El huevo cojo

En esta historia nostálgica con la que debuta en nuestra página Carolina Quintanilla, se nos cuenta un tema que cada vez es más común en nuestra ciudad: aquellos lugares a los que volvemos luego de un tiempo y ya no está lo que dejamos. El entorno urbano cambia últimamente a una velocidad que es casi imposible seguir; la crónica intenta registrar esos cambios, pero más que eso: dejar testimonio de lo que fue.

 

Carolina Quintanilla

 

Odio el color naranja en cualquiera de sus presentaciones, no me queda y no me va. Ese tono cálido con el que se ilumina el cielo en los atardeceres dignos de postal y que inexplicablemente se ven tan bien a juego sobre los campos de flores, saca la peor versión de mí, porque me falló.

En Guadalajara, una colonia que ubicas cuando te nombran la Avenida Revolución, Río Nilo, San Jacinto o Historiadores, por allí por donde estuvo el Club Jalisco, luego el Club Chivas y después nada; esa zona llamada Jardines de los Poetas es para mí la parte de la ciudad en donde alguna vez quise comprar mi casa y vivir eternamente.

Desgraciadamente mis papás no entendieron mi fascinación por el barrio y en mis 27 años hemos vivido en 12 casas distintas, pero yo siempre recuerdo la primera, la que está ubicada en la privada José Fernández Rojas. Una casa nada espectacular de fachada y cancel blanco, un piso, dos recámaras y un baño, que fue rentada por el prometedor y muy joven matrimonio conformado por mis padres, por la mera coincidencia de tener como vecinos a mis tíos y primos.

Esa calle tenía una peculiaridad muy especial: por ser la última cuadra solo tenía casas en una de las aceras, frente a estas casas estaba un alambrado que rodeaba un inmenso campo de flores que daba justo detrás del “Club Jalisco, luego Club Chivas y después nada”. La gran mayoría de flores que allí se sembraban abastecían todas las florerías de los principales mercados de Guadalajara. Cada mes, ese campo se vestía de un color distinto, primero eran rosas rojas, luego rosas y blancas, en marzo eran girasoles y mi parte favorita era cuando se llenaba totalmente de cempasúchiles y creaban una inmensa alfombra naranja muy olorosa, que brillaba con cada amanecer.

En 1992 me estrenaba en eso de “caminar por primera vez”, lo hice mientras me sostenía del cancel para irme a la casa de mis primos que estaba justo a un lado, lo recuerdo porque el campo estaba rojo y mi papá sostenía una cámara para capturar el momento. Justo cuando mis piernas se sostenían sin tambalear, me rebelé contra mi mamá cuando ella intentó castigar a mi hermano por una travesura. No me parecieron sus formas y decidí irme de la casa con mi mochila y dos peluches. Quién diría que años después la historia se haría realidad.

Un año después, mientras los adultos hablaban de problemas económicos en el país, yo veía que mi prima Liz se ponía sus pantalones de mezclilla hasta la cintura, una pantiblusa negra y botas altísimas, eran sus 21 años y se alistaba para irse a la disco, mi hermano y yo, en su casa, veíamos “La Sirenita”; los girasoles estaban brillando cuando la vi subirse a un carro con su amiga Marcia.

Meses más tarde, cuando ya se habían llevado los cempasúchiles, el Niño Dios nos sorprendió con una resbaladilla amarilla y un triciclo. Muchos atardeceres me costó aprender a andar, a distintas velocidades, en aquel peculiar artefacto de tres ruedas que prometía ponerme en forma para cuando tuviera edad para andar en bici. Justo en ese tiempo supe que mi primo Pepe (hermano de Liz) andaba de novio con “Moni”, una muchacha bonita que vivía a unas cinco casas después de la esquina; se le declaró con un ramo de rosas rosas que apenas podía y que yo alcancé a reconocer habían crecido en el campo de enfrente. Tanto éxito tuvieron las flores que un año después, los novios ya estaban en el altar jurándose amor eterno en voz y en carne, pues mientras se ponían las sortijas ya se cocinaba un bebé entre ellos. La fiesta naturalmente fue en la calle, era cerrada y tenía como vista un campo de rosas rosas, las mismas que le dieron a mi primo el primer “sí” de su historia con Moni.

Esos años formaron en mi mente la definición de lo que hasta ahora para mi significa vivir en familia, pero un día también lloré por el campo. El sol quemó las flores de esa temporada, las llamas consumieron el colorido de la cosecha, dejando un terrible panorama gris con olor a ceniza. Tuvieron que pasar semanas para que volvieran a brotar las alfombras de colores; ese mismo año también temí por mis primos, me di cuenta del terror y odio que sentían por mi tío Carlos. Él era operador de camiones foráneos y casi no estaba en casa, pero cuando llegaba era terrible. Sus arranques de celos por su esposa e hijas combinados con el alcohol propiciaban que más de una vez mi papá tuviera que intervenir en sus peleas.

Un atardecer naranja, mientras daba vueltas en mi triciclo escuché llorar a Liz. La vi tirada en su cochera con lágrimas en sus ojos sosteniéndose la mejilla, me metí a su casa para levantarla y cuando menos lo esperaba mi tío estaba detrás de nosotras con un palo de madera apuntándonos a matar. Con mi lógica de cinco años de edad me tiré sobre ella para protegerla y justo cuando esperaba lo peor, papá se metió y recibió el golpe por nosotras. Recuerdo mi respiración intermitente y miedo profundo mirando al suelo sin saber lo que había ocurrido. Mi tío Carlos era el hermano mayor de mi padre y siempre lo respetó, pero ese día al verme en esa situación, con toda su ira, mi papá lo golpeó tanto que lo dejó tendido en la cochera. Lo vi recostado llorando y sosteniendo su mejilla, tal y como me encontré a Liz, pero en esa escena no me interpuse para salvarlo.

Los siguientes meses se volvieron más difíciles, el campo no daba las mismas flores que antes, los atardeceres naranjas eran más tristes en parte también porque mis papás nos prohibieron ir a la casa de mis primos: no más visitas y no más película de “La Sirenita” en su tele, no más Liz alistándose para la disco y también no más gritos de mi tío Carlos. Se acercaba mi cumpleaños y al parecer seis años era un gran motivo para consagrarme como princesa. Por eso fuimos con Doña Paty, una señora que vivía a espaldas de con nosotros. Paty era una mujer pequeña, esbelta, morena y usaba de collar una cinta métrica. Con alfileres sostenidos entre sus dientes, me tomó las medidas para crear un vestido igual que el de “La Cenicienta”, la película de moda en ese momento en mi casa.

Pasaron dos largas semanas y finalmente el vestido estuvo listo, mi mamá me prestó su collar de perlas y mi papá mandó hacerme unos zapatos de cristal. Mi cumpleaños se celebró en esa misma calle, cuando los pocos girasoles se apagaban y comenzaban a sembrar nuevas flores. Los grandes ausentes fueron mis primos, los cuales decidieron irse de vacaciones para no verme vestida de Cenicienta; de cualquier modo pedí que me tomaran muchas fotos para mostrárselas a Liz cuando volviera.

Sí volvieron, pero nosotros nos íbamos. Quitábamos los globos de la fiesta cuando mi mamá nos dijo que tendríamos una hermanita, y era necesario cambiarnos de casa, era insuficiente el espacio y una nueva integrante nos obligaba aumentar los cuartos. A regañadientes y sin margen para negarnos, mi hermano y yo aceptamos; nos fuimos de Jardines antes de que estuvieran listas las fotos de mi día como princesa.

La mudanza llegó un atardecer naranja, dejábamos una casa vacía y un campo con cempasúchiles a medio salir. La resbaladilla se quedaba porque no entraba en la nueva casa y el triciclo se lo regalaron a mi sobrino, hijo de mi primo Pepe.

Mi papá me tomó de la mano y me dijo: “vamos a volver, ya verás”. Lo cumplió, pero 12 años después, cuando mi tío Carlos ya había muerto, y sólo quedaba Liz en la casa a la que alguna vez nos prohibieron entrar. Llegamos porque después de vivir en 6 casas distintas, en dos estados distintos, el dinero y la enfermedad atentó contra nosotros: quedamos sin nada y mi prima nos abrió su casa para recuperarnos de tan duro golpe de la vida.

Volví a ver el atardecer naranja, volví a oler las flores, abracé a mi prima, pero mi papá ya no era el roble que alguna vez me defendió.

Sólo unos meses estuvimos allí y nuevamente cambié el atardecer por un hogar en donde él se sintiera mejor, en donde la familia volviera a sentirse segura y autosuficiente. Así han sido estos años lejos de las flores, hasta hace unas semanas, cuando Liz me llamó para invitarme a comer a su casa, pero vaya golpe que me di al llegar, golpe contra el cemento y el hierro que brotaron del campo que alguna vez se arropó con alfombras de flores.

Ya no queda nada de ese campo, llegaron familias que ni se enteraron que de allí brotaba vida, luz… las flores nos regalaban un aire puro aderezado con sus aromas únicos. Esas estructuras grises mataron el único color naranja que soporto, aquel que ahora sólo vive en mis recuerdos y que en mis adentros cada noche que  extrañaba esos años, cerraba mis ojos rezando: “que vuelvan los atardeceres naranjas”.

Liz me recibió con malas noticias, Pepe ya no le habla, Moni la odia, doña Paty murió poco después de hacer mi vestido, la resbaladilla se fue a la basura porque se oxidó y a ella le acababan de diagnosticar una enfermedad que podría quitarle años a su joven vida.

Con sus ojos esperanzadores, me despedí de ella cuando el atardecer se asomaba y se dibujaban líneas naranjas en el cielo. Con todas esas noticias retumbando en mi mente miré el naranja del cielo y por primera vez lo odié, porque ya no había flores que mirar, ni motivos para volver, se acabaron los rezos que alguna vez pronuncié.