Un recordatorio de la tragedia que tuvo lugar en la calle, una declaración en apoyo al derecho de los ciclistas para viajar seguros por cualquier calle de la ciudad. Bicicleta Blanca.

Por: Alicia Preza

 

Allí estábamos: a sólo unos metros de la Bicicleta Blanca recién colocada, montada en un poste de luz hace un par de días, haciendo alusión a una persona que perdió la vida en ese lugar, a bordo de su bicicleta y a manos de un automotor. Yo, sentada en el borde de la banqueta llorando como niña, mientras abrazada a mis rodillas comenzaba a sentir un gran dolor en las piernas. Ella, ella estaba vuelta loca, gritando improperios al conductor del coche negro, rechinando los dientes cada vez que él le contestaba los insultos.

Unos días antes había cumpldo la meta del año: comprar una bicicleta para poder pasear por la ciudad y en primera instancia acudir a los paseos ciclistas nocturnos, a la Vía Recre-activa, aprovechar la aún reluciente ciclovía de Federalismo para hacer mis compras en el centro, visitar el negocio de mi papá y de paso quemar calorías; qué buena idea en una ciudad recientemente bicicletera.

El mismo día que compré aquella bicicleta morada, la equipé perfectamente para que nada hiciera falta: sus diablos, reflejantes, canasta y parrilla blancas, luces intermitentes para ser vista por los coches o personas que vengan de frente, una campana de esas que vuelven locos a los transeúntes cuando una marabunta de bicicletas se aproxima y hasta direccionales con alarmas parecidas a las de los tráilers al echarse en reversa. Lo único que aún no logro conseguir es un poco de respeto por parte de aquellos vehículos que se creen dueños de la ciudad.

Ese día invité a una de mis amigas a dar un paseo sobre ruedas cerca de mi casa en mi deslumbrante nueva adquisición. Se hizo tarde, me ofrecí a darle ride a la parada del camión en mis diablos (la cosa era andar en bicicleta a donde fuera). Montamos en la bici y mi amiga se sostenía de mi espalda mientras yo pedaleaba lentamente hacia la avenida.

No estaba acostumbrada a rodar entre coches, así que tomé todas las precauciones posibles, esperé a que ninguno circulara para tomar la avenida, pegada completamente a la banqueta derecha a falta de ciclovía, con las luces encendidas y con una mano dividiendo los dedos entre la campana y los frenos; aumenté la velocidad para evitar que me alcanzara algún coche.

Íbamos de bajada y el peso de mi amiga se sentía en la espalda, tuve miedo de perder el control y frené de a poco antes de llegar a un crucero. Fue esa una buena decisión, pensé para mí misma al observar que un chofer se había detenido en la esquina cediéndonos el paso con una mano. Aceleré un poco el pedaleo para estorbar lo menos posible a aquel coche, agarré de nuevo velocidad ante la bajada pero con los puños temblorosos tomando los frenos trataba de no ir muy rápido.

A sólo unos diez metros del crucero, en la cochera de una agencia de viajes, un vehículo trataba de salir despacio. Frené de nuevo para darle tiempo de avanzar (a fin de cuentas aún no llevaba mucha velocidad), el chico de playera negra que iba manejando me miró y frenó bruscamente su coche. Uno de mis amigos repite constantemente: “nunca des algo por hecho”. Creo que debí haberlo considerado en ese momento: di por hecho que al observarme y frenar, me había dado el paso, así que agarré vuelo de nuevo para que él también pudiera avanzar rápidamente.

A sólo un par de metros de llegar a la cochera, él decidió que no quería esperar a que pasara la insignificante bicicleta, aceleró su motor mientras que el bulto oscuro rugió aturdiéndonos a mi amiga y a mí. Frené lo más que pude, en serio que lo hice, pero la velocidad, el peso, la bajada y la escaza distancia que nos separaba no ayudó en mucho. Mis manos se empuñaron tratando de disolver entre ellas los frenos, pensando que eso amortiguaría el golpe. Me sabía perdida. Y mi amiga también. Ambas nos aliamos en un grito unísono de desesperación, queriendo quizá ser escuchadas por el sordo conductor, quien se encontró un auto frente a él, en el mismo carril. El coche se quedó inmóvil. Nosotras no pudimos.

Durante unos segundos las uñas de mi amiga se encajaron en mis hombros: tratando de sostenerse del único soporte que tenía, comprendió que el golpe era inevitable y me dejó a mi suerte (pensé en ese momento, después comprendí que fue lo mejor), dio un salto hacia atrás bajando de los diablos, salto mismo que impulsó la bicicleta hacia su fractura segura. Sabiéndome sola cerré los ojos y dejé de gritar.

La llanta delantera de la bicicleta golpeó de lleno la defensa del auto, al igual que mis rodillas. El golpe nos levantó a ambas (a mi bici y a mi): la bicicleta crujió con cada uno de sus fierros y cayó al piso, mi cuerpo quedó sobre la cajuela del Platina negro, con la mandíbula casi clavada en el cristal y las muñecas dobladas tratando de sostenerse de algún lugar. Resbalé lentamente y busqué a mi amiga con la mirada, estaba detrás de mí y me abrazaba como madre protectora.

El chofer del Platina abrió la puerta y se bajó. Con cara de miedo preguntaba que si estábamos bien, sólo recuerdo los gritos de mi amiga: “¿Cómo quieres que estemos, pendejo?” “¡Aprende a manejar, imbécil!” “¡No queremos tu ayuda, lárgate, órale, a la chingada!”. Traté de recoger la bicicleta, pero un par de chicos que vieron el espectáculo me tomaron del brazo, me llevaron a la banqueta y se hicieron cargo de mi medio de transporte; otros coches que se dieron cuenta de lo sucedido se paraban ofreciendo llevarnos a la Cruz Verde o a hablarle a algún familiar. Yo me sentía bien, sólo había algunos raspones y un pánico tremendo, me senté en la banqueta, abracé mis rodillas y comencé a llorar.

Karla (mi amiga) trató de hacerme hablar, como pude -entre lágrimas y gemidos- le dije que sólo me dolía un poco la mandíbula, pero que estaba bien, que sólo estaba asustada.

El resultado: rines golpeados, canasta doblada y desatornillada, tubos chuecos y un desesperante sonido cada vez que las ruedas giran. Al bajar la adrenalina y ya en mi casa, me descubrí moretes en la cara, no pude hablar durante tres semanas por el dolor en la quijada, un moretón en la pierna derecha de casi 30 centímetros de diámetro que me impedía subir o bajar escalones, incluso fue una verdadera odisea caminar durante algunas semanas. Ni hablar de tomar un autobús para ir a la escuela. Un dedo fracturado y un terror paranoico a los coches, sobre todo a los estacionados, me acompañó durante mucho tiempo.

En esta ocasión no se colocó una bicicleta blanca encima de la ya existente, en esta ocasión salimos ilesas, por así decirlo. No niego las irresponsabilidades de los ciclistas al circular en las calles, pero tampoco justifico la falta de cultura de la sociedad en materia de movilidad. En esta ocasión no ha pasado nada, pero para quince ciclistas en lo que va de este año la historia es distinta. Hay quince recordatorios más de esas muertes en algún poste de esta ciudad.

Alicia Preza Marín. Estudiante de Periodismo, fanática del café y la fotografía, lectora ferviente y amante de los paseos en bicicleta, en especial por la noche.