin duda parecería que actuaba -patéticamente- para el cásting de una película de terror.

— ¡Date la vuelta cabrón! ¡Y no voltees!

Cómo no obedecerlo. El cuchillo, fiel a su amo, hacía cumplir la instrucción apoyándose repetidamente sobre la espalda alta, a un costado de la correa que sostenía la laptop, que, por algún motivo que sólo el agresor sabe, no fue parte del material robado.

El asaltante pedaleó. Rápido. Lento. El tiempo no importa. Diez segundos se extendieron como una diminuta liga que se tensa hasta casi partirse en dos.

La víctima caminó tres o cuatro pasos, lentos, pesados, hacía donde el asaltante le obligó. La calle estaba sola, sin pista de testigos. Se animó a voltear. Ya no había nadie montado en una bicicleta de color azul desgastado, como la del malandrín. Caminó rápido hacia la esquina, pero no, ya no había rastro del nuevo dueño de su celular.

Aún diez meses después del primer asalto que sufrió en su vida, no dejaría de repetirse a sí mismo y a quien volvía preguntar sobre ese capítulo: “Qué pendejo, como estuvo montado todo el tiempo en una bicicleta, si lo hubiera empujado de seguro que perdía el equilibrio”. Lástima.

 

Roberto Medina Polanco. Aún no hay recomendación médica que lo separe del Twitter ni del café, aunque a este paso no tardará en llegar. Los ojos le lloran cuando lee, pero se resiste a usar lentes. Quiere aprender a cronicar cuanta cosa ve, pero mientras tanto, se dedica a echar a perder textos.